miércoles, 1 de abril de 2015

¿Puede el libro de un líder cambiar la historia de un país, o es una fantasía populista?

 Mario Szichman


En la segunda guerra mundial se enfrentaron no solo dos filosofías políticas: la democracia liberal con Estados Unidos y Gran Bretaña a la cabeza,  y la autocrática, representada por el nazismo de Adolf Hitler, el fascismo de Benito Mussolini y la absolutismo del emperador japonés Hirohito, sino dos ideas diferentes de la cultura. Como señaló George Bornstein en su comentario al libro de Molly Guptill Manning When Books went to War (Houghton Mifflin Harcourt, 2015) la idea de Hitler y de sus secuaces no difería mucho de la propiciada por Torquemada. La única función que cumplían los libros era como aceleradores de la combustión. Al comenzar la guerra, en 1939, el gobierno de Berlín ya había prohibido dieciocho categorías de libros escritos por 565 autores, en total, 4.175 títulos. La mayoría de los libros habían sido redactados por judíos. El ministro del Interior de Alemania, Wilhelm Frick, dijo en cierta ocasión a un grupo de directivos de colegios que debía alertarse de manera constante a los educandos sobre “la infiltración que podía padecer el pueblo alemán” de seres “con sangre foránea, especialmente judíos y negros”. 
Si bien libros de judíos como Sigmund Freud, Carlos Marx, Franz Werfel y Stefan Zweig fueron quemados desde el comienzo del nazismo, más tarde le tocó el turno a gentiles, como Upton Sinclair, Thomas Mann, la famosa escritora ciega Helen Keller, y muchos otros cuyos puntos de vista divergían de los filósofos nazis. Eso sí, los alemanes eran recompensados con Mein Kampf, Mi lucha, la autobiografía política de Hitler.  
Me pregunto si tanta incineración de libros ordenada por los jerarcas alemanes no fue, en realidad, un intento de Hitler para acabar con todo autor que pudiera hacerle sombra.
La costumbre de caudillos políticos de perpetuar su obra en páginas encuadernadas es casi tan prolongada como la historia. Algunos produjeron monumentos literarios, como Julio César, con su Guerra de las Galias, una autobiografía en tercera persona que recibió en el siglo diecinueve el interesante añadido de los comentarios formulados por Napoleón Bonaparte, en un ejemplar que formaba parte de su biblioteca portátil. 
Las memorias del general Ulises Grant, que derrotó a los ejércitos sureños en la guerra de secesión de 1861-1865, son asombrosamente interesantes y bien escritas. Es como si Mark Twain hubiera decidido narrar episodios militares.        Y Winston Churchill, tras concluir la segunda guerra mundial, escribió sus Memorias en seis volúmenes, que fueron la principal razón para que obtuviera el Premio Nóbel de Literatura en 1953, precedido por François Mauriac, y seguido por Ernest Hemingway.  
Pero en todos los casos mencionados se trata de libros polémicos, muy discutidos. Ocurre algo diferente cuando el autor es un líder populista o un autócrata. En esos casos el volumen pergeñado es un objeto de culto, solo apto para ser emplazado en un altar.
Cuando estaba tomando apuntes para una novela sobre la captura de Adolf Eichmann en la Argentina, encontré datos fascinantes acerca de la relación entre Hitler y la editorial que publicó Mein Kampf. Como suelen decir en estas tieras, It was a match made in heaven. El mismo Führer  comentó en una ocasión la angustia sufrida cuando envió la primera versión de su libro a la empresa Surkampf Verlag, algunos años antes de convertirse en canciller alemán.
“Estaba más nervioso que cuando anunciamos el Tercer Reich en la cervecería de Munich”, dijo a varios de sus allegados. La inquietud en la jerarquía nacional socialista era compartida. Todos temían el lápiz rojo del crítico. El ministro de Propaganda Joseph Goebbels, un veterano de la escritura, que  redactó una novela sobre el despertar de su patriotismo tras escuchar un discurso de Hitler, trataba a los ejecutivos de las editoriales con guantes de seda. La primera edición de Mein Kampf apenas alcanzó a cubrir los costos, pero una vez Hitler asumió el liderazgo de Alemania, el texto se convirtió en un fenomenal éxito de librería. Por cierto, Surkampf Verlag era célebre porque solía devolver el noventa y cinco por ciento de los manuscritos enviados. Hitler  quedó perplejo cuando tras remitir la edición corregida y aumentada, el gerente de la empresa le solicitó una audiencia. El funcionario deseaba pedirle permiso para encargarse de la divulgación del libro. Además, se negaba a cobrar un céntimo por la publicación o la distribución, no porque fuera un felpudo, como señalaron algunos críticos que luego abandonaron presurosamente el país, sino porque tenía un olfato infalible para detectar promisorios autores.  
El Führer recibió no el habitual diez por ciento por ejemplar vendido, sino el sesenta por ciento, que de inmediato donó a un fondo de ayuda a los veteranos de la Gran Guerra. Las reseñas del libro fueron unánimemente elogiosas, y la distribución, impecable. Cada hogar alemán se engalanó con una copia del libro, que solía ser colocado como centro de mesa. En las bodas, uno de los regalos más estimados era Mein Kampf.
Algo similar ocurrió en la Argentina con La razón de mi vida, la autobiografía de Eva Perón escrita presuntamente por el periodista español Manuel Penella en colaboración con otros profesionales. El volumen fue un enorme bestseller que benefició a la editorial Peuser. Nadie estaba obligado a comprar el libro. Recuerdo que mis padres tenían un negocio de relojería, en el barrio porteño de Liniers. En cada barrio los peronistas habían creado una “Unidad básica”, una especie de comité político que no estaba formado en absoluto por patriotas cooperantes, sapos, o alguna de esas aberraciones que los gobiernos populistas suelen diseminar en cada parroquia. El peronismo creía exclusivamente en la persuasión. Solo cuando la persuasión fallaba enviaba a los comercios de los recalcitrantes a dos inspectores de la Dirección General Impositiva que siempre detectaban problemas en los libros de contabilidad.

