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miércoles, 17 de enero de 2018

Las narrativas imposibles

  
Mario Szichman




¿Por qué ciertas narrativas crecen fecundas en un suelo, y otros nunca prosperan, ni siquiera con un buen trasplante? ¿Por qué el Cándido de Voltaire parece imposible de ser pensado en otro sitio que no sea Francia? ¿Por qué El buen soldado Schweik de Jaroslav Hasek es difícil de imaginar fuera de Europa oriental? ¿Es posible un Robinson Crusoe español? ¿Es factible un Buscón inglés?
Aventuro una hipótesis. El Cándido no puede prosperar sin una fuerte influencia de corrientes filosóficas en una sociedad, y de filósofos en sus salones. Y eso engendra su opuesto: el deseo de poner en ridículo esas corrientes y especialmente a sus portavoces.
Todo el Cándido es una burla a Leibnitz y a su teoría de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pero para eso, Leibnitz debía ser bastante conocido en los círculos que frecuentaba Voltaire, y algunas de sus teorías lo bastante divulgadas y satirizadas para que el escritor francés decidiera que había llegado el momento de poner al filósofo alemán en la picota.
Algo parecido ocurre con Schweik. El buen soldado es un malingerer, una persona que se finge enferma para no cumplir sus funciones. Lleno de ardor patriótico, nadie sabe cómo se las arregla para postergar siempre su llegada a la línea del frente. Pero sucede que no es lo mismo ser patriota en la patria de uno que patriota en tierra ajena. Y Schweik es checo, y su país ha sido subyugado por la monarquía austro-húngara. La forma de mostrar patriotismo hacia su verdadera patria es hacer lo posible y lo imposible para no servir de carne de cañón en la patria impuesta por el ocupante.


