miércoles, 13 de junio de 2018

"El destino poético de una rica y compleja relación: La novela histórica" de Margot Carrillo Pimentel


        
    El libro Trilogía de la Patria Boba de Mario Szichman. Una propuesta de novela histórica del Siglo XXI. Trabajos críticos sobre su obra. (2014), reúne ensayos críticos sobre mis novelas Los papeles de Miranda, Las dos muertes del general Simón Bolívar y Los años de la guerra a muerte. 
         
     En los últimos días, he compartido los textos de la Licenciada Lucía Parra y del doctor Luis Javier Hernández.  Hoy ofrezco a mis lectores el texto de  la doctora Margot Carrillo Pimentel. En él, la profesora Carrillo Pimentel hace una  importante reflexión sobre los aspectos teóricos de novela histórica. 
MS

           


Margot Carrillo Pimentel


Cuenta la historia que Leopoldo Von Ranke sufrió un terrible desencanto el día que  llegó a comprobar que los relatos de su contemporáneo, Walter Scott, no se correspondían con la verdad.  Desde entonces, parece haber afirmado Von Ranke: “Me desvié [hacia la historia] y decidí evitar toda invención e imaginación en mis trabajos y sujetarme a los hechos” (Cit. Corcuera, 1997:127).  Quizá Von Ranke haya logrado en algún momento “sujetarse a los hechos”, no lo sabemos; pero al tiempo, ¿quién lo sujeta?  Si  alguna disciplina  se nutre del tiempo y de sus cambios ésa es la historia.   La historia, que  parece mirar al futuro, trata sin embargo del pasado y de lo que el presente pueda interpretar o contarnos sobre lo ocurrido. De tal modo la historia precisa, pero a la vez “vive” el tiempo. “Pensar la historia” (Le Goff, 1991) no resulta una tarea sencilla; no obstante, pensamos con insistencia en ella, hablamos y escribimos acerca de ella.  
Particularmente en Latinoamérica, la historia más que una disciplina ha sido un recurso extraordinario no solo para el diseño o “la invención” de un pasado que, luego de la Independencia, parecía estar demasiado cerca o demasiado lejos de un pueblo al que le urgía reconocerse en una idea de nación, suficientemente sólida o autónoma; también la historia ha sido un material precioso para la exploración de sus posibilidades –como lenguaje y experiencia del tiempo– en un ámbito menos sujeto a los requerimientos de  la verificación, la fundamentación y  “la verdad”, con los que la disciplina fue adquiriendo un estatuto menos imaginativo y más científico.
Es la novela histórica la experiencia artístico-literaria que ha abierto  un horizonte de posibilidades, en el que historia y ficción se actualizan en un discurso de encuentros, entrecruzamientos y diferencias, cuyos resultados enriquecen de un modo extraordinario ambos lenguajes.
Al hablar de la novela histórica hemos insistido en destacar la naturaleza híbrida que la distingue (Carrillo Pimentel, 2012); cuestión que nos lleva a identificarla, por supuesto, con el género que la define, la novela, así como con la naturaleza y complejidad de los discursos que en ella coinciden, de modo particular el de la historia.  Tal como lo afirma la investigadora española Celia  Fernández Prieto, la relación que establece  la novela con esa disciplina “es tan estrecha que no podría abordarse el análisis del género de la novela histórica al margen de la evolución y de las transformaciones de la narración histórica” (Fernández Prieto, 1998:33).  Es por ello que en el presente estudio insistiremos en pensar la  identidad, diferencia y entrecruzamientos (Ricoeur, 1995-1996) que acercan y distancian a la historia y la ficción, cuestión de la que se nutre, precisamente, la novela histórica. Nos detendremos  de un modo especial en los planteamientos del filósofo francés Paul Ricoeur y el historiógrafo norteamericano Hayden White, quienes han dedicado parte importante de su obra a dilucidar el tema.

