miércoles, 18 de octubre de 2017

Gloria al bravo pueblo


Mario Szichman



El domingo 15 de octubre de 2017, hubo elecciones regionales en Venezuela. Estaban en juego 23 gobernaciones. El chavismo obtuvo 17 gobernaciones, y la coalición opositora MUD (Mesa de Unidad Democrática) cinco. Falta una por definirse. ¿Fueron comicios limpios? Más de uno piensa que el gran elector fue el técnico alemán Max von Frauden.
Las peripecias que pasaron los venezolanos en enclaves opositores son dignas de Ripley. Hubo reubicación de centros electorales, demora en apertura de las mesas, horas de colas, y toda clase de inconvenientes. En ocasiones, “colectivos” motorizados enviados por el gobierno, agredieron a potenciales votantes.
No hubo monitoreo internacional, se limitó el acceso de periodistas, se multiplicaron las trabas. Y aún más importante, la oposición aceptó las reglas de juego impuestas por un gobierno que solo soltará el poder al día siguiente que las ranas críen pelos. El gobierno de Nicolás Maduro, como dicen en nuestro ámbito, “le tomó el tiempo” a la oposición. Ya en el 2015, la oposición ganó la mayoría absoluta en los comicios parlamentarios. ¿Qué hizo el chavismo? Fue despojando de poderes a la Asamblea Nacional opositora, hasta convertirla en un objeto decorativo.
La única acción que se recuerda de la AN fue haber ordenado quitar del hemiciclo los cuadros del fallecido presidente Hugo Chávez Frías. La primera acción que adoptó el chavismo tras ganar las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente –en las cuales se abstuvo la oposición— fue devolver los cuadros de Chávez al hemiciclo.
La Mesa de Unidad Democrática, la franquicia electoral opositora, estaba segura de un abrumador triunfo en los comicios regionales. Cuando se revelaron los resultados, vastamente favorables al gobierno presidido por Nicolás Maduro, la oposición se negó a respaldar los resultados. Exigió una auditoría, y convocó a salir a la calle para protestar. Sin embargo, según indicó The New York Times, la oposición “no ofreció evidencia alguna de fraude a través del sistema de auditoría”.
Estoy escribiendo en la noche del martes 17 de octubre. Quizás en los próximos días la oposición exhiba las pruebas del presunto fraude. Quizás. Ocurre que algunos de sus voceros son notoriamente unreliables, como suelen decir en estas tierras. Por ejemplo uno de ellos, Freddy Guevara, anunció el pasado 11 de enero la remoción del presidente Nicolás Maduro. Guevara nunca se disculpó por esa incorrecta aseveración. No es su estilo. El estilo es siempre pasar a otro tema.
La noche del domingo 15 de octubre, mientras se aguardaban los resultados de las elecciones, Gerardo Blyde, jefe de la campaña opositora, fue consultado sobre la cifra de participación. Blyde indicó con cierta jactancia: “Somos respetuosos de la ley. Yo no puedo dar en este momento las cifras de participación que manejamos, pero vean mi cara”. Y mostró una sonrisa de gran triunfador.
En otro país, su sonrisa hubiera aparecido al día siguiente en la primera plana de muchos periódicos, con irónicos pies de leyenda. En la Argentina solían decir que se retorna de todas partes, menos del ridículo. En cualquier otro país, esa foto hubiera obligado a Blyde a renunciar a su cargo, y buscar refugio en alguna remota isla del Pacífico. Pero nada ocurrió en Venezuela. Blyde seguirá en su cargo de jefe de campaña, o en otro puesto importante. Todos los políticos, a ambos lados del espectro, suelen ser vitalicios en Venezuela. Nadie aludirá a su desplante. Tampoco lo objetará. Con cada día que pasa, Venezuela profundiza su status como el país de la desmemoria.
En otras partes, quien recuerda no repite. En Venezuela, todo se olvida con gran facilidad. Hay presos políticos que se encuentran en la cárcel desde hace más de una década, o quince años. Solo sus familiares los recuerdan.
 Desde chismes hasta bulos, desde promesas hasta flagrantes traiciones, todo se relega. Al punto que los malos de ayer se convierten en los fugaces héroes de hoy. Es suficiente con que “salten la talanquera”, que se pasen al otro lado. Ha ocurrido recientemente con la ex fiscal general Luis Ortega Díaz. Presos y decenas de familiares de presos políticos se la han pasado denunciándola durante años por su complicidad con la justicia chavista. Una vez saltó la talanquera, se convirtió en heroína de parte de la oposición.
Lo mismo ocurrió con un temible general que cuando era capitán, y mientras participaba en la asonada militar de 1992 contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, intentó asesinar a la esposa del primer magistrado y al resto de la familia, que había tomado refugio en La Casona, la residencia presidencial. El general llegó a ministro del Interior durante el gobierno de Maduro, y una de sus tareas consistió en ordenar la muerte de un temible miembro de los colectivos. El sujeto en cuestión logró dar declaraciones por televisión señalando que si algo le ocurría, el responsable era el general. Algo le ocurrió. El miembro de los colectivos fue ultimado de 34 balazos.  En Youtube quedó el indeleble testimonio de su denuncia.
Pero una vez el general fue destituido, y saltó la talanquera, comenzó a ser alabado por miembros de la oposición. Eso a pesar de que él, o alguno de esos sujetos con tenebroso pasado chavista, nunca sería invitado a una fiesta por una persona en su sano juicio. Simplemente para no pasar vergüenza ante el resto de los asistentes.

