domingo, 26 de octubre de 2014

Novelas que no pienso leer




 Mario Szichman




Los mejores estantes de mi biblioteca, aquéllos ubicados a la altura de los ojos, están dedicados a una selecta antología de novelas que no pienso leer. Es una colección que he ido atesorando con esmero, durante muchos años, en los distintos países en que he vivido. Comenzó en Buenos Aires, cuando era apenas un adolescente; continuó en Bogotá y luego en Barranquilla, prosiguió en Caracas, Washington y ahora en Nueva York.

Todas esas novelas han sido muy elogiadas por la crítica. Aportan algo nuevo para entender la sociedad en que vivimos. Revelan nuestra sexualidad oculta, concretan maravillas con el lenguaje. Generalmente, son el después. Existe un antes, y luego viene esa novela, que representa el después.

Mi colección se va convirtiendo en un inventario de todas las novelas cuya lectura jamás iniciaré. Ya tengo 142 libros que no pienso leer. Tal vez en menos de diez años esa colección conste de unos 200 libros cuyas páginas estarán siempre cerradas a mi escrutinio.

 Reconozco que no es una considerable colección. Por otra parte, tampoco estoy en condiciones de hacer cotejos. No conozco una sola persona que se vanaglorie de un repertorio similar, aunque abundan quienes aseguran haber leído una novela tras examinar apenas la contraportada. En mi adolescencia definían esas aproximaciones a un texto como “lecturas de sobaco”, por el sitio donde las insertaban sus portadores.

 (Por cierto, una de las condiciones de toda novela que no pienso leer es que carezca de contraportada. Pues la menor tentación generada por esa contraportada podría forzarme a abrir las páginas y a leer un texto previamente estimado indeseable, menguando así la colección de libros que no pienso leer).

Ernest Hemingway decía que el escritor solo podía redactar un número de páginas por día. Inclusive si se sentía inspirado, debía frenar el torbellino de ideas cuando aún quedaba gasolina en su tanque. Luego, podía dedicarse a otras tareas, descansar, soñar –el gran motor de un narrador– y al día siguiente reanudar la tarea seguro que su musa le dictaría palabras inefables.

Quizás abstenerse de ciertas lecturas ayuda al escritor. Nuestra natural propensión es aceptar con fervor toda clase de ladrillos literarios porque duendes agazapados en las editoriales inventan cada día nuevas maravillas sin cuyo hallazgo parecería imposible concretar la tarea intelectual. Cada generación nos entrega su cuota de textos indigestos en los cuales confiamos con la ingenuidad con que aceptamos textos sagrados – y que padecemos con similar contrariedad.

La admirable prosa de Juan Rulfo está nutrida de las lecturas de autores escandinavos, especialmente de Knut Hamsum. Muy pocos de los colegas de Rulfo han mostrado similar predilección por esos escritores. Eso ha representado una afrenta para algunos críticos, quienes aseguran que Rulfo abrevó en realidad en la escritura de William Faulkner. Al parecer, el problema con esos escrutadores de textos es que leyeron a Faulkner y no se molestaron en leer a Hamsum. Y los críticos acostumbran a quedarse con la última palabra. Aunque el mismo Rulfo desmintió la influencia de Faulkner, los críticos aseveran que el narrador mexicano “mintió”, pues están más enterados que Rulfo de sus verdaderas lecturas.

A veces, la literatura escarnecida ayuda más a un escritor que la gran literatura. Cervantes devoraba novelas de caballería. Por cada Tirant lo Blanc, hay mil narraciones imposibles de fagocitar, pero Cervantes sabía encontrar las pepitas de oro en la arena.

Roberto Arlt, el único genio que ha dado la literatura argentina, abrevó en Emilio Salgari y en Ponson du Terrail. En El juguete rabioso, otra de sus excepcionales novelas, el protagonista señala: “Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz… Decoraban el frente del cuchitril las polícromas caricaturas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano”. De esa manera, los argentinos tuvieron un Louis Ferdinand Celine sin saberlo, aunque el autor de Viaje al fin de la noche era mucho más culto que Arlt.

Siempre he pensado que la tarea más interesante de un narrador es descubrir un texto del que nadie habla, en lugar de caer de espaldas ante las nulidades engreídas celebradas por otros seres aún más presumidos. Hamsum iba por la buena senda, Arlt marchaba por territorio seguro. Cuando Dickens empezó a escribir, no se preocupó por revisar la tediosa literatura inglesa del siglo diecinueve o los fabulosos narradores franceses de la misma época. Creyó que toda la sabiduría del mundo estaba concentrada en Tobias Smollet, cuya virtud era contar historias muy interesantes en un estilo picaresco, y usar como protagonistas a seres adictos a la aventura. No voy a incurrir en el error de dar consejos, pero sugiero al lector que revise dos de las novelas de Smollet: Las aventuras de  Roderick Random y Las aventuras de Ferdinand Count Fathom. Me parece que tropezará con una escritura muy apasionante.



