miércoles, 12 de noviembre de 2014

Los tormentos de la carne

                                                     Carlos III de España

Mario Szichman



Aunque escribo novelas históricas, no soy un historiador. En realidad, para mí, la historia es una gran nebulosa. Y cuando más pretérita, más difícil de entender o describir. Borges decía que uno de los problemas de Salambó, la novela histórica de Flaubert, era que el narrador había brindado excesivos datos para hacer inteligible la trama. Una cosa es decir que el protagonista lucía botas o zapatos, y otra, hablar de coturnos (y enumerar sus detalles). Es más cómodo describir la guerra que la paz en las novelas históricas. Los seres humanos se vienen asesinando desde épocas inmemoriales, y los instrumentos no han variado en gran medida. Las armas de fuego, si bien son un invento relativamente reciente, cuentan al menos con medio milenio. Y las lanzas, las pértigas, los arcos y las flechas, disfrutan de una fama de milenios, y su uso siempre se renueva.

Las armaduras han pasado ya al desván de la historia, pues si bien frenan flechas y porras, nada pueden hacer ante las balas. Cuando Don Quijote inicia sus aventuras de caballero andante su figura es grotesca porque en la época de Cervantes esas prendas habían pasado a ornamentar las salas de castillos.  

Pero, a veces, lo más arcaico puede terminar siendo lo más moderno. Algo que no ha pasado de moda es atender heridas de guerra. Obviamente, los hititas, los asirios, los griegos o los romanos no curaban laceraciones causadas por armas de fuego, pero es increíble la sofisticación que mostraban los cirujanos de hace dos mil o tres mil años para enmendar descalabros. Algo que sorprende en La Ilíada es la imagen que traza Homero de las heridas causadas en combate. Véase esta descripción:


“Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo de Tectón Harmónida … Le hundió la pica en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo. La muerte le envolvió”. No es la  exposición de un narrador, sino el informe de un cirujano.

Nunca conviene ser minucioso al explicar un período distinto al nuestro. Hay, claro está, detalles que guían una narración, e intrigan al lector. En una de mis novelas puse a un personaje iluminando una escena con una linterna sorda, que abundaba en las novelas de Salgari, posiblemente en las de Dumas. Con la ensayista y escritora Magdalena López tuvimos interesantes diálogos sobre ese objeto de utilería. (Nunca me canso de elogiar la imaginación dialógica). Primero, la explicación: las linternas sordas eran artefactos rectangulares cubiertos en tres lados por metal, generalmente hojalata. El cuarto lado tenía una especie de ventanita corrediza, que permitía graduar la luz. Seguramente era usada por la inmortal pareja del policía y el ladrón. Todo está muy bien, pero por qué llamar a esa linterna “sorda”? Respuesta de Magdalena López: “¿Será algo así como no oír la luz?” No sé si esa es la explicación correcta. Pero quedé encantado con la inferencia. A partir de ese momento, mis linternas sordas han dejado de oír la luz.

Más allá de los props, los objetos que enmarcan una narración histórica, están los personajes. Y aquello que tiende a persistir en el ser humano es de manera persistente la sexualidad  y la locura, las puertas de ingreso y de retirada de este mundo.  

Cada vez que me pongo a explorar un ciclo histórico, de inmediato tropiezo con las actividades reproductivas y con la insania. Especialmente de los poderosos. Ya se trate de La vida de los doce Césares de Suetonio –un texto más apasionante que la mejor de las telenovelas modernas, y un bestseller de 1.800 años de antigüedad– o de los textos de Tácito, Tucídides, Gibbon, Carlyle, o de las crónicas de Victor Hugo, en primer plano está siempre la pasión, seguida de sus delirios.  

Desde hace algunos años visito la historia de España, recopilando datos sobre un período muy interesante: el de la invasión de Napoleón entre fines de 1807 y comienzos de 1808. Ese interés surgió en mí tras escribir La Trilogía de la Patria Boba. Es imposible explicar lo que ocurrió en la América hispana a partir de 1810 si se olvida que Napoleón fue el gran partero de nuestra historia. Nos libramos de España porque el emperador de los franceses forzó la abdicación del rey Carlos IV, le negó al trono a su heredero, el príncipe de Asturias, y emplazó en su lugar a su hermano, José Bonaparte. La independencia fue el corolario de un vacío de poder.

