domingo, 24 de abril de 2016

La ética de Sam Spade


Mario Szichman





El innominado detective de Red Harvest (Cosecha Roja), la novela de Dashiell Hammett, designaba como “Poisonville”, ciudad venenosa, al lugar donde iba a desfacer entuertos, aunque su verdadero nombre era mucho más neutral: Personville.
La primera vez que hacía una recorrida por la ciudad, el detective descubría que uno de sus policías necesitaba una buena afeitada, el segundo tenía desabrochados dos botones de su raído uniforme, y el tercero dirigía el tráfico con un cigarro encendido en un costado de la boca. “Luego de eso”, decía el detective, “dejé de contemplarlos”. 
De las novelas de Hammett me gustan más Red Harvest  y The Glass Key (La llave de cristal) que El halcón maltés, su texto más famoso. Es la novela más recordada de Hammett gracias a la interpretación que hizo Humphrey Bogart de su protagonista, Sam Spade. Nunca entendí su ostensible comienzo. Hammett siempre permitía que la narración, y especialmente el diálogo, dibujaran el rostro y los gestos del personaje. ¿Qué sabemos del detective sin nombre de Red Harvest? Que es brillante en sus diálogos. ¿Y de los protagonistas de The Glass Key? Básicamente, que un jugador y racketeer Ned Beaumont, siente una gran devoción, casi homoerótica, por su jefe, un corrupto político llamado Paul Madvig, y se propone investigar el asesinato del hijo de un senador en un intento por frenar una guerra entre pandillas.
En ambos casos, no interesa el aspecto de los personajes. Cada lector puede asignarles el rostro o los manierismos que se le antoje. Eso es imposible en El halcón maltés. Hammett le impone a Spade un rostro, y algunos gestos. He aquí el comienzo de la novela: “La mandíbula de Samuel Spade era prolongada y huesuda, su mentón formaba una sobresaliente ´V´  bajo la ´V´ más flexible de su boca. Sus orificios nasales se curvaban para formar otra ´V´ más pequeña... Parecía un solícito satán rubio”.
Hammett, sin duda alguna, era un maestro. Es posible que pensara en sus novelas como un anticipo de su transferencia al cine, algo que hizo con mucho éxito. Y esa descripción del rostro de Sam Spade no parece dirigida al lector, sino al director de un filme, o a sus guionistas. Por supuesto, el intento falló. Humphrey Bogart no era un satán rubio. No había ´Ves´destacadas en su semblante. Existe otra posibilidad: tal vez Hammett quiso exhibir a través de Sam Spade una persona que contrastara con los huidizos personajes de sus previas obras, y alejarse, además, de sus incómodos comienzos.
La profesión inicial de Hammett fue la de detective en la Pinkerton National Detective Agency. Si bien Pinkerton diseñó su fama cuando anunció haber desmantelado un complot para asesinar al presidente electo Abraham Lincoln, en febrero de 1861, en Baltimore, su tarea principal fue romper huelgas y perseguir a sindicalistas entre fines del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Muchos empresarios e industriales contrataron a Pinkerton para infiltrar sindicatos, proveer guardias de seguridad, e intimidar a trabajadores. Y uno de los más brillantes, e implacables operativos de Pinkerton, fue justamente Hammett.
En un excelente artículo en The Times Literary Supplement, Oliver Harris analiza varios libros sobre el private eye en la ficción y en la realidad, y dice que Hammett alcanzó en Pinkerton “una envidiable reputación como rompehuelgas y encargado de vigilar” a sindicalistas”. Ya en su primera novela, Red Harvest (1929), se destacaba “su excepcional riqueza de detalles en la presentación de conflictos laborales y corrupción local en Poisonville”. Y con buenas razones. El novelista participó en la lucha contra un sindicato de mineros que declaró una huelga en 1920. Hammett basó el plot de Red Harvest  en esa huelga. En cuanto a El halcón maltés, muestra la experiencia de Hammett en materia de corrupción política, violencia en el sector industrial, y la rutina cotidiana de un agente.  
Uno de los libros comentados por Harris es The Lost Detective, de Nathan Ward. Se concentra en los primeros años de la vida adulta de Hammett, cuando el narrador emergió de la crisálida de la tarea detectivesca y se dedicó al oficio de escritor. Hammett empezó en Pinkerton muy joven, en 1915, a los 21 años de edad. Abandonó la agencia en 1922, a los 28 años, cuando publicó su primera novela. Ya para ese momento, nada más podía aprender en materia de investigación.
En ese lapso, dice Harris, “Pinkerton le brindó el conocimiento de calle necesario para destacarse entre varios competidores menos creíbles”.  Y algo más, que pocos han tomado en cuenta: un estilo de narrar.

