miércoles, 23 de noviembre de 2016

La isla del Tesoro: del padre muerto al padre ausente




La mayoría de los seres humanos
padecen vidas de tranquila desesperación.
Henry David Toreau



Hay narradores que pertenecen más al siglo veintiuno que al siglo diecinueve: entre ellos Edgar Allan Poe, Fiodor Dostoievski, y Robert Louis Stevenson. Sin importar la extensión de su prosa —Dostoievski escribía largas novelas, lo mejor de Poe y de Stevenson se condensa en menos de quinientas páginas— existe un ascetismo en sus textos que parte de sus inquietudes esenciales y de un concepto de la literatura como un arte comunal. Esa noción ha sido desarrollada por el teórico Angus Fletcher (Allegory: The Theory of Symbolic Mode; Time, Space, and Motion in the Age of Shakespeare, entre otros textos). Su tema central es que ciertos narradores trascienden su época marchando a los orígenes. Sus fuentes pueden ser la Biblia, la Ilíada, el Lazarillo de Tormes, o los cuentos de Andersen, esto es, “creencias antiguas y una tradición común”, dice Fletcher.
Esa pauta fue precedida por Miguel de Cervantes, por John Bunyan en su Pilgrim Progress, por Daniel Defoe, y por Jonathan Swift. En todos los casos, existe una emigración del héroe rumbo a lo desconocido, abundan las aventuras, y el final no es siempre feliz.
Hay tres protagonistas en La isla del tesoro: Jim Hawkins, el niño/adolescente, su padre desvalido y muerto, y Long John Silver, el cocinero/pirata, un jano bifronte que comienza representando la figura del padre protector y se convierte luego en perseguidor del hijo adoptivo.
Los primeros capítulos de la novela, que transcurre a mediados del siglo dieciocho, representan la puesta en escena de una obra de gran guiñol, tras la aparición de “El viejo lobo de mar” en la posada Admiral Bebow, propiedad de los progenitores de Jim Hawkins. En la novela abundan nombres que marcan  un atributo, o los apodos, otro atributo de la literatura comunal.
Bunyan usó ese recurso hasta la saciedad en Pilgrim Progress. Esa alegoría cristiana está repleta de nombres que informan de la naturaleza de sus personajes. El protagonista se llama Christian, y es el epítome de un buen cristiano. La tarea de Christian es abandonar La Ciudad de la Destrucción, y llegar a la Ciudad  Celestial, el paraíso.  En el camino se cruza con seres como Obstinate, quien se rehúsa a acompañar a Christian en su viaje, y con Pliable,  que como su nombre lo indica, es flexible, acepta la influencia de sus líderes, y por lo tanto, secundará al héroe en su aventura. ​

