sábado, 9 de junio de 2018

"La deriva entre cotidianidad y referente histórico en la novela Los años de la guerra a muerte" de Luis Javier Hernández





            El trabajo del doctor Luis Javier Hernández, que comparto a continuación,  integra un conjunto de textos que fueron publicados en el año 2014, por Aleph Publishing House de New Jersey. La edición, presentación y compilación estuvo a cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo. Mi agradecimiento al doctor Hernández.  M. S.



Luis Javier Hernández.

La deriva entre cotidianidad y referente histórico en la novela Los años de la guerra a muerte

La novela Los años de la guerra a muerte (2007) de Mario Szichman, parte de la cotidianidad de los personajes, y más aún, de la cotidianidad de un personaje enfermo y hambriento; José Félix Ribas. A partir de los personajes históricos y sus desavenencias personales y políticas se va transfiriendo una circunstancialidad histórica al plano estético a través de una historia narrada que conjunta referencialidad real y ficción literaria como marco de la creación devenida de la reflexión de los personajes; “El general Ribas piensa que nunca un pasado había sido tan creador” (Szichman, 2007: 28). El pasado personal se convierte en la forma de abordaje narrativo de la historia textual, donde los hechos históricos son demarcados a partir de la mirada subjetivada de sus actores, cambiando el rumbo de la perspectiva enunciante que tradicionalmente se mueve del hecho histórico hacia los personajes, al convertirse en memoria ductora de los hechos narrados.
Pero en este caso, la perspectiva desde el personaje imprime una dinámica que abre las posibilidades de la imprevisibilidad, y el azar, se concibe como isotopía desencadenante de una historia más allá de la referencialidad histórica; “El único gesto de nerviosismo que lo delataba al jugar a las cartas era frotar el anillo de compromiso engastado en el dedo anular de su mano izquierda” (p. 38). Simbólicamente, anillo (circularidad) naipe (azar) mano (siniestra), establecen un sistema de representación entre lo sagrado y lo profano, la exterioridad avasallante y el compromiso que lo espera más allá de las fronteras de la guerra. En armoniosa simbiosis conviven los diferentes símbolos que se han ido agregando al personaje que diversifica su significación dentro de la novela.
Y ese azar se homologa a la historia textual e infiere saltos e imprevisibilidades en las vidas de los personajes, rompiendo de esta manera el hermetismo literario que direcciona hacia la heroicidad, y lo lúdico asoma un extremo contrario a lo exasperantemente ético que roba la acción humana y sensible de los protagonistas del proceso independentista; “De esa manera, piensa el general Ribas, la historia se hace y vuelve a hacer en cada reparto de cartas. Ninguna partida depende de la precedente. No hay situación segura” (p.  38). El reparto de cartas lo podemos relacionar con la manera de contar y recontar la historia diversificada en cada personaje y su rol de enunciante, cada contar es una forma de imaginar lo contado, de crear una memoria literaria que explora el referente histórico desde otras perspectivas; “El general Ribas deposita el mazo de naipes a su costado y alza la cadena de oro que rodea su cuello para observar el rostro de su esposa, María Josefa, cautivo en el camafeo”. 
El recuerdo del personaje se convierte en realidad onírica que lo mantiene suspendido entre el sueño y la vigilia adormecida por la enfermedad y el hambre. Sueño-delirio azuzado por las inquietudes de la vida y la incertidumbre frente a la demora del baquiano que lo delatará, y en ese espacio de la disyunción, preconiza su destino; “El general Ribas dormita y sueña. Sueña que el cuello al que iba enlazada una cadena de oro de la cual colgaba un camafeo con el retrato de su esposa se desciñe de sus hombros a golpes de machete que distribuye su verdugo. A su alrededor, los españoles vigilan su sueño” (p. 30). En páginas subsiguientes, Ribas es entregado por su baquiano y decapitado por sus enemigos, y al escenario narrativo ingresa Antonio Nicolás Briceño que “piensa en la mejor manera de traducir a la realidad la furia que ha garabateado en el papel” (p.  48) e instrumento para recuperar la República perdida entre los tumultos y los fusilamientos que llenan la patria de muertes anónimas que acechan las oportunidades de gloria y reconocimiento; “El coronel Briceño se propone devolver el nombre y el apellido a los ajusticiados. También la edad, la profesión, y el lugar de origen. Una muerte impersonal en nada ayuda” (p. 48).