¿Es posible transferir Robinson Crusoe a una isla española? Según los historiadores, Robinson Crusoe es la versión novelada de un auténtico naúfrago, Alexander Selkirk, un marino escocés que pasó cuatro años en una isla desierta. El naufragio de Selkirk ocurrió a fines del siglo XVII, una época en que esa ocurrencia era moneda corriente en las principales líneas de navegación del Atlántico.
Muchos españoles fueron víctimas de naufragios. Pero ¿qué convierte a Robinson Crusoe en una epopeya difícil de imitar en el mundo de habla hispana? Tal vez sus atributos mercantiles, poco afines al espíritu español, o quizás su flexibilidad, secuela de un ímpetu capitalista.
Cada población humana distingue ciertos objetos por la incidencia que tienen en sus vidas. En los lenguajes Sami, del norte de Escandinavia, nos informa Peter Trudgill en su excelente trabajo Sociolinguistics, hay muchas palabras asociadas con el reno. A su vez, los beduinos árabes tienen muchas palabras vinculadas con el camello.
¿Qué harían los anglosajones sin la palabra business? Posiblemente perecerían. Tengo en mi pantalla el diccionario electrónico Oxford. Abro la ventanita de business, y me informa que business se puede traducir como negocios, o comercio. Pero cuando se comienzan a analizar las frases hechas que incluyen “business”, el tamaño es abrumador.
Si un anglosajón quiere impedir que otro se entrometa en sus asuntos personales, le dice, “That´s none of your business”, (eso no es asunto tuyo). Los dueños de perros los sacan a pasear para que hagan sus “business”. Cuando el gobierno de Washington, cada vez con más frecuencia, debe arrojar por la borda a una de esas pesadas cargas que son sus secretarios de gabinete, lucha con denuedo para dar la apariencia de “business as usual”, de que no ha pasado nada.
En nuestros países, tenemos los refranes: Antes es la obligación que la devoción, o Primero el deber, y después el placer. Predomina el sentimiento estoico, religioso. En Estados Unidos eso se traduce como “business before pleasure”, negocios antes que el placer.
Y Robinson Crusoe es la primera figura de la literatura moderna que piensa como un comerciante. ¿Cuál es la esencia del espíritu mercantil? Que se acomoda a la naturaleza, en vez de enfrentarse a ella. Como sabemos, la naturaleza odia la artritis. Y el comerciante odia todo aquello que entorpezca sus deseos de ganancia.
En el mundo del vestuario, un sucedáneo de la artritis es la armadura. Seguramente un Robinson Crusoe español nunca se hubiera querido librar de la armadura. Un Robinson Crusoe con armadura no hubiera sobrevivido a la puesta del sol. (No hay mejor prueba del realismo cervantino que analizar las vicisitudes afrontadas por el Quijote por negarse a prescindir de algún elemento de su armadura).
El Robinson Crusoe de Defoe cree fervorosamente en el trabajo, y necesita indumentarias cómodas para trabajar. Descubre, a diferencia del conquistador español, que el oro es totalmente irrelevante en la isla desierta. (Up to a point, hasta cierto punto, como diría Evelyn Waugh. Pues tras encontrar algunos doblones de oro en el galeón semi hundido del que ha logrado huir, y luego de pronunciar algunas hipócritas frases sobre lo deleznable de esas riquezas materiales, Robinson Crusoe lo piensa mejor, y decide atesorar las monedas. Hay un solo elemento que le falló a Defoe. ¿Dónde guardó las monedas? Pues antes de lanzarse al agua, el protagonista se había quitado los pantalones).
Además, Robinson Crusoe es un personaje muy práctico. Le parece más importante conseguirse una ridícula sombrilla para protegerse del sol, que ponerse de rodillas y rezarle a Dios para que libre de los feroces elementos. (El náufrago sólo eleva sus oraciones al señor tras una demoledora jornada de trabajo).
