domingo, 19 de octubre de 2014

Libros imposibles de clasificar



Mario Szichman



Robert Louis Stevenson no solo fue el autor de la mejor novela para niños: La isla del tesoro, y del mejor relato de horror: Dr. Jekyll and Mr. Hyde, sino además un portentoso lector, pues incitaba al hábito de aferrarse a la página impresa tras descubrirnos sus placeres. Es suficiente leer su elogio a El vizconde de Bragelonne, de Alejandro Dumas –que consideraba una novela superior a Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo– para salir corriendo a buscar una copia. (El lector no quedará defraudado).  

Hay libros que pecan de inclasificables. ¿Dónde podemos ubicar a La biblia en España, de George Borrow? (por cierto, otro de los favoritos de Stevenson). En noviembre de 1835, mientras se libraba en España una más de las numerosas guerras civiles que padeció la Madre Patria, Borrow, un promotor de la biblia protestante, viajó a la Península con el propósito de difundir su credo.

El único libro que se aproxima a sus aventuras es el Gil Blas de Santillana.  Borrow conoció a todos los estratos de la población española, desde el primer ministro hasta el último de los mendigos, y cada encuentro con un personaje fue diseñado como un aguafuerte. ¿En qué estante colocar La biblia en España? No es un libro de viajes, en el estricto sentido de la palabra. De no ser por las fechas, o los nombres y apellidos de personajes famosos, o la mención de eventos históricos, podría leerse como una novela picaresca o de aventuras.

Y después, en el territorio de la narrativa policial hay tres novelas que dejan boquiabierto a los lectores, y que carecen de antecedente o consecuente, un poco como el Tristram Shandy de Lawrence Sterne en el campo de la literatura clásica. Quien se halle convencido de que el Ulises de James Joyce es una obra innovadora, podrá verificar con asombro que Sterne enfiló dos siglos antes en una dirección mucho más ambiciosa. Buena parte de la novela transcurre mientras el protagonista se halla aún en el útero materno. Sterne usó hasta recursos tipográficos para poner patas arriba la narrativa, por ejemplo, ubicar la portada y contraportada en páginas interiores. También describió con la precisión de un entomólogo el ascenso por una escalera. Y eso sin descuidar un desembozado erotismo, que a veces llega a la escatología, una ironía muy sutil, o el humor más chabacano.

Un poco el equivalente del Tristram Shandy entre los mysteries son The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers, Eye of the Beholder, de Marc Behm, y The Nothing Man, de Jim Thompson.

La novela más fascinante de ese grupo, y posiblemente la más difícil de traducir, es The Red Right Hand. Lo que Stevenson aplicaba a la lectura de El vizconde de Bragelonne puede aprovecharse para la novela de Joel Townsley Rogers. Se necesita una cama muy cómoda, una chimenea encendida, y una nevada en el exterior para disfrutar inmensamente de su lectura. La narración se inicia con un médico, el doctor Riddle, refugiado en una vivienda de Connecticut, aguardando a que un grupo de policías descubran a un asesino oculto en los alrededores. Su único acompañante es una bella adolescente cuyo novio ha sido asesinado por un ser grotesco, cuando ambos se dirigían a un juzgado de paz para contraer nupcias. El lector aguarda junto con el narrador la irrupción del asesino en la vivienda.

 Rogers combina el suspenso con el terror de una manera desusada. A diferencia de otros narradores del mainstream, obliga a varias relecturas de la novela. Cuando finalmente se llega al desenlace, hay que volver a leer al principio, pues todas las claves que manejaba el doctor Riddle (riddle es en inglés adivinanza) son una serie de acertijos, insertos unos en otros, como en la caja de un ilusionista. La real magia de Joel Townsley Rogers es conseguir mantener el suspenso hasta el final.

Eye of the Beholder funciona con otros parámetros, pero en la misma vena de empujar la narración hasta los límites. Una traducción no literal del título sería: Todo depende del cristal con que se mira. Pero “Eye”, en inglés, es sinónimo de detective, y el protagonista de la novela es un detective cuya esposa lo abandonó llevándose a su hija pequeña. El detective posee algunas fotos de su hija, cuando tenía unos siete años de edad. Han pasado casi veinte años, y de repente, por una serie de datos que ignoramos si son reales o productos de su imaginación, el detective decide que ha encontrado a su hija. Hay un solo problema: la mujer es una asesina profesional, cuyo único hobby es leer incansablemente el Ricardo III de Shakespeare, o hacer crucigramas. La presunta hija del detective es un vendaval que cambia de amantes como de pelucas. Y con cada cambio de peluca comete un asesinato, roba el dinero de su amante, y se hace cada vez más próspera, recorriendo de una punta a otra el territorio de Estados Unidos buscando nuevas presas. La vuelta de tuerca de la novela es que el detective empieza a seguir a la que presume es su hija no para arrestarla, sino para protegerla y ayudarla a borrar las huellas de algunos de sus asesinatos.  