LO QUE VA DE AYER A HOY

Venezuela me recuerda un episodio de The Great Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. El narrador de la novela, Nick Carraway, es invitado, en cierta ocasión, a la residencia de un misterioso millonario que vive en Long Island. Multitud de personas de diferente pedigrí asisten a la reunión. Nick Carraway se aburre muy pronto del clima de la fiesta. Pero cada vez que intenta abandonar el lugar, se entromete alguna conversación, que lo obliga a escuchar. Nada interesante emana del diálogo. En realidad, todo es muy banal. Y sin embargo, se suman las trivialidades, y Nick pierde varias horas intentando descifrar el insípido subtexto.
Es muy difícil huir del monomaníaco diálogo venezolano para alguien que habitó ese país durante casi una década (1967-1971—1975-1980), en el cual pudo ejercer el periodismo sin censura, y ganarse honestamente la vida.
Siempre le voy a estar agradecido a Venezuela por haberme cobijado en una época muy difícil para los argentinos. Cuando viajé por segunda vez a Caracas, en 1975, fue porque en la agencia noticiosa de Buenos Aires donde trabajaba, parapoliciales o paramilitares se habían llevado a cinco de mis compañeros de trabajo, que integraron luego la legión de “desaparecidos”. El episodio ocurrió poco antes de la llegada del general Jorge Rafael Videla al poder, en marzo de 1976, pues la lucha contra la guerrilla se había iniciado durante el tercer gobierno de Juan Perón, y la Triple A, presuntamente liderada por el ministro de Bienestar Social, José López Rega, había comenzado a secuestrar personas haciéndolas “desaparecer”.
Aunque yo no era un sujeto peligroso para las autoridades, era siempre mejor prevenir que lamentar. En esa época se comentaban las peripecias de un conejo, que había huido de la Argentina tras llegar a sus oídos la versión de que las autoridades estaban matando tigres.
 “Pero tú no eres un tigre”, le decía uno de sus colegas al conejo. “Es cierto”, reconocía el conejo. “Pero aquí, disparan primero, y averiguan después”.