El primer movimiento de las autoridades designadas por España en América no fue plantear la independencia, sino conservar las colonias sin explicar lo ocurrido. Y al principio, los caudillos que lideraron las fuerzas criollas lo hicieron en nombre de Fernando VII, el rey cautivo. La historiadora venezolana Carol Leal Curiel ha escrito trabajos excelentes demoliendo el mito de que en nuestra lucha por la independencia muchos se encubrieron con la máscara de Fernando, aunque eran patriotas convencidos. Eso vino mucho después.  

Cuando se inspecciona ese período de la historia española es imposible eludir la figura del rey Carlos III de España, padre de Carlos IV, a quien Napoleón obligó a abdicar. Se presume que Carlos III (1716-1788), era un monarca ilustrado porque expulsó a los jesuitas de España. Pero a poco de estudiar su personalidad, podría entrar como figura protagónica en un manual de perversiones sexuales, al estilo de Kraft–Ebbing. Inclusive sufría ataques de gran misticismo, que en ciertos casos forman parte de las perversiones sexuales, como la mutilación.

Carlos III era al principio de su reinado un hombre normal. Se casó con María Amalia de Sajonia. La pareja procreó 13 hijos. Su consorte falleció de tuberculosis, cuando tenía 35 años de edad, y el rey mostró los primeros rasgos de su enajenación al comentar en su lecho de muerte: “En 22 años de matrimonio, éste es el primer disgusto serio que me da Amalia”.

La ventaja de los monarcas es que viven rodeados de aduladores, como los comandantes eternos de nuestras repúblicas bananeras. Si un médico alienista hubiera oído a un marido común y silvestre formular una opinión similar a la de Carlos III, seguramente le hubiera tendido su tarjeta e invitado a visitarlo en su consultorio.    

Don Quijote, no precisamente un sinónimo de cordura, hizo votos de pobreza y de castidad, y prometió que mientras se encargara de desfacer entuertos se abstendría de “Comer a manteles, o con la reina folgar”. El rey Carlos III posiblemente siguió comiendo a manteles, pero nunca más folgó en el resto de su vida. “Padre prior”, dijo a uno de sus confesores, “gracias a Dios, yo no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dió: a esta la amé y estimé como dada por Dios; y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento”. Desde que se convirtió en viudo, a los cuarenta y cuatro años, el monarca sufrió continuos martirios causados por deseos insatisfechos. El historiador francés Bourgoin dice en su Cuadro de la España moderna que para controlar sus apetitos dormía en una cama dura como la piedra, “saltaba a veces de ella a deshora, y paseábase descalzo por el aposento en que dormía, a fin de resistir y vencer las tentaciones de la carne”.

Mientras el rey se flagelaba y pasaba frío, no podía causar muchos problemas. Y con una buena pulmonía, pronto habría abandonado este valle de lágrimas, pero siguió viviendo, y los tormentos de la carne se expresaron luego en una serie de actos que pusieron en peligro su trono, y difundieron incómodas doctrinas religiosas.

Además de medidas progresistas para mejorar la administración en las ciudades españolas y sanearlas, dos actos marcaron el reinado de Carlos III. El primero fue la imposición de vestimentas reglamentarias a los caballeros. El segundo, la obligación de creer en la Inmaculada Concepción de la Virgen. Quien desconfiaba de la tarea del espíritu santo podía perder el empleo.

El 26 de marzo de 1767 comenzó en Madrid el llamado “motín de Esquilache”, luego de que el  marqués de Esquilache, principal ministro del rey, dictara una ordenanza prohibiendo el uso de la capa larga y del chambergo, un sombrero de ala ancha. Según la ordenanza, esas prendas permitían a los delincuentes actuar embozados y ocultar armas.

En realidad, el trasfondo del motín de Esquilache era la furia de los madrileños por el aumento en los precios de los alimentos, tras una serie de reformas económicas  propuestas por Esquilache, y que beneficiaron los anchos bolsillos de muchos de sus amigos. Algunos historiadores piensan que el úkase contra capas y chambergos fue una manera de desviar la furia pública hacia problemas vinculados al guardarropas. 