No me imagino un Robinson Crusoe español desprovisto de rígidos brocados, de camisas que concluyen en cuellos envarados, de casacas que parecen hechas de latón, o de esos guantes de cabritilla que oprimen las manos y estrangulan los dedos, o de jubones estrechos y de tela tiesa, o de esas botas de caña entera, pese a la temperatura ambiente. Y además ¿es concebible un Robinson Crusoe español sin un criado?
Un Robinson Crusoe español demostraría una moral invencible. Su lema sería Que se rompa, pero que no se doble.
Cuando pienso en un Robinson Crusoe español, recuerdo la leyenda de ese monarca, también español, que estaba cerca de la chimenea. Sus ropas comenzaron a arder, y él decidió achicharrarse vivo antes que dignarse a pedir a su criado que lo salvara del fuego. El monarca no quería humillarse ante un subalterno.
¿Qué haría Robinson Crusoe, el auténtico, al tropezar con una armadura? Supongo que la fraccionaría y la volvería a componer. Y eso, por cierto, es lo que ocurrió en las colonias del norte de América cuando llegaron los primeros peregrinos. También ellos traían armaduras enteras. Pronto descubrieron que esas no eran las mejores indumentarias para enfrentar a los indios, pues eran pesadas, incómodas para usar.
Por lo tanto, los herreros decidieron seccionar las armaduras y unir sus partes con argollas. Eran así mucho más livianas, se adaptaban mejor al cuerpo, y rechazaban las flechas. Además, de cada armadura original podían obtenerse cuatro o cinco. (Una técnica más capitalista que feudal).
Y si Robinson Crusoe nunca podría prosperar en suelo donde se habla el español, uno de los géneros de la literatura española, la picaresca, muy difícilmente cuente con un sucedáneo en el mundo de habla inglesa.




¿Qué tiene el Buscón que lo hace tan intransferible al inglés? Bueno, en primer lugar, sus inagotables juegos de palabras. Don Pablos, el Buscón, al comentar la supuesta nobleza del bribón de su progenitor, señala, “Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer”. El hermano del Buscón muere “de unos azotes que le dieron en la cárcel”. Y su madre lo lamenta mucho “por ser tal que robaba a todos las voluntades”.
¿Cómo traducir la hambruna que pasan don Pablos y don Diego Coronel en la casa del licenciado Cabra? El licenciado tiene “las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas”. Don Diego Coronel le explica al Buscón que intentó “persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer”.
¿Cómo explicar en inglés las peripecias del Buscón en la corte de Madrid, rodeado de pícaros que se hacen pasar por gentilhombres, y prodigan embustes para sobrevivir?
Uno de ellos enuncia: “Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos, y advertimos que los tales señores, o están muertos o muy lejos”.
Inclusive las ropas en el Buscón cumplen una función impensable para Robinson Crusoe. Hay una genealogía de la vestimenta que se asocia no con la producción, sino con la sobrevivencia.
“No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia”, enuncia uno de esos gentilhombres. “Esta ropilla; pues primero fue greguescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de todo, los aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos”.
Leyendo recientes reseñas de críticos anglosajones sobre El Buscón, sigo encontrando rechazo, hasta repugnancia por la falta de moral de Don Pablos.
¿Qué ética puede encontrarse en un personaje que tiene como progenitores a un ladrón y a una hechichera? ¿Qué personaje puede ser rescatado en el peregrinaje que emprende don Pablos desde su hogar hasta la Corte?
Y entonces, reflexiono nuevamente en Robinson Crusoe, con su moral elástica, y sus suaves hipocresías –como abominar del maldito oro, y luego guardárselo, aunque ignoramos cómo– y observo a don Pablos, que es de una sola pieza, acatando las desdichas que le ha tocado sufrir, sin mentir nunca, sin tratar de disculparse. Es imposible eludir la admiración.
Pienso que si alguien lo enfrentara para reprocharle su actitud, el Buscón lo miraría, arrogante y despectivo, y le respondería con una frase que suena mucho mejor en inglés: “That´s none of your business.”


