miércoles, 25 de marzo de 2015

La obligación de leer incluye también el derecho a no leer

Mario Szichman


Siempre necesitamos que una autoridad nos autorice, y eso incluye también el territorio de la lectura.
Es suficiente que alguien se desviva en elogios por un texto y me sugiera (o me ordene) que es imprescindible leerlo para que me niegue a leerlo. No solo me ha ocurrido con novelas contemporáneas, que en un 90 por ciento son deleznables, sino con grandes clásicos como Los Miserables, cuya lectura sigue siendo para mí una tortura. En fecha reciente compré una nueva edición de Los Miserables en libro electrónico. Es una edición abridged, resumida. Y el benévolo editor explica por qué han sido extirpados capítulos y partes enteras. Tal vez en esta ocasión tenga suerte, y pueda finalmente leer la obra maestra.  
No me atemorizan los textos que superan las mil páginas. Leí La guerra y la paz, en más de una ocasión, y me devoré A la búsqueda del tiempo perdido. Demoré exactamente un año en leer esa novela, entre 1979 y 1980. Y vuelvo asiduamente a ella. No sé si Bertolt Brecht o Walter Benjamin señalaban que la novela de Proust era una especie de umbral para el narrador. No se podía seguir escribiendo de la misma manera tras leerla. Vladimir Nabokov decía que era como un prolongado cuento de hadas. Una actriz de Hollywood, muy bella, muy inteligente, asegura que necesita releerla al menos una vez cada dos años, y sospecho que ella no requiere otra lectura en su vida. (Creo que el otro umbral fue diseñado por William Faulkner. Como en el caso de Proust, hay un antes y un después para los narradores. Nadie que haya leído a Faulkner puede escribir ignorando su prosa y sus personajes).

