domingo, 30 de noviembre de 2014

La tragedia de los apellidos

Mario Szichman

Asignar un nombre a una persona es
enajenarla de sí misma
y convertirla en parte de una familia
J. Hillis Miller

Donald Antrim

     El comienzo es magnífico, abrumador. Y lo que sigue después es una desopilante obra maestra. Leamos:

“Mis hermanos son Rob, Bob, Tom, Paul, Ralph, Phil, Noah, William, Nick, Dennis, Christopher, Frank, Simon, Saul, Jim, Henry, Seamus…” Y eso sin olvidar a los trillizos Herbert, Patrick y Jeffrey, y a los gemelos: Michael y Abraham, Lawrence y Peter, Winston y Charles, Scott y Samuel … La lista sigue, durante varias páginas, en la descripción de “The Hundred Brothers,” los cien hermanos de la novela más famosa de Donald Antrim, uno de los grandes genios de la reciente literatura norteamericana. Se lo ha comparado con Joseph Heller, con Kurt Vonnegut, con Thomas Pynchon, se ha dicho que su prosa muestra la pugna entre el mundo de los hermanos Karamazov y el de los hermanos Marx, aunque seguramente en pocos años más Antrim generará sus propios discípulos, quienes fabricarán nuevas genealogías a partir de sus novelas.
    Es deslumbrante leer a un escritor concretando tareas que parecen impensables. Antrim va absolutamente contra la corriente. Se supone que un narrador comienza presentando uno, o dos personajes, y recién al cabo de algunas páginas hace surgir sus interlocutores, sus antagonistas, sus amantes, todos aquellos cuyo propósito esencial es bloquearle el acceso a la felicidad. Ya el comienzo de La guerra y la paz presenta problemas a los lectores, aunque Tolstoi baraja apenas una docena de personajes. Pero su maestría, su didactismo nos permite rápidamente saber quien es quien en esa fiesta organizada por Anna Pavlovna Scherer, dama de honor y “favorita” de la emperatriz de todas las Rusias.
    En pocos trazos, Tolstoi nos va marcando a los potenciales protagonistas, que habitarán con creciente interés sus más de 1.300 páginas. Pero esos héroes no superan las dos docenas de personas. En “The Hundred Brothers”, cien hermanos ocupan el escenario, la biblioteca de una mansión en decadencia. Y Antrim nos cuenta sus vidas, sus absurdas rivalidades, sus casuales fechas de nacimiento. Por ejemplo, once de ellos han nacido el mismo día, el 23 de mayo, “aunque a diferentes horas, en distintos años”. Y todos los avatares de esos cien hermanos, sus tics, sus mezquindades, sus delirios de grandeza, se resumen en escasas 206 páginas.
    ¿Cómo logró Antrim puntualizar ese acto de malabarismo? No es fácil lanzar al aire la vida de cien personas, e impedir que una sola de ellas caiga al suelo. Sin embargo, lo consiguió. El hermano Rob es distinto al hermano Bob, y nada tiene que ver con Tom, o con Paul, o con Ralph. Los trillizos, obviamente, están más cercanos en la competencia, en el imperativo de distinguirse para que no los confundan, en su necesidad de monopolizar el afecto de sus progenitores. Pero la magia consiste en elegir cien nombres, asignar  cada uno de ellos a una persona distinta, y ofrecerle atributos indelebles.
    A veces pienso que el propósito de Antrim fue burlarse de la fenomenal frase del crítico literario Joseph Hillis Miller que inaugura esta crónica. Si “asignar un nombre a una persona es enajenarla de sí misma y convertirla en parte de una familia” ¿qué ocurre cuando el apellido elimina nuestra individualidad y nos sumerge en el anonimato? 
    Es bueno contar con una gran familia, o por lo menos con una familia ampliada. Generalmente nos salva del incesto, y en ocasiones de la locura. Cuando abundan los modelos,  es menos viable que un niño se identifique excesivamente con la mamá y termine como Norman Bates, el protagonista de Psycho. Pero el precio que se paga muchas veces es el sacrificio de ciertos rasgos individuales. La familia exige acatar una norma. Quienes la transgreden suelen ser generalmente expulsados, o acaban siendo los “raros” en el sistema patrilineal o matrilineal.