Los decapitados son caricaturizados en dibujos de sus cabezas que hace el poeta Eusebio, la vida republicana es llevada al papel, tal y como es llevada la proclama de la insurgencia, dos formas de antagonizar desde un mismo instrumento discursivo. Al mismo tiempo, significa reivindicar a los ajusticiados que vuelven a morir en los dibujos de Eusebio, puesto que, además de convertirse en una prueba de muerte, son ridiculizados; tal es el caso del Ribas que es dibujado junto al cochino que preparan para el condumio; “Pero en ese cochino con cabeza de hombre el poeta Eusebio había hecho surgir de las sombras un incorrupto animal mitológico” (p.  53). El poeta Eusebio es una figura de la contradicción y la ambivalencia, es poeta y no sabe leer, sólo tiene muy buena letra que se traduce en dibujos; “Era un seminarista muy flaco y alto, de ganchuda nariz y desmañados gestos” (p.  51) Los signos de lo sagrado y lo espectral se homologan en medio de la narración para apuntalar los personajes y sus acciones, así mismo, el coronel Briceño sustituye la jarra de peltre por el copón de la misa en la chimenea de la rectoría del palacio Arzobispal de San Cristóbal, para calentar agua y ser afeitado por su criado. Allí se patemizan los símbolos de lo sagrado, se hacen domésticos y cotidianos a partir de una desacralización que muestra el desplazamiento de un orden o poder por otro. Al mismo tiempo, y mientras se desarrolla el decurso narrativo, Eusebio se convierte en vengador de su familia fusilada; al esculcar las vísceras del sargento ejecutor con un puñal, mientras pinta su rostro, y allí, Eusebio adquiere visos de heroicidad, pues logra su cometido de gloria personal al vengar a su familia, alcanza su objeto deseado y reivindica un honor mancillado por las huestes de la guerra fratricida.
El procedimiento de la recordación a través de los personajes, permite una pluridimensionalidad de la historia narrada en el tránsito de un presente a un pasado y viceversa; los inmolados regresan al decurso narrativo para seguir alentando la trama, que en momentos nos muestra las diferentes posiciones actanciales, de militares, a comerciantes, de familiares a enemigos personales que conviven en medio de la sociedad venezolana, diseminada entre utópicos, pragmáticos, poetas y comerciantes. Donde los poetas, encarnados por Andrés Bello y el seudónimo del Barbero de Sevilla, escribe las crónicas sociales, a la vez, que traduce poemas y obras clásicas. Mientras el hombre de hielo no encuentra posicionamiento para sus proyectos comerciales, en un ambiente que “huele a sangre”. Y comparte su impotencia comercial con el fastidio y las deudas. Cercano a la filosofía, lleva un diario donde deja testimonio de quienes le rodean; “Pero tampoco debo llamarme al engaño. Todos esos jóvenes caraqueños muestran una total falta de empeño. Son indolentes, mentirosos, con tendencias homicidas (…) amantes de los placeres, furiosos jugadores, capaces de arruinar el fruto de varias generaciones en una partida de naipes” (p. 89). Aunque los juegos de cartas funcionan como centros de conspiración, allí se barajan al unísono, barajas y noticias sobre la España y los últimos sucesos encabezados por Napoleón Bonaparte; “Los contertulios vuelven a mezclar las cartas, y la cabeza del príncipe de Asturias se cubre con una aureola, transformándose en el bienamado. Napoleón pierde esta vez la partida” p.  103).
La rigidez del espacio y sus moradores que percibe Stuart, cede paso a lo apocalíptico a través de la figura de Boves; “La corrosión llamada Boves se disemina por la llanura, recuperando terrenos para un monarca español que lo ignora, creando una patria boba que deja a los criollos con la única esperanza de ´sostener el corto país que nos queda´, como dice el general Ribas” (p. 108). Con la llegada de Boves se desata la barbarie, la anarquía aborda el hilo narrativo que se hace ambivalente entre la gloria del caudillo y su condena al fracaso: “Boves viene, pero tiene todas las de perder porque no sabe cómo hacer para detenerse, cómo atenuar la pureza con cierta saludable dosis de cinismo, cómo engatusar a sus seguidores con medallas. Y así avanza Boves, adquiriendo cada vez más territorio, quedándose cada vez más sin patria” (p. 109). Porque Boves dentro de la novela es visto desde una perspectiva heroica y de profunda convicción humana. Cuando no está en el campo de batalla, es la otra cara del enemigo feroz y apocalíptico que ha registrado la historia.