ENSAYANDO UN DESLINDE

Los vínculos entre la historia y la ficción ha sido un tema sobre el cual se ha reflexionado  durante largo tiempo; ya Aristóteles se refería a ello en la Poética  (siglo  III a.C.)– y desde entonces la identidad o diferencias entre el discurso histórico y el discurso ficcional es un asunto que aún suscita discusiones. Muestra de ello son las diversas reacciones surgidas de los planteamientos que al respecto han hecho algunos historiógrafos contemporáneos durante estos últimos años; o la profusión de novelas y textos de crítica literaria en los que esa relación se atiende de manera especial.  Precisamente la novela histórica se gesta a partir de ese juego de relaciones entre la historia y la literatura.  En América Latina este tipo de novela se viene escribiendo desde comienzos del siglo XIX y cuenta, a finales del siglo XX, con una variada producción.
Para el intérprete moderno, la historia y la ficción son manifestaciones tremendamente complejas: así como el tiempo y la narración son aspectos que las acercan, las identifican o las hacen coincidir en una relación de interdependencia, el principio de realidad que les define o las pretensiones de sus discursos respecto de lo real, son aspectos que en ningún caso nos permiten pensarles como experiencias idénticas. Acaso la situación exija de un mayor esfuerzo interpretativo cuando, además, nos percatemos de que la historia y la literatura son instancias que requieren de ciertos préstamos entre los distintos recursos de los que ambas disponen para hablar e interpretar  el mundo (Ricoeur, 1996).
Paul Ricoeur, desde la hermenéutica filosófica, realiza  una revisión del binomio historia/ficción, estableciendo –entre sus múltiples hallazgos–  las relaciones de identidad, diferencia y entrecruzamiento entre esas dos formas de la escritura (Ricoeur, 1995-1996). Por otro lado,  Hayden White, figura destacada del llamado “giro histórico”, promueve en el siglo XX una interpretación de la historia a partir de nociones venidas de la teoría literaria, lo que motiva no pocos acercamientos entre la historia y la literatura.
Son precisamente estos dos últimos autores quienes, a  nuestro juicio, han abordado el tema de los vínculos entre la historia y la ficción de un modo no pocas veces sorprendente y polémico. No obstante, los planteamientos de Paul Ricoeur y Hayden White no son del todo coincidentes, en la medida en que sus interpretaciones respecto de los vínculos entre la historia y la ficción difieren en aspectos de fundamental interés.  Pero no todo es divergencia: hay zonas de contacto entre uno y otro escritor que nos permiten ir despejando el panorama de unos vínculos que son, ante todo, problemáticos.  Quizá  por ello susciten aún apasionadas discusiones.
La literatura tendrá también la posibilidad de llegar con mayor frecuencia y autonomía a una experiencia particular del tiempo en la que presente, pasado y futuro son instancias que juegan a superponerse, mezclarse o confundirse unas en las otras. La historia, en cambio, se define por movimientos de ida y vuelta entre presente-pasado y por su vinculación con un tiempo medido, fechado, que ha sido ubicado en el calendario y registrado en los archivos.  La imaginación será para lo literario un principio generador de mundos extraordinarios, atípicos –los mundos posibles de los que habla Aristóteles– que, no obstante su distancia con los principios de lo real o de la lógica racional, guardan algún parecido, cierta semejanza, con la misma realidad.  No está exenta la historia de contar con un considerable componente imaginario; mas, la imaginación para la historia cumple una función precisa, en cuanto actúa como catalizador de un proceso de composición variado y complejo. Gracias a la imaginación, el texto de la historia articula  datos, tiempos, personajes y espacios en un todo, que aspira a la fidelidad y a la coherencia, como bien lo ha explicado Collingwood (1993).