EL APELLIDO COMO ANONIMATO
Juan Goytisolo

    En una película de los Beatles, creo que era A Hard Day's Night, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr ingresan a un bar y Ringo pregunta a sus compañeros que desean beber. Todos quieren cerveza. Entonces Ringo pide “una cerveza, y una cerveza, y una cerveza, y una cerveza”.
En algunas ocasiones, cuando visité Madrid, me sentí tentado de ir a una librería y pedir un Goytisolo, y un Goytisolo, y un Goytisolo. Pues está Juan Goytisolo, y José Agustín Goytisolo (1928 –1999) y  Luis Goytisolo Gay el hermano menor. Los tres son excelentes escritores. Leí una novela de uno de los Goytisolo que me encantó no solo por su escritura sino por su tema: Reivindicación del conde don Julián. Fue publicada en 1970, en plena dictadura franquista. El narrador vive exiliado en el norte de África y ha tomado partido por el conde don Julián que, de acuerdo a la leyenda, es el gran traidor de España, pues abrió las puertas a la invasión árabe.
    Uno de los mejores atributos de los españoles es su obstinación. Siempre me gustó la anécdota de ese peninsular que se declaraba ateo usando estas palabras: “Si no creo en la religión verdadera, que es la que se practica en la Madre Patria, menos voy a profesar alguna otra religión”. 
    La ironía con que trata uno de los tres Goytisolo la herencia española es divertida y muy comprensible. Esa alianza entre la cruz y la espada que engrandeció a España y le garantizó posteriormente varios siglos de brutal decadencia a partir de las guerras de sucesión, es exasperante.  Las actividades de la Santa Inquisición abrieron en el mundo anglosajón el camino a la narrativa del terror, que culminó en los cuentos de Edgar Allan Poe, especialmente La fosa y el péndulo. Pero no debemos olvidar precursores como The Monk, de Matthew Gregory Lewis, o Melmoth the Wanderer, de Charles Maturin. Ese legado oscurantista hizo que algunos críticos marcaran una divisoria de aguas entre cultura y civilización a la hora de mencionar a España.
    El libro Civilization, de Kenneth Clark, causó escándalo en Europa exclusivamente por una sola página, la diecisiete (al menos en mi versión de Harper & Row, de 1969). Clark, de un plumazo, excluyó a España de la idea de civilización que tenían los europeos. “Algunas de las omisiones más insultantes”, dijo en su prólogo, “estuvieron dictadas por el título. De haber hablado de historia del arte, hubiera sido imposible exceptuar a España”.
    ¿Quién puede referirse al arte pictórico europeo si deja afuera a Velázquez, a Goya o a Murillo? “Pero cuando nos preguntamos qué ha hecho España para ensanchar la mente humana y contribuir en el ascenso de la humanidad unos pasos hacia la colina, la respuesta es menos clara”, decía Clark. “¿Tal vez don Quijote, los Grandes Santos, los jesuítas en Sudamérica? España ha permanecido simplemente siendo España”.
    Una idea similar anima a Goytisolo en Reivindicación del conde don Julián. Pero ¿Cuál de los tres Goytisolos escritores? Tuve que revisar el internet para verificar que esa novela había sido escrita por Juan Goytisolo. Es lamentable que un narrador de ese calibre corra el peligro, y lo haya corrido buena parte de su prolífica vida, de no poder diferenciarse de otros Goytisolos. El apellido, a veces, suele ser una condena. (Tal vez por eso los monarcas cuentan apenas con el nombre, y cuando éste se repite, le agregan un número romano). Si el progenitor tuvo mala fama, y ahí está el ejemplo de algunos jerarcas nazis, sus vástagos cargan con un sanbenito. Si su fama fue excesiva, las generaciones siguientes suelen terminar devaluadas.
    En fecha reciente (Juan) Goytisolo obtuvo el Premio Cervantes 2014, aunque en una entrevista que le hizo el periódico ABC en 2001, dijo que nunca aceptaría el galardón. “Estoy dispuesto a firmarlo ante notario: no pienso aceptar el Premio Cervantes nunca”, señaló.
    Goytisolo (Juan) había escrito un artículo a comienzos del presente siglo donde le caía con un hacha de sílex al jurado del Premio Cervantes por haber otorgado la recompensa a Francisco Umbral. Y ofreció estas razones: “La decisión del jurado prueba de modo concluyente (por si hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento”.
    El escritor añadió elementos bastante interesantes en su diatriba. Indicó que “Lo ocurrido con el cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de nuestro primer escritor”, se inscribe “en un cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte unos partos de mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y buen gusto”.
    Su indignación parece un monopolio de la estirpe española. Por alguna razón explica también los sangrientos sitios de Numancia y Sagunto. Eso de morir en un combate hasta el último hombre, esa exclamación de “Santiago y cierra España”, esa obstinada lealtad con familias reales como los Austria y los Borbones, que contribuyeron a la ruina española, es difícil de hallar en otras partes. Si después Goytisolo (Juan) decidió aceptar el Premio Cervantes, no lo desmerece. Su obra nunca será un parto de mediocridad, o un mortal atentado a la inteligencia y el buen gusto.
    Pero tampoco es cuestión de ponerse excesivamente ampuloso. Nadie es mejor o peor por aceptar un premio. Tal vez en el caso de Juan Goytisolo el honor contribuya a deslindar su apellido del de sus famosos rivales literarios surgidos de los mismos predecesores. Tal vez. La otra posibilidad es tomarlo todo como una gigantesca broma. En la mayoría de las ocasiones, la ironía es preferible al énfasis. Y resulta mucho más perdurable.
    Basta ver cómo Antrim logró maravillas hablando de esos hermanos que se llaman Rob, Bob, Tom, Paul, Ralph, Phil, Noah, William, Nick, Dennis, Christopher, y que comparten sus duelos y quebrantos con Frank, Simon, Saul, Jim, Henry y Seamus. Y eso sin olvidar a los trillizos Herbert, Patrick y Jeffrey, y a los gemelos: Michael y Abraham, Lawrence y Peter, Winston y Charles, Scott y Samuel …



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