Pero no solamente Boves se queda sin patria, sino también todos los otros personajes de la novela se van consumiendo en su propia incertidumbre y vaivén de la guerra. Casas y hombres y envejecen, lo macilento invade los espacios como muestra de un discurso narrativo que intenta mostrar una cara diferente al tono exaltativo y victorioso de la historia convertida en patria y norma. Se reiteran los montículos y herramientas que denotan una construcción detenida, los remozamientos que esperan como espera la patria una reconstrucción, mientras los actantes se diluyen en sus revueltas íntimas, respondiendo a las circunstancialidades que los obligan a privilegiar sus asuntos personales y sentimentales, donde se abre un peligroso paréntesis para la patria; “El gobierno patriota es un enfermo que se arrastra con dificultad” (p. 118).
Enfermedad dual representada por las acciones de Boves, por una parte, y la peste por la otra; pero en ambas, la muerte sigue siendo un personaje soterrado que ocupa por largos espacios la novela, acrecentando la imposibilidad de lograr los cometidos, haciendo más intenso el suspenso sobre los objetivos trazados por los personajes. Porque la historia textual gira en torno a la disimilitud de las voces enunciantes, donde agentes de la periferia asumen el discurso, se hacen intérpretes de la realidad que reiteradamente es asociada a la dinámica del azar de los juegos de naipes, donde Eusebio, el pintor de los mutilados y decapitados, intenta construir la historia uniendo imágenes; “Eusebio actuaba como el comodín en los naipes, dando sentido a lo que venía desunido de esa historia en perpetuo estado de construcción. Al aferrarse a diferentes figuras, iba cambiando su valor. Y eso generaba otro fenómeno. Las imágenes que iba fijando en el lienzo comenzaban a dictar los próximos pasos de los prohombres, que nunca se quedaban el tiempo suficiente para ser retratados. Como eran perpetuados por Eusebio en ciertos gestos, eso les daba ideas para proceder en el futuro” (p.  123).
En discurso paralelo, retrato e historia comienza a homologar el cuerpo de la patria, “Y así la historia, gracias a Eusebio, comenzó a ser una epopeya de batallas y de éxodos donde los muertos sólo caían en combate. Eusebio eludía las mutilaciones, las agonías del hambre y la sed, el miedo y las desventuras cotidianas, y se concentraba en los rostros de perfil de generales a caballo, o en los rostros de cuarto de perfil de magistrados atareados en firmar decretos con una pluma de ganso. Como de la historia quedaban excluidos los interludios desechados por Eusebio, los generales marchaban de una batalla a la siguiente, y los magistrados, de la rúbrica de una constitución a la jura de una nueva junta de gobierno” (p.  123).
La historia transcurre mediante la metamorfosis de los cuadros de Eusebio, de los bocetos se pasa a los cuadros al óleo, los colores se convierten en fijadores de la imagen que posteriormente se hará perpetua en los anales de la patria; “Los trazos de Eusebio son cada vez más vigorosos y sutiles a medida que sus personajes adquieren más certeza, del poder que detenta”. Atril al hombro, Eusebio se convierte en albacea de los héroes, del cuerpo militar que ofrece a los interesados para luego colocarle el rostro del escogiente; “Los tiempos no son como para arriesgarse con algún semblante en especial. Si maneja las proporciones con cuidado, el retrato podrá servir para un buen número de próceres” (p.  127). El ambiente macilento comienza a tomar rostro e imagen; “Ahora, con el lápiz de carpintero, Eusebio va creando las sombras que darán relieve a los rostros, descuajándolos del anonimato.” (p.  128).