miércoles, 23 de noviembre de 2016

La isla del Tesoro: del padre muerto al padre ausente




La mayoría de los seres humanos
padecen vidas de tranquila desesperación.
Henry David Toreau



Hay narradores que pertenecen más al siglo veintiuno que al siglo diecinueve: entre ellos Edgar Allan Poe, Fiodor Dostoievski, y Robert Louis Stevenson. Sin importar la extensión de su prosa —Dostoievski escribía largas novelas, lo mejor de Poe y de Stevenson se condensa en menos de quinientas páginas— existe un ascetismo en sus textos que parte de sus inquietudes esenciales y de un concepto de la literatura como un arte comunal. Esa noción ha sido desarrollada por el teórico Angus Fletcher (Allegory: The Theory of Symbolic Mode; Time, Space, and Motion in the Age of Shakespeare, entre otros textos). Su tema central es que ciertos narradores trascienden su época marchando a los orígenes. Sus fuentes pueden ser la Biblia, la Ilíada, el Lazarillo de Tormes, o los cuentos de Andersen, esto es, “creencias antiguas y una tradición común”, dice Fletcher.
Esa pauta fue precedida por Miguel de Cervantes, por John Bunyan en su Pilgrim Progress, por Daniel Defoe, y por Jonathan Swift. En todos los casos, existe una emigración del héroe rumbo a lo desconocido, abundan las aventuras, y el final no es siempre feliz.
Hay tres protagonistas en La isla del tesoro: Jim Hawkins, el niño/adolescente, su padre desvalido y muerto, y Long John Silver, el cocinero/pirata, un jano bifronte que comienza representando la figura del padre protector y se convierte luego en perseguidor del hijo adoptivo.
Los primeros capítulos de la novela, que transcurre a mediados del siglo dieciocho, representan la puesta en escena de una obra de gran guiñol, tras la aparición de “El viejo lobo de mar” en la posada Admiral Bebow, propiedad de los progenitores de Jim Hawkins. En la novela abundan nombres que marcan  un atributo, o los apodos, otro atributo de la literatura comunal.
Bunyan usó ese recurso hasta la saciedad en Pilgrim Progress. Esa alegoría cristiana está repleta de nombres que informan de la naturaleza de sus personajes. El protagonista se llama Christian, y es el epítome de un buen cristiano. La tarea de Christian es abandonar La Ciudad de la Destrucción, y llegar a la Ciudad  Celestial, el paraíso.  En el camino se cruza con seres como Obstinate, quien se rehúsa a acompañar a Christian en su viaje, y con Pliable,  que como su nombre lo indica, es flexible, acepta la influencia de sus líderes, y por lo tanto, secundará al héroe en su aventura. ​

