domingo, 9 de octubre de 2016

“After Dark, My Sweet” Si Dostoievski no hubiera existido, Jim Thompson lo hubiera inventado


Mario Szichman

“Como los filmes de Clint Eastwood, su obra nutre
a la clase baja rural, a camioneros, venidos a
menos, psicópatas, y profesores de literatura.
Jim Thompson es uno de los mejores narradores
norteamericanos.También el más aterrador,
pues ha hecho un pacto con el diablo”.
The New Republic




Jim Thompson era un maestro de las descripciones. De un sitio en decadencia, decía que tenía algo muy triste: “recordaba esos hombres pelados que peinan los cabellos de sus costados a través de la coronilla, para disimular su calvicie”. También era un maestro de la narración en primera persona, la más difícil cuando se trata de crear un personaje verosímil. Basta leer The Killer Inside Me, protagonizada por el sheriff Lou Ford, o Pop. 1280, que tiene como personaje principal a Nick Corey, un corrupto alguacil. Antes de asesinar a sus víctimas, Ford las mata literalmente de aburrimiento con sus frases hechas. Y Corey exhibe un humor rabelesiano, que hace brillar sus episodios más sombríos. En esas deascollantes obras, se hallan taquigrafiados todos sus temas. Y en Pop. 1280, figura el párrafo que concreta su escalofriante filosofía. Lo enuncia  el alguacil, quien aprovecha su cargo y su falsa candidez para vengarse de quienes lo han humillado: “Me estremecí pensando lo maravilloso que había sido nuestro Creador”, dice Nick Corey, “al elaborar cosas tan horrendas que un asesinato parece insignificante en comparación”.
Cuando entrevisté a Arnold Haino, editor de Thompson en Lion Books, me dijo que al llegar a la parte de The Killer Inside Me donde el sheriff asesina a un adolescente para impedirle revelar un secreto capaz de incriminarle, estuvo dos noches  sin dormir. Lo mejor del caso es que Thompson no describió el estrangulamiento del joven en una celda, solo sus consecuencias.
Thompson no usaba la primera persona para ofrecer una versión peculiar, sino dos diferentes de un mismo episodio. Los individuos encargados de narrar sus tribulaciones solían ser esquizofrénicos. Oscilaban entre la perpetua confusión y una gran sabiduría para desentrañar la mente de un psicópata.
El novelista y crítico literario Geoffrey O´Brien se preguntó en cierta ocasión cuáles habrían sido las reacciones de los primeros lectores de Thompson tras iniciar la lectura de una de sus novelas, esos paperback originals que se vendían en quioscos de periódicos a 25 centavos de dólar el ejemplar. Los libros de la prodigiosa industria del pulp, tenían las consabidas portadas eróticas, y descarados blurbs, citas de promoción de este calibre: “Usó dos mujeres para satisfacer sus brutales deseos”, o “´Ámame ahora, págame después´. Con esa frase, ella lo atrajo a la trampa más antigua del mundo”.
Dispuesto a pasar algunas horas de sano escapismo, decía O´Brien, el comprador de la barata novela comenzaba a leer, seducido por el folklórico humor del narrador, y el énfasis de sus frases. “Y cuando creía que se hallaba a punto de descubrir la verdad acerca de un asesinato, un robo, un secuestro, caía a través de un hueco en las profundidades”, añadía O´Brien. “No eran las profundidades de una ciudad, sino de una mente. Y nadie era capaz de ofrecerle un pasaje de retorno”.
Uno de los mejores especímenes de la prosa de Thompson es William “Kid” Collins, protagonista de “After Dark, My Sweet”. Collins es un exboxeador transformado en un vagabundo, tras escapar de un asilo para enfermos mentales. Ya en los primeros párrafos nos recita su historial médico, que más bien recuerda un prontuario:
“William (´Kid´) Collins: rubio, muy apuesto, muy vigoroso, ágil. Escasas o inexistentes tendencias criminales, dependiendo de factores ambientales … Collins es amable, cortés, paciente, pero puede convertirse en un ser muy peligroso si lo provocan”.
Ese historial es, también la trama de la novela. Collins solo desea que otros seres humanos sean “amables y corteses”. No pide nada más, que sean “tan amables y corteses como yo soy con ellos”. 
Pero no todos han advertido sus atributos personales. Y suelen pagarlo muy caro. El dueño de un roadhouse, un albergue de carretera, es el primero en equivocarse con el protagonista. Confunde su amabilidad con estupidez, se burla de él, y tras servirle dos cervezas le ordena que se marche del lugar. Collins no entiende su reacción, y cuando el mesonero lo agarra de la camisa, el protagonista le da una paliza tan fuerte, “que me hizo doler la muñeca”.
Quizás Collins debería haberle explicado al bartender que su carrera de boxeador había concluido tras matar a golpes a un rival, The Burlington Bearcat. (Thompson nunca olvidaba recompensar a su legión de lectores con esa clase de antecedentes. Siempre existía un ser timorato, retraído, que en algún momento ingresaba a una caseta telefónica, y emergía transformado en Superman).
Ofrecer detalles de la personalidad de Collins es como revisar un manual de psiquiatría. Thompson, quien era alcohólico, no era ajeno al ingreso en hospitales para enfermos mentales. Y su erudición se transmutó en su prosa. Observar las tímidas, desmañadas actitudes del protagonista, o detalles de la manera en que enfrenta la vida, subrayan lo enunciado por O´Brien.
El lector se siente apenado leyendo las vicisitudes del exboxeador. La descripción de ciertas escenas causa vergüenza, incita a huir del lugar. Por ejemplo, Collins carece de la sutileza suficiente para entender un chiste. Y lo peor es que pide explicaciones.
Es así, inmerso en una situación enojosa, que conoce a Fay, una bella, joven viuda, inteligente, de una mente brillante –al menos mientras está sobria. Cuando se emborracha, su lenguaje, como dice otro de los héroes de Thompson, podría cubrir cinco millas de inscripciones en baños públicos.
Fay cuenta un chiste, Collins no lo entiende, y Fay cree, erróneamente, como antes el mesonero, que está en presencia de un idiota. El problema es que, en tanto el mesonero quiere librarse de él, Fay considera a Collins el perfecto fall guy. La mujer está planeando con su socio, “El tío” Bud, el secuestro del niño de una familia adinerada.