El autor traslada a un personaje foráneo, al comerciante A. J. Stuart, su intención narrativa de desacralizar los héroes de la independencia a través de una cotidianización de los protagonistas y su vida íntima, sacarlos de la utopía épica sobre la cual se han escritos innumerables textos, y diversificado en instancias ético-morales.  De esta manera se establecen dos dimensiones que estructuran la novela, una que ve el proceso desde la ajenidad, y quienes creen en él, como la instancia de la liberación. Y precisamente, arguyendo esas dos instancias o perspectivas, a la ficción literaria se ingresa a través del sueño, y ya lo referimos en párrafos precedentes con respecto al general Ribas. Pero también ocurre con el capitán De Lamanon quien llega a Venezuela a bordo del bergantín francés Serpent, “espera inacabables minutos sentado en un incómodo sillón. Pese a los extraños insectos que revolotean encima de su cabeza, comienza a descabezar un sueño. En el sueño relampaguea. Hay un trueno, y cuando abre los ojos ve a un negro viejo que intenta encender un fanal” (p. 91). En esa locación, entre sueño y vigilia, conoce a A.J. Stuart, la voz de la conciencia narrativa transferida por el autor, y el diálogo se convierte en una demostración acomodaticia de los intereses particulares en tiempos de revolución.
Bajo el seudónimo del Hombre de Hielo, Stuart se convierte en el centro de la narración, no sólo por sus proyectos comerciales, sino por la verticalidad y dureza con que ve el contexto venezolano de la época de la guerra a muerte. Tal y como describe los espacios, personas y ambientes a través de la rigidez y lo estático como interpretación de lo bárbaro. Y allí se redunda en el conflicto entre Antonio Nicolás Briceño y Simón Bolívar por el procesamiento de índigo en las tierras de Briceño, pero al mismo tiempo, sobre la cobardía del coronel frente a una víbora que mata Stuart con una magistral valentía; “La naturaleza odia la artritis, piensa el Hombre de Hielo. Sólo sobrevive lo flexible. Las mejores armaduras son aquellas fabricadas con piezas movibles” (p.  99).
En el transcurso narrativo inserta situaciones adversas a Bolívar, personaje que aparece desvestido de los ropajes de la gloria y la admiración, allí aparece reflejado lo que reseña la historia sobre la relación entre Bolívar y Miranda, o las cavilaciones de Andrés Bello sobre el “alocado que dirige los insurrectos”; “Los sentimientos de Andrés Bello eran encontrados. Por un lado sentía alivio al desenmascarar al atolondrado que tantos males habían traído a Caracas. Pero por el otro lado, pensó que su lejanía de la tierra natal frustraba sus deseos de venganza. Era muy difícil matar a alguien en efigie”. (p. 60). Lo mismo ocurre con las cavilaciones de Antonio Nicolás Briceño en  inquina contra Bolívar y del Castillo, al querer modificar la Proclama de Guerra a Muerte, de suavizarla y pretender la autorización del Congreso general de la Nueva Granada, cuando la patria no necesita de sutilezas, sino de acciones que deparen verdaderos resultados; “La patria es esclava y en la noche de la esclavitud no hay paz, no hay honra, no hay amor, no hay vida, piensa Briceño, mientras pone el despacho firmado por Bolívar en el centro de la mesa” (p. 173). Este personaje sirve de cuestionador de la actitud del Libertador frente a la guerra y sus decisiones ejemplarizantes, lo que produce un desplazamiento del centro de la referencialidad histórica, y otros personajes asumen la vocería narrativa, tal es el caso, de José Félix Ribas.
Pero además, Antonio Nicolás Briceño aparece como un personaje deformado por la obstinación de hacer pagar con sangre el daño que los españoles han causado en Venezuela, y de alguna manera, lo ridiculiza al condenar a dos ancianos que contravienen en principio las disposiciones de la Proclama de la Guerra a Muerte en cuanto a los ascensos en base a las decapitaciones comprobadas de españoles, y luego, son tomados como escarmiento para los españoles-europeos que no se plieguen a la causa republicana. Situación por demás irónica, puesto que dos ancianos que no representan ningún peligro, van a ser inmolados injustamente, y allí todo perfil ético se diluye en medio de la injusticia, aún más, cuando la cabeza de unos de los ancianos es mostrada al comerciante Stuart para que la conserve en hielo. Y en la reacción Manuel del Castillo, segundo jefe de las fuerzas de la Nueva Granada, cuando recibe la cabeza del anciano, y una carta escrita con la sangre de la víctima. Así mismo, en la de Simón Bolívar, quien también recrimina la conducta de Briceño, quien sufre el mismo destino de sus ajusticiados al ser capturado y llevado a Barinas, donde es fusilado y luego decapitado.