 ¿Quién habla en un texto histórico? Quizá no tendríamos muchos problemas a la hora de responder a tal interrogante: quien habla –o narra– en un texto histórico es el historiador; una voz identificable, cuyo esmero por la claridad y la precisión de lo que narra le hará una voz  siempre reconocible.  La literatura –particularmente la literatura moderna – abre con esa pregunta – ¿quién habla?– el juego de la indeterminación; la ausencia de respuestas definitivas respecto de tal interrogante, favorece la confluencia de voces y sentidos y, con ello, el acontecer de un verdadero diálogo en el texto.  A diferencia de la historia –que amerita de una voz reconocible que conduzca la narración, la del historiador– la literatura convoca distintos hablantes, cada uno de los cuales tendrá un espacio propio para manifestarse de un modo individual, establecer pautas distintas respecto del mundo exterior, así como motivar el diálogo con las otras voces incorporadas al texto. En este sentido, podríamos aventurarnos a decir que la voz del autor es una instancia de mayor incidencia en el texto histórico que en el texto literario, en el que ocurre una “extraposición del autor”, como lo señala Mijail Bajtin. La literatura –particularmente la moderna– puede, así, liberarse de las imposiciones directas del creador; los recursos de los que ésta dispone permitirán que el autor sea, más bien,  una voz que en el texto  pueda por momentos borrarse, disolverse o difuminarse en las otras voces que artísticamente se configuran en el texto (Bajtin, 1982)
Particularmente la novela moderna se define como un género inacabado; como una manifestación artística del lenguaje que se niega a decir con precisión dónde empieza o dónde puede cerrarse definitivamente el relato.  Más que por la disposición exacta del tiempo, los personajes o los acontecimientos, la novela puede ser reconocida por su capacidad de jugar libremente con esas instancias. La coherencia del texto narrativo está dada en la novela por una idea de holom (Palazón Mayoral, 1990) en la que los contrastes, los quiebres, la disimetría, la desproporción o la sobreabundancia son principios de composición tan válidos y significativos como sus opuestos. Hay también en la novela un sentido de lo lúdico, que nos permite entenderla como un acontecimiento estético que, sin abandonar el mundo, se organiza internamente a partir de una dinámica y una suficiencia propias.  Frente a tales circunstancias, la historia –que como la literatura también se configura a partir de la dinámica de la continuidad y la discontinuidad del relato y del tiempo (Ricoeur, 1996) – debe organizar el texto tomando en cuenta otros criterios  de composición: una narración histórica, por ejemplo, deberá  contar, necesariamente, con un principio, un medio y un final y su relación con el tiempo deberá ceñirse a ciertas disposiciones marcadas por el tiempo cronológico. 
Por otro lado, no sería tan pertinente para la historia como para la ficción indagar en la interioridad o en la intimidad de sus personajes, o en aspectos de su subjetividad tales como el deseo o los sueños.  Aún en aquellos trabajos donde la vida del colectivo, sus quehaceres, sus modos de comportarse, sus vicios o sus pasiones son parte importante del relato histórico, la intención del historiador, su aspiración a contar lo ocurrido, así como los recursos, el material y los procedimientos específicos que utiliza para tal fin, serán elementos que podrán, entre otros, medir la distancia entre lo que significa hacer historia y lo que comprende hacer literatura.
Aun partiendo de la idea de que en lo relativo a los vínculos entre la historia y la literatura no se deben establecer criterios definitivos sobre tales relaciones, dado que ello impediría proponer una discusión abierta y negaría la pertinencia de un trabajo interpretativo, que tome en consideración la problematicidad que caracteriza los vínculos entre ambos discursos, es también conveniente que, al momento de plantearnos en qué medida esos discursos se acercan o distancian, tengamos  en cuenta de qué modo escribir historia es una experiencia distinta a la de escribir una novela, por ejemplo.  Hasta en aquellos casos en los que una y otra formas de la escritura se refieran a los mismos acontecimientos o personajes, siempre encontraremos elementos que nos dejen ver  cómo la historia y la novela, sin ser del todo lo mismo, son capaces de referirnos iguales acontecimientos, pero de un modo distinto.