Jim Thompson con Robert Redford

Thompson, que a sus conocimientos de psicología –y psicoanálisis– añadía los de periodista, y había pasado décadas frecuentando seres fuera de la ley, creó en “After Dark, My Sweet” una singular versión del subgénero del secuestro, quizás tomando como modelo a No Orchids for Miss Blandish, de James Hadley Chase.
La captura del niño no solo empieza mal –al principio Collins se equivoca de niño– sino que el secuestrado es un diabético, y sin insulina, morirá en pocas horas. El suspenso cambia de objetivo. La acción de la policía pasa a segundo plano; el interés enfila hacia el niño.
Se trata de otra eximia creación de Thompson, y una de las más difíciles, pues en el territorio de la literatura, con la excepción de Dickens o del protagonista de La isla del tesoro, o Lord of the Flies, de William Golding, los niños suelen ser muy difíciles de caracterizar.  En este caso, la relación de Collins y Fay con el niño alterala ecuación, se pasa del melodrama a la tragedia.
Teniendo en cuenta la violencia del exboxeador, siempre al acecho, y los cambios de humor de Fay, dependiendo de la cantidad de alcohol que ha ingerido antes del mediodía, la tensión se acrecienta a cada página. Y está el tercero –más en discordia que en concordia–, el “Tío” Bud, urdiendo un plan para quedarse con el dinero del secuestro. 
El “Tío” Bud es otra gema de personaje que Thompson brinda al lector. Es un ex policía dado de baja por su propensión al delito. Su temperamento se expresa en sus monólogos y en un lenguaje vernáculo.
Thompson tenía un bagaje cultural muy sorprendente para alguien que también había sido un drifter, un vagabundo, durante la época de la Depresión. Su escritor favorito era Jonathan Swift, el autor de Los Viajes de Gulliver. Prefería la sátira al drama, y le apasionaban los dramaturgos griegos. De allí que la tragedia siempre sobrevuela en torno a sus personajes. En el caso de Collins, observamos su transformación de un balbuceante pelele en un ser que inventa maneras de proteger al niño. Hay una escena donde le administra insulina, que vale por varias novelas.
Solo “Uncle” Bud prefiere ver al niño muerto. Tanto Collins como Fay desean salvarlo. Pero el ex boxeador sabe que la única manera de defenderlo, es pretender que lo desea muerto. De esa manera, Fay se encargará de él. Para eso, inventa una subtrama que convierte a Collins en el cordero para el sacrificio.
En la mayoría de sus 29 novelas, Thompson firmó un pacto con el lector. Le ofrecía entretenimiento, escapismo, pero también tragedia pura, aunque encubierta de ironía, bromas, un humor chabacano. A cambio, el lector debía aceptar naufragar en un mundo donde no había pasaje de retorno.


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