VILLANOS DE NOVELA

El viejo lobo de mar —su verdadero nombre es “Billy” Bones, y bones  significa huesos y alude al esqueleto— se apodera de la imaginación del adolescente cuando le promete un modesto pago a cambio de vigilar el área donde se encuentra la posada. El veterano marino teme el arribo de un hombre con una pata de palo. Estamos ya en el territorio de los temores infantiles, agravados porque el padre de Jim agoniza en un cuarto de la posada.
Al principio, Bones se convierte en la gran atracción del mesón. Todas las noches se sienta en una mesa alejada del resto de los comensales, bebe ron de manera continua, y narra sus hazañas, además de amedrentar a los parroquianos. La madre de Jim Hawkins teme que la presencia del viejo pirata disminuya la concurrencia de lugareños. Pero ocurre todo lo contrario. Las aburridas vidas de los clientes se animan gracias a “Billy” Bones y a sus relatos de aventuras.
El personaje “frecuentaba mis sueños”, dice el protagonista. “En noches tormentosas… lo veía de mil formas diferentes, y con un millar de diabólicas expresiones”. En ocasiones, “la pierna estaba cortada a la altura de la rodilla, y en otras, surgía de la cadera. También a veces, era una monstruosa criatura que solo poseía una pierna, y en el medio del cuerpo”. Stevenson estaba al tanto de los símbolos fálicos, mucho antes que Sigmund Freud. También conocía al público a quien se dirigía, y sabía que los niños también pueden disfrutar del terror.
Pero quien aparece en la posada no es un hombre con una pata de palo, sino un marinero con ambas piernas, “Black Dog”, un excompañero del pirata, quien lo aterra con sus predicciones. Finalmente, un mendigo ciego le entrega al expirata el famoso “Black Spot,” uno de los grandes artilugios literarios de Stevenson. The Black Spot era una pieza circular de papel o de cartón. Un lado estaba oscurecido con hollín, el otro lado portaba un mensaje con una sentencia de muerte, y debía ser colocado en la palma del acusado.
Aterrado por la visita de sus excompañeros, el expirata le confiesa al protagonista que es buscado porque se apropió de un mapa  donde se halla marcado el sitio de un tesoro escondido.
“Billy” Bones sufre un ataque de apoplejía, y muere.  Jim y su madre descubren un cofre dentro del cual está el mapa. El médico del pueblo, el doctor Livesey, examina la carta náutica, y deduce que alude a una isla del Caribe donde un famoso pirata, el capitán Flint, enterró un gran tesoro. Luego, el señor Trelawney, terrateniente del distrito, propone adquirir un barco e ir en busca del tesoro. El doctor Livesey es designado médico de a bordo, y Jim actuará como grumete. 
La pareja que procreó a Jim desaparece totalmente de la escena, como es habitual en las novelas de aventuras, y el padre muerto del protagonista es reemplazado por uno de los grandes villanos de la literatura moderna: Long John Silver. Excepto por el doctor Jekyll y su alter ego, Míster Hyde, no existe en la narrativa de Stevenson un personaje más cautivante que ese presunto cocinero y real jefe de una banda de piratas ansiosos por quedarse con el botín.
Long John Silver tiene una pata de palo, y es curioso que Jim no lo vincule con ese pirata citado al comienzo del relato por “Billy” Bones. La combinación de su destreza física, su amabilidad y sentido del humor, cautivan al protagonista. Long John Silver es una versión mejorada del padre del protagonista.
Stevenson intuyó desde el principio que ese antihéroe se iba a devorar la novela, al punto que el primer título que pensó fue The Sea Cook, el cocinero del mar. Pero si Stevenson advertía el enorme potencial de Long John Silver, estaba al tanto de sus riesgos. ¿Cómo lidiar con ese villano que ponía en duda inclusive al progenitor de Jim? El narrador tuvo la súbita inspiración de desenmascarar al jefe de los piratas en la famosa escena del barril de manzanas. Mientras Jim pasea por la cubierta del barco donde viajan hacia la isla del tesoro, siente hambre, y se dirige a un barril para recoger el fruto. Apenas queda una manzana en el fondo del tonel.
Jim se apresta a tomarla cuando escucha pasos, y decide refugiarse en el barril. Quienes se aproximan son Long John Silver y uno de los marineros. En esa ocasión, el jefe de los piratas revela el plan para apropiarse del tesoro y asesinar a quienes fletaron el barco, junto con los tripulantes leales.
Es posible que Stevenson haya lamentado transformar a Long John Silver en un villano. De todas maneras, hasta en su rol de traidor, el jefe de los piratas se sigue deglutiendo las escenas. Basta leer sus monólogos y explorar sus argucias. El lector se siente tentado a perdonarle sus triquiñuelas, y a veces, a justificarlas. Y Stevenson tuvo al menos la generosidad de permitir al pirata huir con parte del tesoro.
Narrada a un ritmo vertiginoso, la novela es una obra de la modernidad. Otras narraciones del siglo diecinueve que han sido llevadas al cine, tuvieron que ser despojadas de buena parte de sus primeros, tediosos capítulos. Pero no La isla del tesoro. Quizás ayudó el hecho de que fue inicialmente serializada en una revista para lectores juveniles.
La novela es muy gráfica en la descripción de aventuras, pero su contenido es tan especial, que inclusive su transfiguración en un cómic no le hace perder interés alguno.
Tras releerla, analicé La isla del tesoro, clásicos en cómic, una versión en forma de historieta publicada este año por la editorial Verbum, de Madrid, con dibujos de Arianna Ricardo, y guion de Carlos Peinado Gil. Debo confesar que me acerqué al cómic con bastante aprensión. Recuerdo que en mi infancia, había varias editoriales que publicaban ese tipo de cómics, aunque en blanco y negro, y a veces, en blanco y sepia. Era difícil entusiasmarse con esas historietas, quizás porque los dibujantes no solían compenetrarse de la mentalidad infantil.
Pero, por lo demás, es un buen cómic. Los dibujos tienen primeros planos de gran eficacia, y las escenas elegidas ofrecen una buena ambientación. En los cómics hay solo dos posibilidades: o nos atrapan, o resultan insulsos. El cómic de La isla del tesoro atrapa, y la trama es muy fluida.
Leer la versión original de la novela, y su transcripción al cómic sirve también de ayuda a los escritores. Quien desee capturar el interés de niños y adolescentes, mejor que se emancipe de novelas excesivamente amuebladas, o de personajes con dramas existenciales. En vez de poner el carro antes que los caballos, Stevenson puso el diálogo y las descripciones al servicio de la aventura.
La isla del tesoro nunca ha pasado de moda, ha sido un perpetuo best–seller, entre otras cosas, porque trata a sus lectores infantiles o juveniles como adultos, y no les ahorra la descripción de toda clase de calamidades.
Pero es, además, una novela optimista: enseña a tener paciencia y conquistar coraje a quienes padecen vidas de tranquila desesperación.