UNA NUEVA VIDA

En Venezuela conseguí trabajo de inmediato, y en varios medios periodísticos. Trabajé con Sofía Imber y Carlos Rangel en el programa de televisión Buenos Días, y en la revista Auténtico. Luego pasé a la Cadena Capriles, donde colaboré en la revista Elite y en Venezuela Gráfica, antes de dirigir el Suplemento Cultural del diario Últimas Noticias.
Para un periodista, Caracas era una fiesta. Abundaban los medios de prensa, y los sueldos resultaban bastante decentes. La prosperidad podía olfatearse en el aire, junto con un increíble desperdicio de dinero, y una manera de arrojar manteca al techo que hubiera causado envidia a Jay Gatsby.
Personas de clase media enfilaban los fines de semana a Miami para poder llenar su vivienda de objetos innecesarios. Una de mis alumnas en la universidad Andrés Bello, viajó en cierta ocasión con su esposo a Miami. Su exclusivo propósito era adquirir toallas para el baño. Cuando retornó a Caracas, descubrió que las toallas no combinaban con los azulejos. Por lo tanto, a la semana siguiente, viajó nuevamente a Miami para comprar azulejos que hicieran juego con las nuevas toallas.
Nunca viví en una ciudad tan irreal como Caracas. Como dicen en estas tierras: It´s too good to be true, era algo demasiado bueno para ser verdadero. Y por supuesto, no lo era. Se trataba de una gigantesca burbuja que poco necesitaba para estallar.
La política estaba dominada por la clase alta, y por pequeños sectores de la clase media. Pero los llamados “Amos del Valle” (de Caracas) controlaban el país.
La mayoría de los venezolanos vivían en los cerros que circundaban el valle. Y la población de esos cerros crecía de manera constante, siempre en condiciones precarias.
El petróleo era el milagroso maná que permitía subsidiar toda clase de actividades. Se construían hospitales y escuelas, autopistas, y durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, líder de Acción Democrática, se implementó un descomunal plan de desarrollo que incluyó plantas siderúrgicas en el estado Bolívar, la presa del Guri,  empresas petroquímicas y otras obras de industria pesada.
Pero la mágica riqueza seguía surgiendo del petróleo. La creciente dependencia del oro negro era evidente. Declinaba la agricultura y la ganadería. Comenzaba a acechar el fantasma de la inflación. Alrededor del 90 por ciento de los ingresos de Venezuela provenían de las exportaciones de crudo.
Aunque se hablaba de diversificar la economía, existían grandes baches para implementarla. El empresariado venezolano rehusaba todo riesgo. Por lo tanto, había que subsidiarlo. Y eso encarecía los productos.
La crisis se fue acumulando. No tenía la magnitud que destruyó los ahorros de los alemanes en la República de Weimar, o que hundió a Estados Unidos en La Gran Depresión. Pero había muchos síntomas alarmantes. Luego, con el gobierno del socialcristiano Luis Herrera Campins, comenzó la devaluación del bolívar, que durante varios años se había mantenido en la paridad de 4,3 bolívares por dólar.
Para sumar el insulto a la ofensa, aumentó la corrupción. El cómico Joselo insistía en sus programas de televisión en que Venezuela estaba siendo devorada por “la marabunta adeca”.  (Los partidarios de Acción Democrática eran calificados de “adecos”). Los gobiernos socialcristianos podían enorgullecerse de contar con una marabunta similar.
En cierta ocasión, el intelectual y político venezolano Arturo Uslar Pietri reclamó “sembrar el petróleo”, usar el dinero de sus ingresos para diversificar la economía. El famoso pintor y caricaturista Pedro León Zapata, replicó con un dibujo en el periódico El Nacional. Un pobre venezolano comentaba: “Aquí, cada vez que siembran petróleo, solo crecen cambures”. (Cambur es sinónimo de plátano, pero también de empleo. Estar encamburado, es contar con un empleo rentable, y provisto por el gobierno de turno).

FALSOS POSITIVOS

Venezuela no era una meritocracia. Era una partidocracia. En cierta ocasión, fui a pedir trabajo en una planta de la televisora oficial. El director de la planta me entregó un sobre. Dentro había un cheque por 500 bolívares. Algo más de cien dólares. Le devolví el sobre. Le expliqué que buscaba trabajo. Sonrió amable. No entendió mi gesto. Tal vez le pareció absurdo que buscara trabajo cuando podían subsidiarme. Luego, resignado, me ofreció empleo. Como archivista. Meses más tarde, uno de los periodistas del canal de televisión renunció, y yo pasé a ocupar su puesto. Eso fue a finales de la época del presidente adeco Raúl Leoni.
Tras las elecciones, los adecos fueron reemplazados por los copeyanos que lideraba Rafael Caldera. Como yo había ingresado a la planta durante un gobierno adeco, al cabo de pocos días me echaron del trabajo. Estaban convencidos de que era adeco. A cambio, hicieron ingresar a un copeyano. Quizás a varios. El partido que obtenía el poder, monopolizaba los empleos públicos.
Recuerdo que cuando nos convocaron a todos los empleados del canal para saludar a la nueva junta directiva, más de cien personas que nunca había visto en mi vida, aparecieron en el salón. Según me explicaron luego, se trataba de adecos, cuya única tarea era ir los 15 y 30 de cada mes a cobrar el cheque, en pago por sus inexistentes servicios.

