miércoles, 4 de febrero de 2015

José Agustín Catalá: el siglo de las luces

Mario Szichman



Hay una idea de la cultura que tiene escasa analogía con la realidad: presume que el autor es el personaje más importante. Pero, como lo demuestra Levin L. Schucking en El gusto literario, el escritor, el escultor, el pintor, el músico, son apenas engranajes en la empresa de diseminar una novela, una efigie, un cuadro, o una ópera. Los mecenas, los dueños de imprentas, los propietarios de salas teatrales, los editores, son los verdaderos héroes culturales.
Recuerdo que traté durante algún tiempo al escritor argentino Bernardo Kordon, autor de excelentes novelas y cuentos, que solían tener como protagonistas a personajes de los bajos fondos. En cierta ocasión Kordon me dijo que lo había bendecido la suerte: su padre había sido un próspero fabricante de almanaques, y como la imprenta no estaba dedicada las veinticuatro horas del día a producir almanaques, era posible emplearla en otros menesteres, por ejemplo, imprimir periódicos, revistas, y eventualmente libros.  Y así se inició Kordon en el terreno de la literatura.
Tal vez el mejor homenaje que un escritor dedicó a la imprenta es el de Balzac, en esa obra maestra titulada Ilusiones Perdidas. Balzac contaba con una imaginación mucho más poderosa que Flaubert (aunque rescato al gran Flaubert no por Madame Bovary, sino por Bouvard y Pecuchet, y por su Diccionario de las ideas recibidas). Y realmente la historia de Lucien de Rubempré, quien se convierte en una celebridad de la prensa parisina y en un fracasado autor de novelas, es, más allá de una demoledora sátira del periodismo y de sus truculentas e innobles relaciones con el poder, el gran poema de la imprenta, de su incomparable rol en la sociedad.
Balzac nos hace devorar las páginas que dedica al proceso de fabricación de un diario, y a la técnica de elaboración del papel. Hacia el final del libro, de la misma manera en que en La piel de zapa la pasión acorta la vida del protagonista junto con la membrana de onagro, la sumisión de Lucien al gran villano Vautrin es precedida por la metáfora del hombre que se envicia devorando papel.
Retorno de manera obsesiva a Balzac, y a los avatares del artista, porque durante veinte años, entre 1980 y el 2000, no pude publicar una sola novela. Escribía todos los días, produje numerosos textos, pero los editores no querían publicar mis ficciones. No era un escritor inédito. Ya había escrito una saga completa sobre los Pechof, una familia judía radicada en Buenos Aires: La verdadera crónica falsa, Los judíos del Mar Dulce, y A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad. Pero pese a esas credenciales, ignoro si abundantes o magras, las editoriales bonaerenses a las que ofrecí mis manuscritos no tenían la menor intención de publicarlos.
Aproximadamente entre 1985 y 1995, empecé a trabajar otra veta narrativa, la novela histórica. Colaboraba en esa época con el Suplemento Cultural del diario Ultimas Noticias de Caracas. Su director era Nelson Luis Martínez, quien parecía no tener otra vida que trabajar en el diario, pese a su extensa familia. Nelson Luis estaba fascinado con la vida del Precursor Francisco de Miranda, y me regaló prácticamente todos los tomos de Colombeia, ese cajón de sastre en que Miranda fue acumulando documentos relacionados con sus andanzas en América y en Europa, primero como militar al servicio de la corona española –que incluyó su participación en combates por la independencia de Estados Unidos– luego como general de los ejércitos de la Revolución Francesa, finalmente, como líder de la independencia de la Gran Colombia, que concluyó con su capitulación frente a los españoles, y su muerte en la cárcel de La Carraca, en Cádiz, en 1816.
Creo que un escritor puede dedicar toda su vida a escudriñar Colombeia, y escribir al menos veinte novelas con sus aventuras. Alejandro Dumas hubiera sido un buen candidato para reseñar sus hazañas, sus aventuras amorosas, su trágico fin.
Ignoro cómo elaboré Los papeles de Miranda, y creo que es un error que los escritores deben evitar. Recién en mis últimas cuatro novelas he tenido una idea muy clara de la trama y de la manera de trabajar los personajes, pero es que ahora trabajo de una manera diferente, y además, cuento con una editora, la profesora Carmen Virginia Carrillo, que me provee de numerosas ideas, y me impide que delire en dirección a los cerros de Úbeda.
Bueno, envié una primera versión de Los Papeles de Miranda a un concurso en España, y el editor me dijo con gran gentileza que la novela podría figurar entre las finalistas, excepto por un problema: había sido examinada por dos lectores. Uno de ellos creía que debía ser publicada. El otro discrepaba con ese criterio. Finalmente, quien disentía con el criterio triunfó, y la novela volvió a ser archivada.
En 1979 un intelectual, artista caraqueño y gran amigo, Luis Daniel Barrios, enterado del tema de la novela, me propuso que la publicara en Venezuela. Primero mencionó un editor. Le envié el manuscrito, me lo elogió, pero dijo que el tema era muy controversial, pues Miranda había sido entregado a los españoles nada menos que por el Libertador Simón Bolívar. El editor no quería tener problemas con el gobierno de Caracas, que por cierto ya se proclamaba bolivariano.
Cuando ya estaba sumido en algo similar a la desesperación, Luis Daniel me dijo que hiciera un nuevo intento. ¿Por qué no hablaba con José Agustín Catalá, el propietario de Ediciones Centauro? Y fue así que conocí al gigante.