Aunque algunas piezas del magnífico ensamblaje de Behm pertenecen al teatro del absurdo, es evidente que lo fascinaba la tragedia griega. Si alguien quiere encontrar el significado exacto de la palabra catarsis, puede descubrirlo en el final de Eye of the Beholder.

Por último está The Nothing Man, de Jim Thompson. En la narrativa policial norteamericana Thompson hace quedar a los grandes gurúes: Raymond Chandler, Dashiell Hammett, o John D. Macdonald como aventajados amateurs. Recuerdo haber conversado con Arnold Hano, uno de los editores de Lion Books, la casa editorial donde el novelista publicó sus paperback originals.  

Aunque los pulps estaban escritos a toda carrera por algunos de los mejores practicantes del oficio, contaban con una asesoría que inclusive hoy es difícil de encontrar en editoriales serias. Hano tenía en su escritorio algunas sinopsis de novelas para distribuir entre su elenco de escritores. Las sinopsis se basaban en los clásicos griegos o romanos, o en la narrativa rusa y francesa del siglo diecinueve. Tal vez no abundaba Sigmund Freud o James Joyce, pero quien escribía para Lion Books terminaba muy familiarizado con Edipo Rey, Antígona, Ana Karenina, Crimen y Castigo, o La piel de zapa. El aporte de Thompson fue subvertir la narrativa incorporando la sátira de Addison, de Swift o de Butler, o el lugar común. The Killer Inside Me es la historia de un alguacil  tejano, Lou Ford –junto con Nick Corey, de Pop. 1280, el villano más horriblemente simpático del policial norteamericano (por no decir de toda su literatura), cuya técnica consiste en matar literalmente de aburrimiento a sus potenciales víctimas torturándolas con frases hechas antes de eliminarlas de la faz de la tierra.

Pero en The Nothing Man Thompson dio un paso más. Su protagonista es un periodista que ha perdido su virilidad. Comete una serie de asesinatos, los confiesa, y la emasculación sufrida durante la guerra es el salvoconducto que garantiza su impunidad.

Toda la narrativa de Thompson está impregnada de esa magia negra. Savage Night es el relato de un asesino enteramente dotado de prótesis que al final de la narración se desvanece en el aire como el gato de Cheshire. The Golden Gizmo comienza de esta manera: “Fue poco antes de concluir su labor de ese día que Tod Kent conoció al hombre sin quijada y al perro que hablaba” (hay que retroceder al Diario de un loco de Nikolai Gogol para encontrarse con un texto parecido). A Hell of a Woman concluye en dos relatos superpuestos de un héroe totalmente escindido. The Grifters tiene una Yocasta del siglo veinte que reemplaza a su hijo en el crimen final, y en The Getaway, una pareja de atracadores de bancos realiza un ascenso simbólico a la ciudad de El Rey, y un descenso literal al infierno.

Al igual que Thompson, tanto Joel Townsley Rogers como Marc Behm son inclasificables, e inatrapables porque escriben en el presente desde un remoto pasado. Por alguna extraña razón, se han librado de la grasa, la exposición, el esclarecimiento, y avanzan raudos por el territorio de la sinopsis. Creen que la vida es un misterio, una caja de Pandora, un rompecabezas, sin principio ni final, que los dioses controlan nuestra providencia, que incurrimos en varios destinos a la vez, y que Dios sí juega a los dados con el universo, aunque Einstein estaba en contra de esa tesis. 

En los tres autores prima una disolución, ya se trate del significado de un texto, de la apariencia de normalidad, o de la justicia como esencia. Creo que el más inquietante sigue siendo Jim Thompson; recuerda a esos autores de dramas litúrgicos que apelaban a la pornografía para divulgar su credo religioso.


2 comentarios:

  1. Así que leíste Bible in Spain! Creía que era algo caído en el olvido. Yo leí algunos pasajes hace muchos años, y me acuerdo del siguiente: Después de cruzar los Pirineos sin ningún problema, Borrow se entera de otro grupo que fue asaltado, robado, molido a palos y algunos asesinados. Entonces agradece a Dios por Su infinita misericordia. Maravilloso, ¿no?

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  2. Daniel: sensacional la cita. (Y la memoria). Creo que ni el mismo Borrow estaba al tanto de la calidad de su texto. El creyó que escribía un libro más de viajes. La Biblia en España demuestra una vez más que siempre conviene la mirada del Otro. ¿Podemos analizar las novelas de Walter Scott de la misma manera tras leer Un yanqui en la corte de rey Arturo, de Mark Twain?

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