Pero Esquilache era un prepotente. En vez de invitar a los caballeros a cambiar su indumentaria explicando los beneficios de la capa corta y del sombrero de tres picos, mandó escuadrones de alguaciles y sastres a mutilar la vestimenta de los desobedientes. Según cuenta Ferrer del Río en su Historia del reinado de Carlos III, muchos caballeros fueron introducidos en portales, “Y allí les apuntaron los sombreros y les cortaron las capas, cuya violencia amilanó a los pusilánimes, ofendió a los sensatos y estimuló para buscar ruidos a los valentones”.  

En pocas horas, varios millares de madrileños salieron a la calle a protestar. La corte real, encabezada por el rey, tuvo que escapar hacia Aranjuez “por una puerta falsa de palacio, llevando revestidas con mantas las ruedas de los carruajes”, narró años después el periódico Panorama de Madrid. Y aunque algunos historiadores dijeron que Carlos III actuó con magnimidad, Panorama señaló que “desaparecieron muchas personas, a quienes no se volvió a ver. Según la tradición, fueron despachadas para el otro mundo en los sótanos de la cárcel de esta corte, y conducidas por comunicación abierta a la bóveda de Santa Cruz, en la cual, si es cierto, descansan”.

En cuanto a Esquilache, renunció y huyó de Madrid.



SIN PECADO CONCEBIDA 



El dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen fue disputado durante seis siglos, hasta que, en 1854, el papa Pio IX lo convirtió en artículo de fe.   

En España, durante todo el siglo diecisiete, el dogma fue casi universalmente acatado, excepto por la orden de los dominicos, quienes veneraban la tesis de Tomás de Aquino, un escéptico a la hora de analizar la mecánica de la procreación. Varios papas, entre ellos Sixto IV, Pablo IV, Pablo V y Gregorio XV prohibieron que el tema se discutiera en público. Pero la Santa Sede, hasta el año 1854, se negó a aceptar la concepción como inmaculada.  

Sin embargo, previamente, aceptó una transacción con el rey Carlos III: los españoles, junto con los habitantes de sus colonias, podrían gozar del monopolio de la Inmaculada Concepción. La monarquía quedaba bajo la protectora influencia de la pureza divina, aunque no el resto del mundo católico. Eso contribuyó a fomentar el excepcionalismo de la monarquía española. Era como si todos los reyes portasen una aureola en vez de una corona.

Carlos III no perdió un solo momento en apuntalar la divina prerrogativa y creó una orden que llevaba su nombre, y cuyo emblema era una figura femenina vestida de blanco y de azul. Además, para acentuar la creencia en ese milagro, cada individuo que intentara estudiar en una universidad, o ser admitido en una corporación, civil o religiosa, o trabajar como mecánico, debía alzar los ojos al cielo y aceptar que en al menos una ocasión, el espíritu había triunfado sobre la carne. En Sevilla, la cuna ultramontana de España, se creó un colegio, Las Becas, cuyo único propósito era instruir a los jóvenes en la defensa del misterio.

La coreografía de la locura parece reiterar la pantomima del humor. Henri Bergson nos dice en su ensayo La risa, un ensayo sobre la significación de lo cómico, que nos reímos de todo aquello que es rígido, mecánico, repetitivo. Los seres humanos normales son imprevisibles, espontáneos, desenvueltos. Pero cuando se hacen predecibles, cuando anticipan sus gestos, como si fuesen marionetas, o repiten a cada rato la misma palabra, aunque el contexto sea distinto, convocan a la burla, nos hacen temer la presencia de una enfermedad mental.   

Cuando más absoluto es el poder, no solo corrompe absolutamente, sino que viene escoltado por aberraciones. Pienso que un demente republicano es preferible a un demente de alguna casa real, pues la locura hereditaria es mucho más perniciosa. En la variedad está el gusto, y cuando familias aristocráticas empiezan a practicar el incesto, con pecado concebido, los resultados son inquietantes.



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