Recién pude leer Don Quijote cuando descubrí una edición de bolsillo de Aguilar, una joya de encuadernación, con páginas de papel cebolla y un aparato crítico ameno y enormemente instructivo. El problema con el Quijote es que han pasado 400 años desde su publicación, y en ese período, el castellano ha evolucionado no solo en España sino en el mundo hispanohablante. Cervantes habla de fermosura, y nosotros de hermosura. ¿Quién sabe en la actualidad en qué consiste una comida llamada “duelos y quebrantos”? (Es un revuelto de huevos con torreznos o tocino frito). ¿Cuántos lectores están enterados de la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega  que anima muchas páginas de Don Quijote? El incidente en que Rocinante trata de enamorar a una yegua y unos labriegos lo muelen a palos le ocurrió en realidad a Lope de Vega, cuando intentó seducir a una dama y fue agredido, al parecer, por el marido y algunos amigos del marido.  
Faltando el contexto, y abundando el idioma cervantino en refranes que también han caído en desuso, un lector desprevenido muy difícilmente avance más allá de la segunda página. Pero si cuenta con un buen aparato crítico, como la edición de Aguilar antes mencionada, logrará disfrutar enormemente de la mejor novela cómica de todos los tiempos. Y si menciono el caso de Don Quijote es porque hace una década, en el 2005, al celebrarse el cuatricentenario de la publicación de la primera parte de la novela, varios gobiernos de América Latina, entre ellos el de Venezuela, publicaron la novela en ediciones baratas, o simplemente la regalaron. No sé a dónde fueron a parar esos centenares de miles de ejemplares impresos en letra diminuta, pero dudo que hayan conseguido muchos lectores. Sospecho que la intención de esos gobiernos no era difundir a Cervantes sino exaltar su propia munificencia. Despilfarraron un montón de dinero y nada consiguieron.
No es así como se promueve la lectura. En realidad, hubiera sido más provechoso que cada uno de esos gobiernos hubiera lanzado un ukase prohibiendo la lectura de Don Quijote. En esa cuasi secuela de la novela de Cervantes titulada El buen soldado Schweik, su autor, el checo Jaroslav Hasek, narra cómo soldados analfabetos deciden aprender a leer apenas sus jefes prohíben la circulación de periódicos porque en ellos se denuncia los maltratos que la oficialidad comete contra sus subalternos.  
Aprender a leer es toda una técnica, y sin su aprendizaje, la lectura es una continua frustración. No existe un lector más exigente que un niño. Si un niño no encuentra placer en la lectura, abandona el libro. Los libros infantiles perduran mucho más que los libros para adultos, aunque sea en versiones abreviadas. Excepto por La isla del tesoro, o por las novelas de Emilio Salgari, los libros infantiles necesitan de atajos. No todo es interesante en Robinson Crusoe o en Los viajes de Gulliver, y en el segundo caso, hay tanta escatología y una visión tan pesimista del mundo, que los mayores suelen eliminar muchas páginas cuando se trata de recontar las aventuras de Lemuel Gulliver a los menores de edad.  
El niño es mucho más cruel que un adulto a la hora de juzgar una historia. Prefiere la verdad a los buenos modales, y suele amar personajes que pueden ser sanguinarios con sus enemigos y gentiles con las damas, como es el caso del pirata Sandokan.
Pero ante todo, el niño necesita ser absorbido por la historia, vivir, durante algunas horas o días, en otro mundo paralelo, más temible, y más encantado, repleto de peligros y de seres interesantes donde siempre, al final, triunfa la justicia.
Cuando nos volvemos adultos autorizamos a algunos escritores a narrar finales desdichados. Al parecer, algunos creen que ese tipo de final es superior al feliz. Como señala Ansel Dibell en su extraordinario libro Plot, un "final feliz" consiste en aquel que "satisface", inclusive si "termina con virtualmente todos los personajes muertos en el suelo, como en Hamlet".   
Los atributos de un final feliz "consisten en algo adecuado (los personajes parecen haber conseguido el final que se proponían a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso de la novela, para bien o para mal) y definitorio (la resolución de la historia es clara, apropiada y decisiva. Se ha llegado a una conclusión)". En general, la mayoría de los finales terminan con una nota optimista. Nadie tiene ganas de leer una novela policial donde el asesino no termina siendo identificado y capturado, los amantes nunca vuelven a reunirse, o el niño secuestrado jamás retorna al hogar.  
Algunos escritores suponen que un final desdichado es superior al final feliz, pues toda vida concluye en la muerte,  todo joven, con suerte, se convierte en un viejo no muy seductor, y nuestra residencia temporal es un valle de lágrimas. Pero la literatura no ha sido inventada para multiplicar nuestras tribulaciones sino para escapar de ellas. Y si bien eso suena a escapismo ¿qué tiene de malo el escapismo? Recuerdo una aterradora película polaca, Kanal. Era la historia de un grupo de combatientes de la resistencia antinazi que intentaban huir por las cloacas de Varsovia. Todos iban muriendo por el camino. Finalmente, el protagonista encontraba una vía de escape. El espectador empezaba a respirar más confiado. Y cuando creía que el personaje podría emerger del túnel hacia la libertad, descubría que la única salida estaba sellada con barrotes.  
El cineasta francés Jean Pierre Melville hizo también un filme sobre la resistencia antinazi, protagonizada por Lino Ventura y Simone Signoret. Las peripecias también eran horribles. El personaje que interpretaba a Simone Signoret terminaba delatando a sus compañeros, y era ajusticiada. Lino Ventura, junto con otros compañeros, era encerrado en una prisión, y a todos ellos les daban la oportunidad de salir corriendo del lugar. Sus captores, armados con ametralladoras, prometían empezar a disparar luego de que los prisioneros lograran algunos metros de ventaja. Nadie se salvaba. Y sin embargo, era una película optimista, porque se adecuaba, como señala Dibell, al resto de la trama. Los personajes alcanzaban un final heroico que habían buscado a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso del film, y la resolución de la historia era clara, apropiada y decisiva. Eso no ocurría en Kanal. Se le hacía una trampa al espectador ofreciéndole la ilusión de que el protagonista lograría huir, aunque finalmente concluía entre barrotes a escasos metros de la libertad.
Como dice Dibell, "la melancolía no es intrínsecamente más honesta, valiente, o de mayor respetabilidad intelectual que la alegría. Solo se hace creíble en el contexto de una historia en particular. La desesperación puede ser tan trillada y banal como la felicidad".
Decía al principio que siempre necesitamos una autoridad nos autorice. Montaigne, no precisamente el más inculto de los autores, decía en uno de sus ensayos que nunca leía por obligación, sino por puro placer. “Si estoy leyendo y tropiezo con puntos difíciles, no me molesto en continuar la lectura. Si persisto, lo único que gano es perder el tiempo y mi propio yo. Si no lo veo en la primera lectura, menos lo podré observar más adelante. Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo otro”.  
Montaigne me autoriza a abandonar libros tediosos. Inclusive algunos extraordinarios libros se convierten en tediosos a poco o mucho de andar. Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz, tiene una primera parte extraordinaria. El resto es aburrido, un añadido que poco agrega a ese deslumbrante comienzo. Por lo tanto, se puede leer la primera parte, y dejar el resto a los críticos. El tambor de hojalata es otra portentosa novela, pero hacia la mitad, muere la madre de Oskar, el diminuto protagonista, y ahí se derrumba toda la estantería. Tal vez no para otros, pero sí para mí.
Existe en sectores de la cultura moderna una necesidad de sufrir, pero la vida es demasiado corta para sufrirla leyendo libros insufribles. Hay que tener el coraje, y la autoridad moral de Montaigne para decir “Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo otro”, sin dejarse avasallar por aquellos que persisten en convertir nuestra vida en un calvario.





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