ENTRE LA HISTORIA Y LA FICCIÓN, LA NOVELA HISTÓRICA

Quizá sea la novela histórica la experiencia narrativa que mejor escenifique esa dinámica de acercamientos y distanciamientos que establecen la historia y la ficción. A partir de la libertad imaginativa, creativa, que el estatuto novelesco le confiere, y profundizando en la naturaleza dialógica que la define  -recordemos que para la novela el diálogo será una forma primordial de abordar la historia, de explorar y profundizar en un tiempo y en una tradición que se actualizan y cobran vida libremente– la novela histórica incorpora tiempos, espacios, personajes y variadas versiones acerca del pasado, en un juego artístico  de considerables alcances estéticos e interpretativos. Es, entre otros, la naturaleza híbrida del género aquello que permite a la novela histórica explorar con toda independencia o autonomía las inmensas posibilidades que ofrecen los discursos a partir de los cuales se configura. El carácter narrativo y la experiencia temporal que comparten la novela y la historia (Ricoeur, 1996), y aún sus propias diferencias, llevan a que esa aventura estética llegue a pensarse como  el resultado de un entrecruzamiento dialógico, en el cual ambos discursos llegan a encontrarse, diferenciarse y aún complementarse. Dice Bajtin:

Dos discursos dirigidos hacia un mismo objeto, dentro de los límites de un contexto, no pueden ponerse juntos sin entrecruzarse dialógicamente, no importa si se reafirman recíprocamente, se complementan o, por el contrario, se contradicen [...] no pueden estar uno al lado del otro como dos cosas; han de confrontarse internamente, es decir, han de entablar una relación semántica (Cit. Zavala,1991:51).

Acaso asignarle  a la historia el oficio o compromiso de escuchar las  “voces ocultas” del pasado como, entre otros, lo hizo Michelet, le da mayor sentido ético e histórico a esa experiencia novelesca, en la medida en que la “dominante estética” (Jakobson, 1971)  que la define, sumado a la incorporación  del discurso histórico en el texto, corre a la par de un propósito reflexivo, interpretativo, que particularmente en Latinoamérica, tiene un efecto de extraordinarios alcances desde las primeras apariciones de esa forma de novelar hasta nuestros días.
Al Paul Ricoeur referirse a aquellos “entrecruzamientos” que, en efecto, ocurren entre historia y ficción, no hace más que plantear una relación de intercambio entre lo que caracteriza a la historia y lo que define al discurso de ficción (Ricoeur, 1996). La novela histórica se encarga de llevar a la experiencia estética tales rasgos de forma tal, que lo que ha sido considerado como uno de los aportes fundamentales de la llamada “nueva novela histórica”, en nuestro continente (Menton, 1993) –a saber: la revisión y reinterpretación crítica “de aquellos momentos vedados y velados por la escritura canonizada” (Daroqui, 1990) – es un asunto que, en efecto, ocurre al vincular en la novela tales discursos.
           Si bien pudiéramos hablar de que en la novela histórica, particularmente en la moderna, la problematización de la historia es un aspecto que llega a ofrecer otras formas posibles de interpretar el pasado, debemos igualmente atender a  cómo la novela histórica propicia así mismo una mirada crítica a la tradición narrativa de la cual proviene; originalmente el género novelístico apareció como una representación  cuyos principios de composición y su mirada al mundo intentaron  invertir o desconstruir los modelos tradicionales con los que  hasta ese momento  la realidad se había contado. Luego, la metareflexividad y el distanciamiento de la tradición característico de la novela histórica, es un rasgo natural a su propia constitución; tendencia que, entonces, se manifestará no sólo en relación con el discurso o la tradición histórica, sino también en relación con la misma tradición literaria.
            Al pensar en la novela histórica, como en efecto han hecho algunos críticos latinoamericanos, entre ellos Noé Jitrik  (1995), como una gran pregunta a propósito del  origen o identidad del ser latinoamericano, debemos observar que la misma se ha formulado de distintas formas a lo largo del tiempo y que  ha motivado diversas respuestas que no han cerrado las posibilidades de seguir indagando en ella. Particularmente en nuestro continente esa pregunta parece haber encontrado en la confluencia de la historia y la literatura que la novela provoca una fuente fundamental de preguntas y respuestas, siempre distintas, naturalmente históricas.
En la novela histórica, particularmente en la contemporánea, la intención original de la historia –el conocimiento del pasado, en función de las necesidades y expectativas del ser humano– adquiere otro horizonte, quizá más amplio que aquél cuyos límites han sido trazados por el conocimiento o la intención epistemológica, en la medida en que el texto literario procura la reproducción “viva” y “artística” (Bajtín, 1982) de las voces de sus personajes.
La   lectura de la novela histórica ofrecerá, también, un acercamiento a  la noción de  verdad que no podemos dejar de vincular con el principio de determinación de verdades en torno al pasado que define a la historia. Sólo que la naturaleza de la verdad del arte (Gadamer, 1999) se gesta en la experiencia de una búsqueda, demorada y compleja, en la que la certeza y la incertidumbre promueven una paradójica coexistencia. 
No ha sido  la novela histórica una práctica, moda, o tendencia sencilla de despachar mediante interpretaciones maniqueas que han querido verla  como un instrumento que ha procurado  exaltar o, en su defecto, borrar de un plumazo su fuente referencial más importante: la historia. La dinámica con la que hemos intentado comprender esa representación estética e histórica del pasado nos lleva, más bien, a pensarle como una escritura  híbrida, lúdica y arriesgada  que ciertamente lleva al lector a aventurarse en la  experiencia de un  tiempo que, lejos de ocurrir, correr y extinguirse, perdura; a manera de sedimento o de huella.

