miércoles, 4 de marzo de 2015

Vestir al desnudo

Mario Szichman

Francisco Ferdinando de Austria

En El tambor de hojalata, Oskar, su protagonista, señala que debe su fortuito nacimiento a las faldas de su abuela. Y el capítulo que el novelista Günter Grass dedica a la antecesora del héroe se titula La ancha falda. “Mi abuela no usaba una sola falda sino cuatro, una encima de la otra”, recuerda Oskar. “No era que vistiera una falda y tres enaguas. No, se ponía una falda encima de la otra, y las iba cambiando de lugar de acuerdo a un sistema de diaria rotación. La falda que un día estaba encima de todas las otras, a la siguiente jornada descendía un nivel, y la segunda falda se convertía en la tercera”. No voy a arruinarle al lector la trama informándole cómo esas sucesivas capas desempeñaron un rol en el nacimiento de Oskar. Lo cierto es que el futuro abuelo del héroe era perseguido por las autoridades debido a algún delito menor, y solo pudo salvarse de la persecución escondiéndose entre las protectoras sayas de su futura esposa.
El episodio me causó mucha gracia porque en las historias que narraba mi abuelo de sus experiencias como soldado en el ejército zarista siempre la vestimenta desempeñaba un importante papel, en ocasiones salvador. Los pantalones de los soldados tenían en la parte trasera una tela cuadrangular y abotonada. Era muy útil a la hora de hacer las necesidades en el crudo invierno ruso, sin verse obligados a quitarse totalmente la prenda. En cierta ocasión, mi abuelo y sus camaradas debieron emprender una inesperada retirada y fueron seguidos fácilmente por sus enemigos, gracias a las huellas que iban dejando por el camino, pues era imposible detenerse por un solo momento. Dicen que de esa manera los perros se convirtieron en animales domésticos: acompañando las huellas del excremento del león. Los leones eran demasiado feroces para domesticarse. Pero los perros, maestros en el arte de hacer creer que los seres humanos son sus amos, se aposentaron en predios habitados, y con la excusa de controlar a otras especies domésticas empezaron a darse la gran vida.  
También gracias a mi abuelo descubrí la razón de que los uniformes tuviesen botones cosidos en las bocamangas: era para que los soldados no se limpiaran las narices en ellas.
En libros sobre la vestimenta guerrera pueden descubrirse las razones de algunos atuendos. Si no me equivoco, los húsares usaban chaquetas con adornos que les atravesaban el pecho de manera horizontal, recordando el costillar de un esqueleto. Era una manera de hacerse temibles al enemigo. Un poco como las gorras con la efigie de una calavera que portaban los oficiales nazis encima de sus viseras.
Cuando se escriben novelas, especialmente novelas históricas, es imprescindible enterarse del tipo de ropas que usan los personajes. La vestimenta suele ser en ocasiones un elemento para protegernos de los elementos, aunque J.C. Flügel lo niega en su trabajo La psicología del vestido. Flugel dice que cuando Charles Darwin visitó el sur de Argentina, quedó sorprendido porque los indios Patagones vestían apenas un taparrabos, y la nieve se derretía sobre sus hombros desnudos. Al parecer, la piel puede resistir cualquier clima.   
El hábito hace al monje, y la ropa castrense se adecúa al portador. En ocasiones le facilita los movimientos, y en otras es un instrumento de tortura. Cuando hice el servicio militar en la Argentina no usábamos botas sino borceguíes, unas botas de caña alta que nos hacía caminar con cierto aire marcial, aunque eran el calzado más incómodo del mundo. ¿Qué impedía proveer a los soldados con sneakers? Nada, excepto que la ropa necesita ser también la indumentaria del vasallaje.  
Hace poco leí en The Times Literary Supplement una reseña del libro de Nina Edwards Dressed for War,  repleta de datos interesantes sobre las funciones desempeñadas por vestimentas y uniformes durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918).  
En ocasiones, una vestimenta puede matar, causar una guerra. Al menos es lo que dice Edwards al mencionar lo ocurrido con el archiduque Francisco Ferdinando de Austria, baleado por el nacionalista serbio Gavrilo Prinzip en Sarajevo, el 28 de junio de 1914. De acuerdo a la ensayista, tras el atentado, el conde von Harrach intentó quitar al archiduque su chaqueta a fin de frenar el flujo de sangre. Pero el archiduque era un coqueto. Y para evitar que sus ropas exhibieran arrugas, la chaqueta estaba cosida a su camisa. Cuando el monarca pudo ser finalmente librado de sus ropas, había muerto. Según Edwards,  el asesinato del archiduque “Fue el catalizador para que el imperio austro–húngaro declarara la guerra a Serbia. Una vestimenta… causó la Primera Guerra Mundial”.   
Obviamente,  es una exageración. Había múltiples razones por las cuales las principales potencias del planeta intentaran ir a la guerra. Pero el detalle es interesante porque demuestra que la pequeña historia es tan importante como la gran historia a la hora de que los seres humanos deciden matarse entre ellos.  Joanna Bourke, encargada de reseñar el libro, dice que el centenario de la primera guerra mundial ha generado una serie de libros sobre la vida cotidiana en la época de un conflicto bélico que, como decía Winston Churchill, había sido apenas una tregua de veinte años antes de la gran conflagración de 1939–1945. Por ejemplo, Juliet Gardiner escribió un libro sobre el uso de animales durante la guerra, no solo perros sino caballos –recién en la segunda guerra mundial la caballería se convirtió en caballería blindada– en tanto Nicholas Saunders dedicó un libro al arte creado en las trincheras, pues la primera guerra fue una guerra de posiciones. A su vez Rachel Duffett usó como tema central de un trabajo la comida que se suministraba a los soldados.   
Ya el uniforme en sí es un buen elemento para analizar el poder de la vestimenta. “Por un lado”, dice Bourke, “el uniforme elimina parte de la individualidad del enemigo. De esa manera, la matanza se hace impersonal”. Se asesina no un hombre sino su uniforme. Por el otro lado, compartir el uniforme permite crear un espíritu de camaradería, “disminuyendo la culpa y la vergüenza de actuar con intensidad homicida”.  
       Una de las comparsas desprendidas de esa semejanza se puede observar en los musicales de Hollywood de la década del treinta. El más famoso coreógrafo de todos los tiempos fue Busby Berkeley. En clásicos como Footlight Parade, Dames, o Gold Diggers of 1933, Berkeley aprovechó sus experiencias como organizador de desfiles militares durante la primera guerra mundial para crear danzas imposibles de repetir.  Todo su arte se basaba en usar decenas de bailarinas para crear figuras geométricas que recuerdan flores, ruedas centelleantes como en los fuegos de artificio, o instrumentos musicales. Una de las más famosas secuencias de Footlight Parade es cuando un grupo de violinistas se congregan para crear con sus cuerpos un objeto que desde las alturas parece un gigantesco violín.  

