domingo, 23 de noviembre de 2014

Otro homenaje a Edmundo D´Amicis: El talonario de rifas



Mario Szichman
Para Daniel Zadunaisky,
con el cual solemos transitar
por la misma longitud de onda



Uno de los propósitos de un escritor es conjurar los terrores de su infancia. Quien logró mayor éxito fue Cornell Woolrich en su cuento Si muriera antes de despertar. Nada anterior, nada que vino luego, está a la altura de ese relato de un indefenso niño acosado por un ser maléfico. En mi infancia padecí muchos terrores, generados por los matones del barrio o de la escuela. Pero había otro terror más difuso y enfermizo: el de las autoridades escolares.  
Edmundo D´Amicis ocupa un sitio muy especial en mi canon. Lo admiro por su imaginación, por la creación de personajes inolvidables como El pequeño vigía lombardo, o esos niños deshollinadores, o con el rostro blanqueado por la cal, o esos padres absolutamente miserables, y siempre optimistas. Al mismo tiempo, lo detesto con toda mi alma por engañarme con los maestros.  
En la conjunción entre la admiración y el odio, emerge buena parte de la literatura. Este relato trata de sintetizar mi perplejidad acerca del autor que ha tenido más influencia en mi vida, a excepción de Emilio Salgari, a quien todos los días coloco en un altar.
M.S.

–1–
            El 11 de septiembre celebramos en todo el país el Día del Maestro. Pero en nuestra población de R…, situada en la provincia de Buenos Aires, la fecha está teñida de tragedia, pues coincide con la muerte de un maestro de escuela primaria fallecido en horrendas y misteriosas circunstancias. No estuve presente cuando ocurrió la tragedia. Sus lejanos ecos me llegaron de manera intermitente, durante mis años de estudio, primero en la facultad de Medicina de la ciudad de La Plata, y luego cuando hice un posgrado en psiquiatría en la universidad de Buenos Aires.
“No intentaré justificar ese crimen abominable, aunque podrían existir circunstancias atenuantes para explicarlo”, me dijo en cierta ocasión un funcionario policial. He pensado mucho en esas ominosas palabras, pues por extrañas circunstancias, conocí a uno de los posibles perpetradores, y tomé numerosos apuntes. Si la muerte llega de manera inesperada, espero que mi albacea testamentario revise estos papeles. El decidirá si deben salir a la luz pública. Por cierto, todos los nombres han sido cambiados para proteger la privacidad de las personas involucradas.
             He aquí los hechos:
El 11 de septiembre de 1943, la escuela principal de R… se engalanó para celebrar una de nuestras fechas patrias: El Día del Maestro. Como todos los años, el orador de orden sería don Aparicio Funes. En esa ocasión, había un doble motivo de regocijo. No sólo el pedagogo celebraba sus bodas de oro con el magisterio, sino que además, anunciaría el lanzamiento de su nueva iniciativa, “Las rifas del mausoleo”, destinadas a honrar la memoria del albañilito inmolado. Tras observar en El Tesoro de la Juventud una fotografía del cenotafio donde se guardan los restos de Napoleón Bonaparte, en Los Inválidos de París, don Aparicio quiso rendir homenaje al angelical niño erigiendo una cripta de similar diseño, y comprometió a sus alumnos a vender numerosos talonarios de rifas con el propósito de subvencionar la bóveda.
Pues bien, ese día el maestro, epítome de la puntualidad, faltó a la cita. Tras anunciarse la cancelación de la ceremonia los alumnos se pusieron en fila, empezaron a cantar “Febo asoma, ya sus rayos, iluminan el histórico convento”,  y marcharon en perfecta formación desde el patio de la escuela hacia la puerta de salida. Según se dijo luego, algunos, siete u ocho, cuyo pulgar derecho estaba cubierto con vendajes, mostraron especial curiosidad al pasar junto al aljibe, una bella construcción creada con mosaicos blancos ribeteados de azul que habían sido traídos de Málaga. El aljibe había sido financiado gracias a una previa propuesta de don Aparicio bautizada “Las rifas de la alberca”.
Transcurrieron tres días sin que se conociera el paradero del maestro. Finalmente, el 14 de septiembre Franti, conocido como “el malo del grado”, se acercó al aljibe para tomar agua. El educando tiró de la soga para subir el balde, pero no pudo. Comentó el problema al celador, y éste fracasó en el segundo intento por acarrear el barreño a la superficie. De repente, el celador lanzó una mirada al pozo y fue sobrecogido por el terror. Sin dar explicaciones, salió corriendo de la escuela. Retornó como a la media hora acompañado de Franceschi, el comisario del municipio y del doctor Casares, director del Hospital Salaberry. El comisario Franceschi ordenó a los alumnos que abandonaran la escuela, y seguido del doctor Casares y de nuestro director se dirigió hacia el aljibe.
Al día siguiente, en el periódico Noticias de Pehuajó, se informó que el maestro había sido ahorcado con la soga del aljibe. Un talonario de rifas sobresalía de su boca.           
–2–
Dos días después de hallarse el cadáver del maestro, y cuando tras intensos interrogatorios se verificó la inocencia del celador, el comisario Franceschi solicitó la ayuda de las autoridades provinciales. El comisario fue apartado de la investigación tras una denuncia de apremios ilegales presentada por el celador, y cuatro funcionarios de la policía bonaerense dedicaron casi un año a seguir hasta la pista más tenue, sin obtener resultados. La única secuela feliz fue que uno de los funcionarios, Galíndez, experto en huellas digitales, se puso de novio con una de las maestras del pueblo, y le propuso matrimonio. La unión resultó muy dichosa. Cuando el funcionario fue ascendido y trasladado a La Plata, los lugareños lamentaron la partida de la señorita Asunción, quien ya para ese entonces había procreado dos hijos varones. La mujer parecía muy dichosa de mudarse a la capital provincial.