LA TAREA DEL COLECCIONISTA



Otro de los problemas que sufro al archivar novelas que no pienso leer es que carezco de guías. Hay multitud de antologías de Los Mejores Cien Cuentos de la Literatura Anglosajona, o sumarios de Las Mejores Cien Novelas de la Literatura Universal, pero ni uno solo está dedicado a Las Cien Mejores Novelas Que Uno Debe Abstenerse de Leer. Y eso me obliga a ser crítico y guía de esos libros a los que nunca accederé. A veces, glosando a Borges, pienso que se trata de un “desvarío vasto y empobrecedor” guardar esos volúmenes. Mi tarea, aparte de infructuosa, se confunde con la de otros profesionales que hacen lo mismo por razones prácticas: bibliotecarios y bibliófilos. Sin embargo, actúan en un territorio diferente. Lo mío es enteramente original, carece de antecedentes o consecuentes, y no me brinda beneficio alguno.

 Los profesionales de la recopilación de libros pueden decidir a su libre albedrío si leen o no los volúmenes que caen bajo su amparo. Cada libro que pasa por sus manos es un objeto sin carga emocional alguna. Pueden echarle una ojeada, revisar su índice, tocar sus hojas para verificar su estado. E inclusive, si así lo deciden, también están licenciados para leerlo, algo que me está vedado. Si bien puedo releer tres o cuatro veces mis novelas favoritas, es imposible ejecutar la misma acción con novelas que no intento leer. Después de negarme a leer esas novelas por primera vez, ¿cómo puedo emprender la laboriosa tarea de rehusar su lectura en tres o cuatro ocasiones distintas?

Releo mis libros favoritos porque siempre les encuentro algo nuevo. Tal vez mis años, tal vez otra clase de experiencias, me ayudan a iluminar zonas del texto que antes había descuidado o ignorado. Abundan los ejemplos: disfruté mucho de una novela que ahora encuentro un poco exasperante, The Catcher in the Rye, de J.D. Salinger (su título ha sido traducido como El cazador oculto, o El que atrapa en el centeno). La primera vez que leí la novela me adivirtió mucho la ingenuidad del protagonista, un estudiante con muchos problemas emocionales. Un día toma un taxi, y le pregunta al conductor si sabe dónde se esconden en el invierno los patos del Central Park de Nueva York. Así se inicia una discusión muy amena y absurda.

Holden Caulfield, el protagonista, siempre tropieza con personajes que están fascinados con alguna investigación que nunca llegará a la academia. Uno de ellos colecciona un catálogo de súper machos del cine que, está convencido, son gay. Pero ya a la segunda lectura, pensé que Holden Caulfield era lo que aquí califican de weirdo, un ser bastante desequilibrado, cuya búsqueda de la pureza está cercana a la psicosis. Había demasiado del escritor Salinger detrás del protagonista.

No sé cuántas veces releí Crimen y Castigo, pero recién a la tercera descubrí al fiscal que investiga el asesinato de la usurera, un gran profesional armado de una impecable lógica. En las dos primeras ocasiones, ese fiscal era para mí un punto ciego.

Eso no ocurre con las novelas que no pienso leer. ¿Cómo puedo saber si la tercera o cuarta oportunidad será superior a la primera?

 Y después está la selección. Es imposible enterarse por anticipado de la necesidad de no leer un libro sin antes leerlo. Algunos de ellos tienen índices, y pueden informarme por qué no debo leerlos. Pero ¿qué ocurre cuando les falta el índice? ¿Dan los títulos alguna conjetura de por qué debo abstenerme de leerlos? Puedo ignorar vastos campos del saber universal y limitarme a ampliar mi ignorancia en temas que sí me interesan. Ese sí es un problema.

Hay autores que admiro y otros que detesto. Pero, ¡cuántos autores que admiro están en ocasiones muy por debajo de sus méritos! ¡Y cuántos autores que detesto han logrado a veces descollar a pesar de sí mismos!  La indecisión de optar entre esas lecturas que me niego a emprender es a veces una completa agonía.

 Estoy seguro de que muchos de esos libros cuya lectura me está vedada no son necesariamente mediocres o malos. Por el contrario, creo que pueden enseñar muchísimo al escritor, mucho más que los buenos libros.

 ¿Aumenta mi ignorancia al desechar esas novelas? ¿Estoy perdiendo un discernimiento capaz de descubrirme nuevos mundos? ¿Acaso ese rechazo a abrir una novela que no pienso leer me está despojando de otro Kafka, un nuevo Céline, un flamante Faulkner? Eso es imposible de saber. Para eso tendría que iniciar sus lecturas.




1 comentario:

  1. Estimado amigo Mario nos dejas un mal regusto, ya que yo y muchos lectores quizas esperabamos con alguna ansiedad, tu lista de novelas que nunca leerias, en particular aquellas que por algun sector particular son consideradas como "incunables",

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