En Franz Kafka. The Office Writings (editado por Stanley Corngold, Jack Greenberg y Benno Wagner), se esboza la tesis de que, lejos de desdeñar y odiar sus tareas profesionales, Kafka se nutrió de ellas. Sin esas labores, tal vez hubiera existido Franz Kafka el escritor, pero no el Kafka que conocemos, ni el término “kafkiano”. El autor de La metamorfosis no parece haber sido un escritor atormentado, sino el amanuense de un importante funcionario de una aseguradora de Praga. La compilación de estos trabajos de oficina —disertaciones, petitorios, reportes— es en sí misma kafkiana porque la burocracia moderna es kafkiana. Un artículo del abogado Franz Kafka titulado “Medidas para evitar accidentes de trabajo en máquinas de aserrar madera” fue aprovechado por el escritor Franz Kafka para redactar uno de sus mejores relatos: “En la colonia penitenciaria”. El estilo impersonal que muestra el escritor en sus mejores creaciones es una transcripción fiel de sus textos burocráticos. “El Instituto presenta con todo respeto las siguientes conjeturas sobre las actividades delineadas en el informe del año pasado en relación a la introducción de ejes de seguridad cilíndricos y con respecto al equipamiento de ejes cuadrados con solapas metálicas en máquinas aserradoras de madera”, dice el primer párrafo del texto. ¿Cuántas de esas introducciones formales no preceden a cuentos como La construcción de la Muralla China, o el Informe para una academia, o Un artista del hambre?
Revisando esos trabajos que Franz Kafka escribió en sus horas de oficina, aflora de inmediato la veta kafkiana. Cualquiera de ellos, con apenas una breve edición, parecen escritos no por el abogado Kafka, sino por su demonio. Y como el genio parece ser la concreción de muchas faenas previamente a medio hacer, podemos presumir que Kafka no fue el único que usó ese estilo kafkiano, sino quien logró darle una mejor manufactura. Borges no estaba descaminado al decir que Kafka había engendrado textos previos, legalizado esos precedentes.
Del mismo modo en que la escritura de Kafka es, en parte, resultado de su trabajo en una aseguradora,  Pinkerton no solo dio a Hammett los conocimientos “de calle” para concretar su tarea, también lo entrenó en su escritura. “Los informes para los clientes tenían que satisfacer las expectativas de laconismo y ´objetividad´ alejada de lo sensiblero”, dice Harris. El novelista abandonó el colegio cuando tenía catorce años de edad. Su verdadera escuela fue la redacción de esos informes. Y al parecer, se sentía orgulloso de su destreza en la escritura, pues su reputación creció en base a esos resúmenes.
Ward, el autor de The Lost Detective, compara los comienzos de Hammett con los de Ernest Hemingway, señalando la influencia que tuvo el periódico The Kansas City Star en su formación.
No hay nada como el periodismo para aprender a escribir y, especialmente, a ejercitarse en la tarea observando al resto de los seres humanos y sus curiosos avatares personales. Un jefe de redacción arrojará a la basura toda crónica donde se sospeche la mínima intromisión del periodista en el episodio.  (Es también, un ejercicio en humildad).
Raymond Chandler no fue periodista ni empleado en una aseguradora, pero tuvo también un background que le permitió escribir prodigiosas novelas policiales. Como alto ejecutivo de una empresa petrolera, debió escribir informes escuetos, precisos, carentes de todo sentimentalismo. Y cuando en El simple arte de matar, mencionó a Hammett, lo ubicó junto al poeta Walt Whitman en la persistente lucha librada contra el artificio. Dijo que ambos habían participado en una “revolucionaria demolición, tanto del lenguaje como del material de ficción”. 

LA TRANSFIGURACIÓN DE HAMMETT

Una anécdota que Hammett solía repetir a sus familiares era que en cierta ocasión, mientras trabajaba para Pinkerton, le ofrecieron cinco mil dólares por asesinar a un agitador izquierdista. La escindida personalidad de Hammett, la misma que luego asignó a sus detectives, especialmente a Sam Spade, se enorgullecía de haber sido considerado apto para cometer un homicidio. Al mismo tiempo, se sentía avergonzado y culpable. ¿Tan bajo había caído? En vez de fusionar esa contradicción, la transformó en uno de los elementos de sus novelas.
En cuanto a su vida personal, el vuelco fue drástico. Hammett abandonó Pinkerton, y además de ponerse a escribir, se hizo comunista. John Walton señala en The Legendary Detective que esa combinación de amoralidad en la lucha por la vida, y el anhelo de justicia, crearon al moderno Private Investigator, un caballero andante en constante búsqueda de expiación.
Doctor Jekyll and Mr. Hyde es una divisoria de aguas, porque después de la narración de Robert Louis Stevenson es muy difícil separar el bien del mal de un personaje. Quien mejor pueda trabajar la ambigüedad de la naturaleza humana, creará personajes más perdurables. Hammett dio al Private Investigator indelebles atributos gracias a sus comienzos como detective. En muchas ocasiones, es un ídolo con pies de barro. Ese perdurable cinismo, fraguado en diálogos perfectos, es una coraza que suele encubrir un pasado deshonesto. Inclusive el hecho de que Hammett haya permitido a su héroe transformarse de anónimo agente en un ser con nombre, apellido y un rostro demasiado explícito, es otra coraza más. Las partes entre un agente rompehuelgas, que consigue buena parte de su información gracias a delatores, y un detective privado que se enfrenta solo a los presuntos defensores y violadores de la ley, nunca logran fusionarse.
Spade trata de evitar toda complicidad en una sociedad donde nadie se salva de la corrupción.  Superman, Batman, son seres de una pieza, convencidos de la diferencia entre el bien y el mal. La mayoría de los detectives del noir, se ven obligados a defender sus valores en un mundo sin valores. En ocasiones, necesitan aprender cuales son los valores que es inevitable defender. La única coartada que les queda es defender su honor.  Ni siquiera las damiselas en desgracia, como ese incomparable monstruo de codicia y de seducción que es Brigid O’Shaughnessy, merecen ser rescatadas de la silla eléctrica. La indiferencia de Sam Spade ante la suerte de la mujer, es el clímax de un género que sólo encontró el esplendor identificando las fallas de un ídolo caído.




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