VILLANOS DE NOVELA

El viejo lobo de mar —su verdadero nombre es “Billy” Bones, y bones  significa huesos y alude al esqueleto— se apodera de la imaginación del adolescente cuando le promete un modesto pago a cambio de vigilar el área donde se encuentra la posada. El veterano marino teme el arribo de un hombre con una pata de palo. Estamos ya en el territorio de los temores infantiles, agravados porque el padre de Jim agoniza en un cuarto de la posada.
Al principio, Bones se convierte en la gran atracción del mesón. Todas las noches se sienta en una mesa alejada del resto de los comensales, bebe ron de manera continua, y narra sus hazañas, además de amedrentar a los parroquianos. La madre de Jim Hawkins teme que la presencia del viejo pirata disminuya la concurrencia de lugareños. Pero ocurre todo lo contrario. Las aburridas vidas de los clientes se animan gracias a “Billy” Bones y a sus relatos de aventuras.
El personaje “frecuentaba mis sueños”, dice el protagonista. “En noches tormentosas… lo veía de mil formas diferentes, y con un millar de diabólicas expresiones”. En ocasiones, “la pierna estaba cortada a la altura de la rodilla, y en otras, surgía de la cadera. También a veces, era una monstruosa criatura que solo poseía una pierna, y en el medio del cuerpo”. Stevenson estaba al tanto de los símbolos fálicos, mucho antes que Sigmund Freud. También conocía al público a quien se dirigía, y sabía que los niños también pueden disfrutar del terror.
Pero quien aparece en la posada no es un hombre con una pata de palo, sino un marinero con ambas piernas, “Black Dog”, un excompañero del pirata, quien lo aterra con sus predicciones. Finalmente, un mendigo ciego le entrega al expirata el famoso “Black Spot,” uno de los grandes artilugios literarios de Stevenson. The Black Spot era una pieza circular de papel o de cartón. Un lado estaba oscurecido con hollín, el otro lado portaba un mensaje con una sentencia de muerte, y debía ser colocado en la palma del acusado.
Aterrado por la visita de sus excompañeros, el expirata le confiesa al protagonista que es buscado porque se apropió de un mapa  donde se halla marcado el sitio de un tesoro escondido.
“Billy” Bones sufre un ataque de apoplejía, y muere.  Jim y su madre descubren un cofre dentro del cual está el mapa. El médico del pueblo, el doctor Livesey, examina la carta náutica, y deduce que alude a una isla del Caribe donde un famoso pirata, el capitán Flint, enterró un gran tesoro. Luego, el señor Trelawney, terrateniente del distrito, propone adquirir un barco e ir en busca del tesoro. El doctor Livesey es designado médico de a bordo, y Jim actuará como grumete. 
La pareja que procreó a Jim desaparece totalmente de la escena, como es habitual en las novelas de aventuras, y el padre muerto del protagonista es reemplazado por uno de los grandes villanos de la literatura moderna: Long John Silver. Excepto por el doctor Jekyll y su alter ego, Míster Hyde, no existe en la narrativa de Stevenson un personaje más cautivante que ese presunto cocinero y real jefe de una banda de piratas ansiosos por quedarse con el botín.
Long John Silver tiene una pata de palo, y es curioso que Jim no lo vincule con ese pirata citado al comienzo del relato por “Billy” Bones. La combinación de su destreza física, su amabilidad y sentido del humor, cautivan al protagonista. Long John Silver es una versión mejorada del padre del protagonista.
Stevenson intuyó desde el principio que ese antihéroe se iba a devorar la novela, al punto que el primer título que pensó fue The Sea Cook, el cocinero del mar. Pero si Stevenson advertía el enorme potencial de Long John Silver, estaba al tanto de sus riesgos. ¿Cómo lidiar con ese villano que ponía en duda inclusive al progenitor de Jim? El narrador tuvo la súbita inspiración de desenmascarar al jefe de los piratas en la famosa escena del barril de manzanas. Mientras Jim pasea por la cubierta del barco donde viajan hacia la isla del tesoro, siente hambre, y se dirige a un barril para recoger el fruto. Apenas queda una manzana en el fondo del tonel.
Jim se apresta a tomarla cuando escucha pasos, y decide refugiarse en el barril. Quienes se aproximan son Long John Silver y uno de los marineros. En esa ocasión, el jefe de los piratas revela el plan para apropiarse del tesoro y asesinar a quienes fletaron el barco, junto con los tripulantes leales.
Es posible que Stevenson haya lamentado transformar a Long John Silver en un villano. De todas maneras, hasta en su rol de traidor, el jefe de los piratas se sigue deglutiendo las escenas. Basta leer sus monólogos y explorar sus argucias. El lector se siente tentado a perdonarle sus triquiñuelas, y a veces, a justificarlas. Y Stevenson tuvo al menos la generosidad de permitir al pirata huir con parte del tesoro.
Narrada a un ritmo vertiginoso, la novela es una obra de la modernidad. Otras narraciones del siglo diecinueve que han sido llevadas al cine, tuvieron que ser despojadas de buena parte de sus primeros, tediosos capítulos. Pero no La isla del tesoro. Quizás ayudó el hecho de que fue inicialmente serializada en una revista para lectores juveniles.
La novela es muy gráfica en la descripción de aventuras, pero su contenido es tan especial, que inclusive su transfiguración en un cómic no le hace perder interés alguno.
Tras releerla, analicé La isla del tesoro, clásicos en cómic, una versión en forma de historieta publicada este año por la editorial Verbum, de Madrid, con dibujos de Arianna Ricardo, y guion de Carlos Peinado Gil. Debo confesar que me acerqué al cómic con bastante aprensión. Recuerdo que en mi infancia, había varias editoriales que publicaban ese tipo de cómics, aunque en blanco y negro, y a veces, en blanco y sepia. Era difícil entusiasmarse con esas historietas, quizás porque los dibujantes no solían compenetrarse de la mentalidad infantil.
Pero, por lo demás, es un buen cómic. Los dibujos tienen primeros planos de gran eficacia, y las escenas elegidas ofrecen una buena ambientación. En los cómics hay solo dos posibilidades: o nos atrapan, o resultan insulsos. El cómic de La isla del tesoro atrapa, y la trama es muy fluida.
Leer la versión original de la novela, y su transcripción al cómic sirve también de ayuda a los escritores. Quien desee capturar el interés de niños y adolescentes, mejor que se emancipe de novelas excesivamente amuebladas, o de personajes con dramas existenciales. En vez de poner el carro antes que los caballos, Stevenson puso el diálogo y las descripciones al servicio de la aventura.
La isla del tesoro nunca ha pasado de moda, ha sido un perpetuo best–seller, entre otras cosas, porque trata a sus lectores infantiles o juveniles como adultos, y no les ahorra la descripción de toda clase de calamidades.
Pero es, además, una novela optimista: enseña a tener paciencia y conquistar coraje a quienes padecen vidas de tranquila desesperación.


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