Porque a través de las acciones de patriotas y realistas, la novela va ciñendo a partir de la violencia infringida, una especie de paralelismo entre los dos bandos en pugna, no exceptuando a ninguno de su responsabilidad; “tal vez no son tan puros. Tal vez el fanatismo es impostado, teñido de sarcasmo, matizado de intrigas, llenos de grandilocuencia y de piedad entre bastidores” (p. 202). Allí se establece una forma de teatro que es visto desde la distancia del narrador, quien no se siente identificado con ninguno, sino con la trama textual que se desarrolla a partir de personajes que giran alrededor de la figura de Bolívar, pero no necesariamente a través de su égida. Son los personajes que sobreviven en un mundo de brega a través de su arrojo y coraje, al mismo tiempo, que imponen sus propias formas de sobrevivencia, su microfísica del poder que los sostendrá en un mundo donde las circunstancias cambian en un golpe de azar, o una mano de naipes.
La perspectiva de la historia textual que hemos venido refiriendo, tiene una finalidad óntica, al pretender devolver a los seres su nombre, y desde allí, su espacio de significación y representación a partir del autoreconocimiento en la acción trascendente que significa la guerra y la libertad de la patria, que comienza como una revuelta interior, y posteriormente se hace colectiva; al mismo tiempo, se hace decreto y proclama para resarcir los cuerpos mutilados y dispersos, que representan la patria en desbandada; “Y ahora que la tarea filosófica está concluida, es el momento de pasar a la acción” (p. 50). Porque durante toda la novela se insiste en la sinonimia entre cuerpo humano y República, los cuerpos mutilados en homonimia con la patria desmembrada, por cuanto, uno de esos cuerpos logre la unidad, el otro también recuperará la totalidad y organicidad de sus miembros, tal y como queda expresada en la metáfora que simboliza la finalización de la batalla de la Victoria; “El telón va bajando. La ciudad de la Victoria se va plegando sobre sí misma como un hombre que se acurruca en su poncho para echarse a dormir”. (p.  189).
Porque el sueño recurre nuevamente en las postrimerías de la novela como isotopía determinante, y aparece justamente vinculado a José Félix Ribas, “que ha renunciado a dormir desde hace unos cuantos días, como si se hubiera quedado sin párpados, comienza a imaginar” (p.  257); porque Ribas y su presunción onírica es el centro del decurso narrativo que bordea otras situaciones y personajes, pero siempre vuelve a este personaje para amalgamar su perspectiva ficcional. Con Ribas comienza la novela, con Ribas leyendo su propia muerte en la Gaceta de Caracas, termina. Allí se recrean los momentos de la captura del general Ribas, traicionado por su baquiano e imbuido “en el centro de la nada y carece de coordenadas” (p.  271). Donde la nada representa la ficción y su desdoblamiento en imaginación que trasciende el hecho histórico y lo hace expresión estética, imbricación de planos narrativos que develan las disímiles personalidades, que bajo una conciencia narrativa, esculcan los años de la guerra a muerte, mediante el paralelismo textual de la historia y la ficción, la vida y la muerte, o más bien, el sueño y la vigilia: “´Ya ha pasado el tiempo de mi muerte´ decidió en ese momento el general Ribas. Y ajustándose el gorro frigio sobre su frente se arropó en su pesada capa de lana y se echó a dormir”. (p. 272). Muerte histórica y resurrección estética del personaje base de la historia textual, nos corrobora que las verdades y perspectivas del autor-texto están envueltas en los halos de la ficción, y mediante la mudanza e intercalación de dos pieles que se convierten en realidad y espejismo como perspectivas cómplices, procedimientos artísticos para abordar un hecho histórico del proceso independentista venezolano.




No hay comentarios:

Publicar un comentario