EDITOR DE EDITORES

Catalá leyó el manuscrito de Los papeles de Miranda, le gustó, y me pidió permiso para que Domingo Alberto Rangel, otro de los grandes intelectuales que ha dado la Venezuela moderna, escribiera el prólogo. Ese no es un prólogo: es una condecoración.
Así reanudé mi vida de escritor, gracias a José Agustín Catalá. Luego vinieron Las dos muertes del general Simón Bolívar (con prólogo de Teodoro Petkoff, otra condecoración), y Los años de la guerra a muerte.
Hablar con Catalá era dialogar con un maestro, que conocía al dedillo no solo la historia de Venezuela sino también de los países vecinos, y de toda el área del Caribe. Y además, se trataba de una historia viva, cargada de anécdotas y de inteligentes reflexiones sobre sus personajes más conocidos, como Rómulo Betancourt, Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza Debayle (conocidos, respectivamente, como Chapitas Trujillo, y Tachito Somoza), y Fidel Castro.
En los próximos días se celebrará el centenario del nacimiento de José Agustín (1915-2011). Es uno de los grandes héroes civiles que ha dado Venezuela. Y como muchos otros héroes civiles, uno no sabe dónde termina el hombre y comienza la leyenda.
Venezuela, supongo que otras repúblicas latinoamericanas, ha sufrido la dicotomía de exaltar a sus destructores en la primera plana de sus periódicos y de confinar a sus benefactores a las páginas interiores. Por eso, en un país donde hay gigantes de la cultura del calibre de Teresa de la Parra, Ana Teresa Torres, Ramón J. Velázquez, Simón Alberto Consalvi, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, German Carrera Damas, la atención se ceba en sus gigantescos enanos políticos, incluido ese comandante eterno que algún día pasará a la historia como el gran destructor de Venezuela.
        Catalá integraba el selecto círculo de los gigantes de la cultura venezolana.  Llegó a los 97 años de edad, y tuvo la bendición de vivir lúcido y de morir lúcido. Adolescente apenas, fue condecorado con la cárcel por el dictador Juan Vicente Gómez.
El editor dejó un legado: 70 años de publicaciones, que es indestructible siempre y cuando algún novedoso inquisidor no decida que ha llegado nuevamente la hora de quemar libros.
La historia moderna de Venezuela, la historia épica de Venezuela, las polémicas de Venezuela, algunas de las mejores biografías escritas en Venezuela, salieron de la editorial que dirigía Catalá. Si algún texto había sido censurado o expurgado por los historiadores oficiales, Catalá se encargaba de restablecer el prístino original, como ocurrió con esa joya editorial que es el Diario de Bucaramanga de Perú de Lacroix. Si algún texto había pasado de la imprenta a un sótano para que nadie se enterara de su contenido, allí estaba Catalá para resucitarlo y hacerlo conocer, como ocurrió con otra joya editorial: Las Memorias de Jean Baptiste Boussingault.
Las Memorias fueron impresas por primera vez en castellano, en Venezuela, en 1949. Pero cuando el entonces ministro de Educación de Venezuela se enteró de su contenido –era una época de la historia venezolana en que los ministros de Educación sabían leer– determinó que debían ser incineradas pues atentaban contra la moral y la correcta interpretación de la historia bolivariana. Cinco mil ejemplares de Las Memorias fueron incinerados.
Y allí apareció nuevamente Catalá, con el sello de Ediciones Centauro publicó esas Memorias, pues siempre pensó que con la verdad nunca se teme u ofende.
Y para volver a mi opinión enunciada al comienzo de este texto, buena parte de la cultura impresa de un país depende más de sus editores que de sus autores. Un clásico de la literatura francesa como Del Amor, de Stendhal, vendió apenas 17 ejemplares durante la vida del autor, porque su editor era un pésimo distribuidor. Muchas obras geniales se quedan en el territorio del manuscrito porque sus autores no han conseguido un editor. Y otros autores, que podrían escribir obras geniales, deciden no emprender la tarea, porque tienen dificultades para descubrir editor. Inclusive autores consagrados, si carecen de obstinación suficiente, pueden abandonar la pluma cuando no reciben aliento de los editores.
Juan Carlos Zapata, en su delicioso libro Gabo nació en Caracas, no en Aracataca, recordó que cuando Gabriel García Márquez envió su manuscrito de La hojarasca a la Editorial Losada, su editor, Guillermo de Torre, se lo devolvió con una breve nota donde le aconsejaba que se dedicara a labores más provechosas. Afortunadamente, García Márquez desechó el consejo.
Catalá no pertenecía a esa ilustre pléyade de castradores intelectuales. Nunca rechazó manuscritos por razones políticas, por razones de conveniencia personal, o para quedar bien con el poder constituido. Lo único que le interesaba era la calidad.
Creo que podría escribir un volumen entero sobre Catalá, sobre su valentía personal, su coraje intelectual, su alegría de vivir, o sobre los personajes que conoció. (Y posiblemente lo haga). La entera historia política de la Venezuela contemporánea pasó por sus prensas, y sus protagonistas pasaron por su oficina, porque era imposible no admirarlo.
Gibbon decía: “Mientras la humanidad ofrezca más aplausos a sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria a nivel militar será siempre el vicio de sus personajes más exaltados”.
Ojalá que algún día cambie nuestra mezquina, deprimente historia, repleta de héroes a caballo que poco hicieron por nuestro progreso, y comencemos a ofrecer más aplausos a sus benefactores que a sus destructores. Y entre tanto, hago una apuesta que es absolutamente ganadora: José Agustín Catalá, ese admirable ser humano, ese eximio editor, perdurará.


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