El líder de esa Unidad básica era un hombre asombrosamente parecido a Juan Perón, aunque usaba unos anteojos de luneta sin aumento, pues eso le daba una distinción muy especial. El hombre, abrumadoramente amable, siempre sonriente, le preguntó una vez a mi padre por qué en su negocio no había colocado los retratos de la abanderada de los humildes y del líder de los trabajadores. Los consideraba un aditamento indispensable para celebrar los logros de la Nueva Argentina. Ya todos estaban enterados de que Perón cumplía y Evita dignificaba. Al otro día mi padre colocó en su negocio, en sitio muy destacado, los retratos de ambos, tanto de aquel que cumplía, como de aquella que dignificaba.  Además, instaló junto a la caja registradora, por si las moscas, La razón de mi vida. El líder de la Unidad básica suspiró emocionado y agradeció el gesto a mi padre. Por cierto, quería darle la buena noticia de que pronto saldrían a la venta varios tomos con el pensamiento filosófico de Perón. Había una larguísima lista de espera, pero él haría todo lo posible para reservarle algunos ejemplares.  
No dudo que pronto, en la Venezuela actual, saldrán las obras completas del líder de la Revolución Bonita. Al menos ya fue creado el Instituto de Altos Estudios del Pensamiento de Hugo Chávez. Como informó el canal de televisión Telesur, el Instituto se halla ubicado en el estado Barinas y “se encarga de difundir el pensamiento y la acción del líder de la Revolución Bolivariana, lo que permitirá defender su legado”.  

En diciembre pasado, el presidente de la institución, Adán Chávez, que por cierto es hermano del fallecido líder, indicó: “Estamos iniciando un camino para esa difusión y defensa del legado del comandante Chávez”. Durante el “Encuentro de la Red de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad”, realizado en Caracas,  el exministro de Cultura de Venezuela Francisco Sesto dijo que el instituto buscará “conformar un pensamiento integral (...) la tarea del instituto es un pensamiento que no está congelado: está vivo en todos los lugares que haya lucha de los pueblos”.  
La creación de esa alta casa de estudios fue anunciada el 28 de julio de 2013 por el presidente Nicolás Maduro, durante la conmemoración de los 59 años del nacimiento de Hugo Chávez. A mí me cuesta imaginar el legado político/filosófico que transmitirá Chávez a las futuras generaciones venezolanas. Solo los discursos pronunciados durante su monólogo semanal por televisión “Aló, presidente”, deben abarcar unas 50.000 páginas a un espacio. Es realmente tela para cortar.  
Y la inevitable pregunta es: ¿Puede el libro de un líder cambiar la historia de un país, o es una fantasía populista? Creo que sí, que cambiará decisivamente el futuro de los venezolanos.
Supongamos que se imprimen 50 volúmenes, de mil páginas cada uno, del pensamiento de Hugo Chávez. O 100 volúmenes, de quinientas páginas cada uno. No vamos a mencionar la escasez de papel en Venezuela, que hace improbable, pero no imposible, la inmediata publicación de la serie completa. Y una vez puestos esos libros en el mercado ¿se conformarán los ávidos lectores con adquirir apenas uno o dos volúmenes de la colección? ¿Qué ocurre si la hipotética piedra filosofal del pensamiento de Hugo Chávez está en el volumen cuadragésimo quinto? ¿No se sentirá el lector defraudado por no poder acceder a esa verdad revelada?  
¿Cuántos ejemplares serán impresos de cada volumen? El populismo piensa siempre en grande. Ahora quiere conseguir que 10 millones de venezolanos en el país y en el exterior firmen una protesta por la decisión del presidente de Estados Unidos Barack Obama de sancionar a siete funcionarios venezolanos sospechosos de cometer presuntas violaciones a los derechos humanos. Diez millones es también una buena cifra a la hora de pensar en los ejemplares que deben circular en Venezuela con la intención de divulgar el pensamiento de Hugo Chávez. Por supuesto, estamos hablando de diez millones de ejemplares de cada uno de los 50 o 100 volúmenes donde se sintetiza el pensamiento del fallecido líder.
¿Cuántas horas hombre se necesitan para devorarse esas páginas? Más o menos las mismas que los chinos tardaron en erigir la Gran Muralla. Varias generaciones, lo más parecido a la eternidad. La tarea parece surgida del cerebro de Franz Kafka, recuerda el cuento Ante la ley. Pero así funciona el populismo, con verdades eternas que cesan de aplicarse cuando un líder pierde el poder. Ya Mein Kampf no es el bestseller que alegraba el hogar de cada buen alemán. Y La razón de mi vida se ha convertido en un artefacto. Algunos pagan un dineral para usarlo como pieza de conversación.
Todavía ignoramos qué ocurrirá con el pensamiento de Hugo Chávez. Pero si prospera la iniciativa, generaciones de venezolanos deberán dedicarse de manera exclusiva a buscar al hombre nuevo en los nutridos volúmenes. Y es posible que algunos desafectos se limiten a buscar una vía de escape.







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