FAST FORWARD



Por estos días trabajo en una biografía de un político y diplomático venezolano. Reencontrarme con él, tras varias décadas, ha sido muy interesante. Posee una increíble memoria, ha tenido que lidiar con personajes muy importantes, y observarlos, además, en vivo y en directo. Siempre ha sido un indeclinable adversario del fallecido presidente Hugo Chávez, desde el día de su inauguración.
En un debate con un chavista, dijo: “Yo conocí quién era el comandante Chávez a las 5: 00 am del 4 de febrero de 1992, cuando entré en el Palacio de Miraflores con el presidente Pérez y vi en la puerta de su oficina la sangre de un oficial que venía a matarlo por órdenes de su comandante. Ese día supe quién era Chávez”.
Mi respetado amigo, a quien conocí en Caracas, me ha servido, entre otras cosas, como una vara de medir. Sus relatos me han permitido comparar de manera constante la Cuarta República de adecos y copeyanos, con la Quinta República bolivariana. También analizar la evolución de los personajes políticos de la Cuarta.
Muchos de ellos se convirtieron en una caricatura de sí mismos durante la Quinta. Los románticos, juveniles, audaces luchadores de la Cuarta, se transfiguraron en asalariados de burócratas opositores, o solapadamente, del gobierno. Hablan eternamente por los dos costados de la boca, usan discursos trillados, carecen de una mirada fresca, están anquilosados en sus gestos, son perezosos hasta para pensar, y suelen reemplazar sus reflexiones con bravuconadas que nunca cumplen.
Los vientos de la Cuarta República han traído la tempestad de la Quinta. Si bien la destrucción de la Cuarta República, fue acelerada en cierta forma por la rebelión militar de 1992, uno de cuyos cabecillas fue Chávez, todo anunciaba los difíciles tiempos por venir. Un poco como el putsch de Munich en que participó Adolf Hitler en 1923. Gracias a esa rebelión, Hitler obtuvo una fama nacional que lo propulsó al poder en los comicios de 1933.
En Venezuela, la devastación culminó con el juicio político al presidente Pérez, y la desastrosa segunda administración de Caldera –quien además indultó a Chávez y contribuyó a convertirlo en una figura nacional.
Chávez nunca permitió  el juego democrático, y las últimas elecciones han demostrado –aunque la oposición sigue sin exhibir pruebas—que cuando un régimen decide quedarse en el poder, es casi imposible desalojarlo.
Diecinueve años de chavismo han creado un país tan irreal como el surgido en la Cuarta República, aunque obviamente, mucho peor.
Venezuela no es todavía el agujero negro de Calcuta, pero va en camino de serlo. La miseria ha permitido al gobierno de Nicolás Maduro ampliar su clientela electoral a través del otorgamiento de bolsas de comida, y de otros subsidios.
Los relatos que uno escucha de la gente son para poner los pelos de punta. Entre tanto, una de las vías de escape son los comicios, que el régimen convoca prácticamente cada año, o que cancela a voluntad cuando se le antoja, como ocurrió con el Referéndum Revocatorio destinado a librarse de Maduro. El referéndum debía haberse llevado a cabo el año pasado, y nunca se concretó.
Todos los poderes han sido capturados por el chavismo. Eso le permite gobernar a su antojo. Venezuela es ahora una sociedad de irresponsabilidad ilimitada. Las esperanzas de que algo cambie son magras. El problema es que la oposición oscila perpetuamente entre la resistencia y la cohabitación.
Recuerdo que el historiador venezolano Domingo Alberto Rangel decía de los chavistas: “son como los adecos, pero a lo bestia”. Los chavistas parecen a veces una mutación, en otras, una prolongación corporal de sus antecesores, aunque más obesos. Abundan las dobles papadas en sus filas.
Pese a sus defectos, la Cuarta República era una democracia. Quizás chucuta, pero democracia al fin. Ejercía la violencia, aunque era mucho más morigerada que la violencia actual. Tampoco mostraba el total desprecio por la ley de que se vanaglorian los chavistas.
Intentar eludir el malsano atractivo de la política que se practica en Venezuela es a veces difícil. Me siento, insisto, como el Nick Carraway de The Great Gatsby.
Venezuela es un país muy aburrido. Pero cada vez que uno intenta eludir su temática, siempre surge alguien trabando el camino hacia la salida. Es cierto, nada interesante se oye en el diálogo. Es verdad, todo resulta trivial. Y sin embargo, pese a eso, uno derrocha horas enteras oyendo propuestas, algunas alucinantes, intentando descifrar el subtexto. En esa irrealidad sobrevuela un aire de locura.
Pero es muy difícil huir del monomaníaco, improductivo diálogo venezolano. Aunque representa una enorme pérdida de tiempo. Y puede afectar la salud mental.



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