Con el transcurso de los años, el homicidio de don Aparicio se fue olvidando, aunque su figura era recordada el Día del Maestro. Hubo inclusive quienes lanzaron la iniciativa de “las rifas del malogrado” con el propósito de adquirir un sarcófago donde pudieran descansar sus restos, pero la propuesta fue descartada cuando su principal promotor Coretti, el hijo del panadero, apareció colgado de un árbol. En uno de los bolsillos de su pantalón había una carta donde rogaba encarecidamente que no se culpara a nadie de su muerte. La carta había sido redactada en una máquina de escribir, aunque no había una en su casa.
Durante mi ausencia de la población de R… mi madre me mantuvo al tanto de las escasas novedades.
Cuando retorné a mi ciudad natal debí optar por la práctica de la medicina para obtener un honesto pasar, pero tras quedar un puesto vacante en el hospicio de Pilar, acepté reanudar mis tareas como psiquiátra.  
–3–
Muchos me acusan de estar chapado a la antigua. La mayoría de mis discípulos, deslumbrados por las nuevas corrientes del psicoanálisis, desdeñan mis enseñanzas. Sin embargo, algunos de mis informes han despertado interés en revistas especializadas. Y uno de ellos, el que abordé con más entusiasmo, debió ser engavetado. Será mi albacea testamentario quien decidirá si vale la pena publicarlo.  

El paciente, al que llamaré “N”, fue traído a mi consultorio en septiembre de 1975.
He aquí una transcripción de mis notas:
Primera sesión:


La celebración del Día del Maestro ha puesto al paciente de ánimo sombrío. Extrema sensibilidad del sistema nervioso; hiperestias diversas y espasmos. Hay una mención constante a las “rifas escolares”.
El paciente evoca a don Aparicio Funes, su “querido maestro” de la escuela primaria. El maestro “era un pan de Dios”, dice el paciente. Nunca hizo quedar a nadie después de clase, “ni siquiera a Garofi”, señala, pese a la costumbre del educando de comerse los boletines de notas cuando le ponían un insuficiente.
Si bien el paciente habla con devoción del maestro, reconoce que sus suaves admoniciones contra los alumnos desprolijos le causaban una opresión y sequedad en la garganta que Lasegue asocia con las histerias periféricas.
Segunda sesión:
El recuerdo de la llegada de la primavera hunde al paciente en una intensa melancolía. Se queja de un dolor en la región mastoidea, de contracción de la laringe, de rigidez muscular y de cefalea. Cuando le propongo cancelar la sesión me pide unos minutos para calmarse. Finalmente, decide reanudar su relato. Por primera vez surge el tema de las rifas. Cuenta que el maestro propuso en cierta ocasión organizar una colecta para sufragar los gastos de la excursión a la morada del albañilito moribundo.


Para financiar el paseo, cada uno de los alumnos debía garantizar la venta de treinta rifas. El paciente dice que el “malo del grado” (Franti), mostró un certificado médico donde se lo dispensaba de la tarea mientras se extendiera su convalecencia.  El alumno había sufrido daños en su espina dorsal cuando Coretti, el hijo del panadero, lo atropelló sin querer con una carretilla repleta de adoquines, luego que Franti mostró un cuaderno de espiral, considerado material ilícito por las autoridades escolares, pues permitía arrancar las hojas que tenían manchones de tinta o correcciones, encubriendo así la falta.
Coretti extrajo de uno de sus bolsillos una manopla de bronce y mientras la ajustaba en su mano derecha preguntó si algún otro de sus condiscípulos deseaba exhibir un certificado médico.
El paciente dice que los alumnos “por unanimidad”, expresaron que se sentían sanos como robles y juraron vender las rifas necesarias. Inclusive más.