miércoles, 10 de agosto de 2016

Diario del año de la peste: una novela de Daniel Defoe tan perdurable como Robinson Crusoe

Mario Szichman



Entre mis recuerdos de una entrevista con Gabriel García Márquez en un hotel de la avenida Solano de Caracas, en 1967, figura su consejo sobre dos libros que me recomendó leer. El primero era Cazadores de cabezas del Amazonas de Fritz W. Up de Graff y el segundo el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe.
Fue una entrevista inolvidable. Entre otras cosas, porque olvidé llevar un grabador, y tomé escasos apuntes. A lo largo de los años he ido recordando,  por trozos, las declaraciones de García Márquez. Aunque la entrevista en sí no fue memorable, contó con momentos que persistieron en mi memoria.
El libro de Up de Graff es un clásico de la antropología. Las aventuras del narrador recuerdan los viajes de Gulliver, pero en la selva amazónica. Basta leer el capítulo que el autor dedica a las hormigas, que desfilan a través de los bosques como soldados de un ejército muy disciplinado, y destruyen a su paso toda criatura viviente que se atraviesa en su camino, sin misericordia alguna.
En cuanto al Diario del año de la peste, es una novela sobre la Gran Plaga de Londres de 1665. Defoe la publicó cincuenta y siete años después del evento, en 1722.
Aunque era un excelente panfletista, Defoe recién produjo sus obras maestras ya sexagenario. Entre 1718 y 1723 escribió Robinson Crusoe, Moll Flanders  y Journal of the Plague Year, además de otras obras de calidad, aunque no tan famosas. Y de la misma manera en que su genio floreció en escasos años, se apagó. Perseguido por sus acreedores,  vivió de escondite en escondite, y falleció en 1731, sin amigos o familiares.
El historiador J.H. Plumb dijo que las “cuestionables prácticas comerciales” del escritor  lo llevaron a la bancarrota. Fue acusado de estafar a sus acreedores, y aunque “algunos pensadores han tratado de exonerarlo por todos los medios posibles, es muy difícil hacerlo”.
Defoe no es la primera persona que, aunque circula precariamente entre ambos lados de la ley, ha pasado a la fama gracias a sus insólitas experiencias y a su capacidad para narrarlas con talento. Ahí tenemos el ejemplo de Casanova, cuyas memorias se seguirán leyendo a través de los siglos, por la calidad de su prosa y la fascinación de sus aventuras. Y lo mismo podemos decir, en fecha más reciente, de Henri Charriere, el autor de Papillón. Recuerdo que lo entrevisté en Caracas, poco después de la publicación de su autobiografía. Charriere fue invitado al programa Buenos Días, que dirigían Sofía Imber y Carlos Rangel y pude hablar con él al concluir el programa –tampoco en esa ocasión llevé grabador.
Le dije que no creía en su método de trabajo, pues Charriere había señalado en el curso del programa que la redacción del manuscrito no había representado problema alguno. Según indicó, un día decidió comprar algunos cuadernos escolares, y se puso a escribir los recuerdos de su vida en prisión. Los recuerdos fluyeron, y en unos meses, el relato estaba listo.
Eso podía ser probable en Alejandro Dumas o en Balzac, y luego de algunas décadas de trabajo como folletinistas, le señalé. Pero Charriere no había escrito nada previamente. ¿Cuántas horas había dedicado a las correcciones? Negó que hubiera hecho muchas correcciones. El material había fluido naturalmente. Lo único que siempre necesitaba a su lado era una bacinilla. Cuando estaba inspirado, no tenía ganas de ir al baño, pues podía perder el hilo de su crónica.
Ignoro cuánto de eso era cierto. Es obvio que la editorial Laffont trabajó bastante la copia de Papillon antes de llevarla a la imprenta. Pero hablando con Charriere, era fácil descubrir a un narrador nato. Cada una de sus anécdotas podría haber ido directo a un libro de cuentos, debido a la gracia con que las contaba, y a sus precisos detalles. No era un gran lector, como el mismo lo confesó, pero quizás su experiencia de vida era suficiente para nutrir sus recuerdos y hacer tan brillante su prosa. Eso sí, era un gran conversador y le encantaba jugar a las cartas. Posiblemente sus compañeros de juego eran tan buenos conversadores como él. También habían vivido situaciones extremas, donde se combinaban la tragedia y el humor. Su carrera la había iniciado como proxeneta, no la peor para un escritor.  Según decía Faulkner, “el mejor trabajo que jamás me ofrecieron fue el de trabajar como encargado de un prostíbulo… El lugar es tranquilo durante las horas del día, que es el mejor momento para trabajar. Y hay bastante vida social en la noche. Eso evita el aburrimiento”.