Ver: https://www.youtube.com/watch?v=kIO9y1xMPIA

Por supuesto, como lo demostraron los ropajes del archiduque austríaco, las vestimentas pueden asesinar. En las fábricas de municiones británicas estaba prohibido usar anillos de bodas, joyas o botones de metal, pues una simple chispa surgida de esos objetos metálicos podía causar una explosión.  
Obviamente, las ropas también podían traer confort. No solo la ropa íntima de la mujer amada, sino las medias tejidas por las madres. Tal vez carecían de la suave textura de las medias producidas en las fábricas, pero eso se compensaba con la sensación de compartir un objeto elaborado por una persona que en la confección había volcado su afecto.
Otro efecto secundario, señala Edwards, es que la guerra también alteró la ropa de los civiles. Vestir de luto tras el fallecimiento de un ser querido perdió importancia. Por un lado, dice la autora, eso se debió a que había escasez de tintes. Por el otro, a la sobreabundancia de muertos en el frente de batalla. Por lo tanto, hombres y mujeres asistían a los funerales luciendo ropas blancas, o colocando un brazalete púrpura en el brazo.
Edwards se detiene a principios del siglo veinte. Por lo tanto, no puede avanzar en la modernización de las ropas como indumentaria de combate. Tal vez cuando se escriba una historia de la vestimenta del siglo veintiuno será inevitable aludir a los chalecos y cinturones con explosivos que han pasado a formar parte inevitable de la guerra en el Medio Oriente.




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