Nuestro paciente pidió cinco talonarios de cincuenta rifas cada uno y su maestro se emocionó al enterarse de la oferta. A la salida de la escuela Coretti lo despeinó “cariñosamente” y le propuso conformarse con tres talonarios. Lo importante era vender las rifas prometidas, le explicó, pues sino, le llenaría la cara de dedos.
Tercera sesión:
El paciente aparece muy afligido al recordar su “calvario”. Observo en su rostro la congestión apoplectiforme citada por Bourneville en sus estudios termométricos sobre las enfermedades del sistema nervioso.
Un día tropezó con la realidad: era casi imposible vender las rifas. Estuvo una semana postrado en cama, y a la siguiente empezó a sufrir alucinaciones. Cada una de las rifas se le antojaba más grande que la portada de El Eco de Villa Lucense, un periódico de una población vecina.
Las primeras diez rifas, dice el paciente, no eran muy difíciles de vender: una a su madre, otra a su hermana Dora, seis a “los novios de Dora” y dos a él, usando parte del dinero destinado a las ensaimadas.
El problema surgía al tratar de colocar las restantes ciento cuarenta y cinco rifas. En su barriada no vivían más de setenta personas y era imposible hacer incursiones en otras zonas, pues sus compañeros las defendían como cotos de caza privados.
El paciente recuerda que Derossi, el hijo del herrero, contrajo tuberculosis tras comprobar que no podía vender sus cuatro talonarios de rifas. Por su parte Garrone, el diminuto hijo del deshollinador, murió en el incendio de su casa, cuando trató de incinerar dos talonarios en la chimenea y dejó caer por error un bidón de querosén en el hogar.
El único en mantener su promesa de cumplir con el objetivo fue Franti, el malo del grado quien, al ser violentamente expulsado por Coretti de la panadería de su padre logró enfilar su silla de ruedas hacia el carromato de pompas fúnebres, sufriendo múltiples heridas. Luego de casi un año de cirugía reconstructiva, de la cual emergió con la mitad de su estatura, pudo cobrar una indemnización suficiente para pagar las rifas y adquirir una mansión en Tandil, población famosa por sus aguas termales, donde intenta curar sus dolencias.
Cuarta sesión:


El paciente experimenta una sensación de bolo que sube del estómago a la garganta y una aguda opresión al evocar su nombre encabezando la lista de vendedores de rifas en un gigantesco pizarrón instalado en el patio de la escuela. Para azuzar la competencia, el maestro había decidido asentar en el pizarrón el nombre de cada alumno y la recaudación alcanzada usando cuatro tizas de diferentes colores. El paciente reconoce que fue un error alardear de sus inexistentes logros. Lo atribuye a su corta edad y a la vanidad. Se sentía tan complacido por las aclamaciones que le brindaban los alumnos de grados superiores, que dispuso encargar más talonarios de rifas.
Un cálculo preliminar indicaba que si se alineaban las rifas que se había comprometido a vender, una tras otra, podrían cubrir una distancia similar a la que había recorrido el deportista Delfo Cabrera en la Maratón de los Barrios. Desesperado, oró por la muerte del albañilito moribundo, pues sin el enfermito las rifas perdían todo sentido.
Quinta sesión:
Transcurrió casi una semana hasta que el paciente aceptó volver a verme. Y aproveché ese intervalo para viajar a La Plata, a visitar a Galíndez, el experto en huellas dactilares, uno de los encargados de investigar el asesinato de don Aparicio. El policía estaba a punto de jubilarse, y su carrera se había estancado, simplemente por su honradez. No había querido mezclarse en política, la única posibilidad de ascenso en esos tiempos turbulentos, y estaba relegado a tareas administrativas.
“Me mandan a copiar en tarjetas de cartón lo que ahora una máquina de IBM hace en segundos”, me dijo disgustado. “Ah, y no puedo usar birome, solamente pluma cucharita”. Al rato de conversar, Galíndez recuperó su humor. Se sentía contento de verme. Le alegró que elogiara a su esposa.  “Está igual que cuando nos casamos”, me dijo orgulloso y me mostró varias fotos de la familia. Ya tenía cinco hijos, a los dos varones le habían seguido tres niñas. Su esposa, Asunción, era directora de una escuela.
“Si usted no tiene información”, le dije a Galíndez, “nadie la tiene”, y le conté de mi paciente.
Galíndez trató de recordar, pero me confesó que no podía ubicar su rostro. De todas maneras, me dijo, el asesinato de don Aparicio fue resuelto a las pocas horas, aunque era imposible revelar el nombre de los perpetradores.
¿Perpetradores?
“Fue el peor dilema de mi carrera”, me confesó. “Pero por suerte no estaba solo. Todos los que actuamos en la pesquisa llegamos a la misma conclusión. Dar los nombres de los participantes en el asesinato hubiera contribuido a destruir  siete, ocho hogares. Quizás más”.
Última sesión:
Al principio, dialogué con el paciente sobre temas triviales. Dijo que se sentía algo mejor, pero me pedía que no forzara sus recuerdos. Sin embargo, la información de Galíndez me obligó a ir cambiando el tenor de la conversación y en un momento dado me gritó: “Usted lo sabía todo desde el comienzo”, aunque eso no era cierto.   
De repente, tartamudeando, con su motilidad trabada por espasmos musculares generalizados,  el paciente volvió a caer en un estado cercano al torpor.
Cuando se recuperó, hizo una confesión parcial, aunque insistía en describir el episodio como un “milagro”.
He aquí un resumen de sus revelaciones:
Cuarenta y ocho horas antes del día señalado para la entrega del dinero recaudado por la venta de rifas, el maestro anunció, “con lágrimas en los ojos”, el fallecimiento del albañilito moribundo. El paciente reseña vívidamente la emoción con que su madre le cosió una banda de luto en la manga para asistir a los funerales.  De allí salta a la escena en el cementerio, evoca a su maestro leyendo una oración fúnebre frente a la tumba del albañilito que de moribundo se había convertido en inmolado. El maestro prometió que el esfuerzo de sus alumnos no sería en vano. Luego hizo un breve gesto, y dos alumnos trasladaron junto al túmulo el atril con el gigantesco pizarrón donde aparecían fotos del cenotafio de Napoleón Bonaparte. El maestro estaba convencido que podría erigirse una cripta de similar diseño, y seguro que sus alumnos se pelearían para obtener talonarios de rifas con el propósito de subvencionar la bóveda.
El único milagro de esa sesión fue observar al paciente sumirse en una beatífica paz. Recordó que en el camposanto se podía oír el zumbido de las moscas, el lerdo fluir de un arroyuelo, el murmullo de los sauces llorones al ser agitados por la suave brisa. Sin embargo, aunque era una jornada correspondiente al caliginoso mes de febrero, los alumnos temblaban como hojas, y sus ojos fulguraban como carbones ardientes.
A la salida del cementerio Coretti, el único que llevaba pantalones largos y había desarrollado un cuerpo hercúleo, distribuyó los nuevos talonarios de rifas entre sus condiscípulos. A nuestro paciente lo llevó aparte, le acarició la cabeza con la mano izquierda, y lo miró cálidamente a los ojos. Luego mostró la palma de su mano derecha. Mi paciente comenzó a contar los dedos.
Esa tarde, tras salir del cementerio, sin siquiera quitarse los albos guardapolvos, todos ellos tableados, varios alumnos, entre ellos el paciente, se reunieron en un galpón donde a veces invitaban a las niñas a hacer cosas. Pero en esa circunstancia la convocatoria había sido resultado del patriotismo, no de la lubricidad. Se sentían como esos héroes que se reunieron en la jabonería de Vieytes para iniciar la gesta patria y librarse de las cadenas de España. Con el propósito de rubricar el pacto, se hicieron un corte en el dedo pulgar, y lo unieron al resto de los conspiradores. Luego, se lo vendaron, una precaución que podría haberlos delatado.
 De allí partieron para la escuela, entraron discretamente por una de las puertas traseras, y examinaron con atención el aljibe. Uno de los conjurados había traído un metro de carpintero con el cual tomó una serie de medidas. Don Aparicio se disponía a abandonar su despacho cuando fue interceptado por los alumnos.
Evocando esa trágica jornada, recordé las palabras de Galíndez al despedirse. Nunca lo vi tan solemne, tan afligido, tan indefenso: “No intentaré justificar ese crimen abominable”, murmuró. “Y sin embargo, creo que existen circunstancias atenuantes para explicarlo”.


2 comentarios:

  1. Gracias, Mario, por la dedicatoria de este magnífico cuento, que no sabía si sentir horror o retorcerme de la risa (all of the above). A mí también me gustaba d'Amicis, aunque me repugnaba su patrioterismo. Y hablando de longitudes de onda, acabo de leer mi primer Jim Thompson: "The Killer Inside Me". Mamma mía, qué novelista

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    1. Gracias a tí (a vos) Daniel. Me alegra que te haya gustado el cuento. Y me alegra que hayas paladeado The Killer Inside Me. Por lo tanto, continuamos en la misma longitud de onda.
      Jim Thompson integra mi Santísima Trinidad, junto con Salgari y con Roberto Arlt. Sigo fascinado y aterrado ante esos genios. A veces temo que todo lo demás es impostura. Un fuerte abrazo
      Mario

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