Referencias bibliográficas:
Bajtin, Mijail.  1982. Estética de la creación verbal.  México: Siglo XXI.
Carrillo Pimentel, Margot. 2012. Géneros en conflicto: Historia y literatura.
 Saarbrücken: Editorial Académica Española.         
Collingwood, Robin. G. 1993. La idea de la historia. México: Fondo de Cultura   
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Corcuera de Mancera, Sonia. 1997. Voces y silencios en la historia. Siglos XIX y XX,   México: Fondo de Cultura Económica.
Derrida, Jacques. 1980. Mal de archivo. Madrid: Trotta.
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Domanska, Ewa. 1998. Encounters. Philosophy of History after Postmodernism.
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Fernández Prieto, Celia.  1998  Historia y Novela: Poética de la novela histórica. Navarra:   Ediciones de la Universidad de Navarra.
Gadamer, Hans-Georg. 1999. Poema y diálogo. Barcelona: Gedisa.
Jacobson, Roman. 1971. “The Dominant” en Reading in Russian Poetics: Formalist 
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Jitrik, Noé. 1997. Historia e imaginación literaria. Buenos Aires: Biblos.
Le Goff, Jacques. 1991. Pensar la historia. Modernidad, presente, progreso. Barcelona:  Paidos.
Menton, Seymour. 1993. Novela histórica de la América Latina, 1979-1992.
     México: Fondo de Cultura Económica.
Palazón Mayoral, María Rosa.  1990. Filosofía de la historia, Barcelona:   Universidad   Nacional Autónoma de México-Universitat Autónoma de         Barcelona.
Ricoeur, Paul. 1996. Tiempo y narración, vol. I, II y III., México: Siglo veintiuno
__________.  1999. Historia y narratividad. Barcelona: Paidós.
White, Hayden. 1992. Metahistoria: La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX.   México. Fondo de Cultura Económica.
Zavala, Iris. 1991. La posmodernidad y Mijail Bajtin, Madrid: Espasa Calpe. Col. Austral.

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