DEFOE EL PERIODISTA


En 1721, una plaga originaria de Oriente arrasó Europa y llegó a Marsella. Hombres, mujeres y niños empezaron a morir como moscas. Parecía que otra gran epidemia arrasaría con el continente.
Defoe había vivido en Londres durante la Gran Plaga de 1665. Sus recuerdos de infancia le permitieron estructurar la novela, aunque basándose en abundante información que existía sobre el evento.
La intención del narrador no era crear una obra maestra, sino ganar dinero divulgando una trama sensacionalista y morbosa. Armonizando sus dotes de narrador con las del periodista, Defoe trazó un inolvidable retrato de Londres durante la peste. Ni siquiera ocultó sus fuentes. Varias páginas del libro reseñan el Bill of Mortality, donde se anotaban las muertes semanales en los principales distritos de Londres, así como las ordenanzas, algunas horrendas, para contener el mal. Por ejemplo, cuando alguien quedaba infectado, los miembros de su hogar debían quedar confinados en la vivienda. Funcionarios del gobierno se encargaban de vigilar las puertas para impedir todo escape. De esa manera, todos los integrantes de la familia terminaban contaminados, y sufrían horribles agonías.
Apenas la plaga empezó a diseminarse, el constante grito de los encargados de recoger los cadáveres era Bring out your dead! Traigan a sus muertos.
Fue una suerte que en esa crónica periodística se insertase Defoe el narrador, exhibiendo personajes y eventos de un realismo exacerbado por la tranquila objetividad con que cuenta las historias. Allí está, por ejemplo, el relato del gaitero que un día se quedó dormido en el umbral de una taberna. Al rato alguien cayó muerto a su lado. Cuando el gaitero despertó, lo estaban llevando al sepulcro, rodeado de cadáveres. Lejos de ser una descripción ominosa, el incidente tiene ribetes tragicómicos. El protagonista reacciona como un ser humano, muy ansioso por seguir viviendo, y con ánimo suficiente para reconocer su parte en esa horrenda comedia de equivocaciones. Su gran error fue dormirse en la puerta de la taberna tras una gran borrachera.
Buena parte del relato está destinada a ofrecer una visión racional de la tragedia, y a combatir los rumores que aterraban  a los habitantes de Londres. Una muestra del periodismo que practicaba Defoe, y que aún hoy resulta útil para combatir el pánico, es cuando analiza la manera en que se difunde un rumor, y el método para refutarlo.
“Algunas historias tienen dos marcas que las hacen sospechosas”, dice Defoe. “Primero, el que la cuenta ubica la escena lo más lejos posible del lugar donde se halla. Si usted se encuentra en Whitechapel, el episodio ocurrió en St Giles´s, o en Westminster, o en Holborn, o al otro extremo de la ciudad”. Por otra parte, sin importar donde ocurrió el suceso, “los detalles son siempre los mismos”.
Si Dante no hubiera existido, Defoe hubiera sido capaz de crear muchas escenas dantescas. En una ocasión, el protagonista se dirige a una aldea cercana a Londres. En un terreno se concentra un grupo de personas infectadas por la peste. Los habitantes del lugar, conmovidos por la suerte de esos seres, llevan comida, y la dejan a gran distancia, temiendo contagiarse.
Cuando alguno de los desdichados moría, “dejando la comida sin probar”, acota el novelista, “cavaban una gran fosa a gran distancia de ellos, y luego, ayudados por largas pértigas que tenían ganchos en sus extremos, arrastraban los muertos hacia las fosas, y arrojaban tierra lo más lejos posible de donde se hallaban, a fin de cubrirlos”.
Hay piedad en esos aldeanos que aún no han quedado contaminados por la plaga, e intentan ayudar a los enfermos. Hay resignación por la suerte que corren. Pero también hay seres de carne y hueso; algunos perversos, otros malvados, y muchos que ofrecen muestras de bondad.
En otra ocasión, Defoe describe las precauciones que adoptaban los londinenses para evitar el contagio. Por ejemplo, los carniceros no entregaban el producto a sus clientes. Cada comprador debía bajar la carne directamente de los ganchos. Tampoco tocaban el dinero. “Las monedas eran depositadas en una jarra llena de vinagre” considerado un buen desinfectante. Y como también dar el vuelto conllevaba el peligro de infección, los compradores debían llevar consigo monedas de todas las denominaciones para pagar exactamente por el precio del producto.

HUMANO, DEMASIADO HUMANO

La combinación de sus instintos de periodista y de su magia narrativa, permitió a Defoe escribir una novela que, según Plumb, vivirá mientras exista la lengua inglesa. Ni un solo ser humano que habita Journal of the Plague Year carece de tres dimensiones. Defoe los hace recordables por un gesto, una frase, hasta por la manera de caminar.
Al mismo tiempo, usa una técnica que es muy difícil encontrar en la narrativa: ningún episodio se cierra. Defoe está tan ansioso por contar la gran tragedia, que suele anunciar al lector: “Innumerables historias fueron conocidas sobre esa cruel conducta… pero describiré algo más cuando llegue a esa parte del relato”. O: “Ya contaré  más sobre este caso en otra parte”, manteniendo así el suspenso.

Siempre se ha comparado la fría objetividad del autor de Robinson Crusoe con el sentimentalismo de Dickens. Defoe no era un moralista, ni un populista avant la lettre. Tampoco condenaba la conducta de los londinenses, sin importar las circunstancias, a veces abyectas. El único elogio que prodigó a los pobres del East End de Londres es que contaban “con un coraje brutal”. Es obvia la empatía del escritor por sus personajes, sin importar su condición social, o sus actos. Y también la admiración. Pues la ciudad que parecía condenada a desaparecer, pudo emerger de la catástrofe gracias al espíritu de resistencia de sus habitantes. Toda clase de emociones y pasiones humanas se exhiben en Journal of the Plague Year, pero la autoconmiseración ocupa un discreto segundo plano. Los pueblos no suelen renacer de las cenizas lamentándose como plañideras.