domingo, 27 de julio de 2014

Cuando Pancho Villa y Emiliano Zapata cabalgaban

 

Mario Szichman
 
      Estados Unidos fue atacado, y algunos de sus ciudadanos asesinados. El autor intelectual del audaz operativo era un líder insolente y carismático que, tras adular a los norteamericanos para obtener dinero y armas, se creyó traicionado por ellos. El gobierno de Washington decidió capturar al líder “vivo o muerto”, e invadió el país en el que se había escondido. Tropas estadounidenses iniciaron una encarnizada persecución del Enemigo Público Número Uno, quien fue herido y se refugió en una cueva.
      Esta saga es narrada por Frank McLynn en un excelente libro sobre la Revolución Mexicana: Villa and Zapata, a History of the Mexican Revolution[i].
     El 9 de marzo de 1916, casi un siglo antes de que Osama bin Laden ordenara un ataque contra Estados Unidos, tropas mexicanas bajo el comando de Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa, entraron a Columbus, Nuevo México, matando a ciudadanos norteamericanos. Aunque Villa no intervino en los ataques, el gobierno del presidente Woodrow Wilson lo responsabilizó por la incursión y ordenó capturarlo. Villa fue herido en Chihuahua, pero pudo eludir a sus perseguidores ocultándose en una cueva.
      Finalmente, fueron los propios mexicanos quienes acabaron con Pancho Villa. Tras seis años de escaramuzas y de ataques al galope, el caudillo murió en una emboscada en Parral. Todos señalaron como el autor intelectual al entonces presidente Alvaro Obregón.
      Esos ajustes de cuentas eran un evento rutinario. Muchos líderes fueron asesinados o sufrieron muertes violentas, y casi siempre misteriosas. “Llama la atención”, dice el autor, “los escasos protagonistas de la Revolución que fallecieron en sus lechos”.
      La Revolución Mexicana contada por McLynn está repleta de inolvidables incidentes. Aparece un famoso “enforcer”, Rodolfo Fierro, quien asesinó a 200 prisioneros, uno tras otro, luego de ofrecerles la libertad “si podían correr 100 metros y trepar una pared” mientras él los apuntaba con su revólver.
      El autor también muestra el asombroso coraje de muchos individuos en el curso de una guerra civil que dejó entre 350.000 y un millón de muertos. Cuando David Berlanga, un prominente político, iba a ser fusilado por Fierro, “el joven mostró tal valentía que inclusive mientras Fierro tomaba puntería continuó fumando un cigarro con mano firme, al punto que la ceniza no cayó hasta que recibió la descarga”.
      Si la Revolución no cambió decisivamente la infraestructura mexicana o su política, al menos ofreció algunos atributos al siglo veinte. En el arte de la guerra debemos a la Revolución varios aportes, como la “máquina loca”, el uso de locomotoras cargadas de dinamita para acometer concentraciones militares, algunos de los primeros bombardeos aéreos, y el uso del cine con propósitos publicitarios.
      Las relaciones entre Pancho Villa y Hollywood son material para un libro. A comienzos de 1914 Villa firmó con una empresa cinematográfica un contrato por 25 mil dólares para protagonizar una película. Entre las cláusulas del contrato Villa prometía “librar todas sus futuras batallas de día”, y “de ser necesario, fingir combates”.
      El film The Life of General Villa, con el caudillo en el papel protagónico, fue estrenado en Nueva York el 9 de mayo de 1914. Y como la mayoría de las producciones de Hollywood, “tiene un típico final feliz”, dice el biógrafo. En las últimas escenas se observa a Pancho Villa asumiendo la primera magistratura de México, un sueño que nunca concretó en la realidad.
      La corrupción en México recibió un saludable impulso en esa época. Y según las malas lenguas, nunca cesó, sin importar si los tiempos eran de prosperidad o de penuria. Tal vez el episodio más famoso fue el Tren Dorado de Venustiano Carranza. En mayo de 1920, acosado por las tropas de Obregón, el entonces presidente Carranza abandonó el palacio y llenó “un tren de sesenta vagones con sus secuaces, armas y municiones, archivos del gobierno, y el tesoro nacional transmutado en barras de oro”.
      El Tren Dorado fue emboscado en cada parada. Al final, los despojos del saqueo quedaron regados junto a los cadáveres de los soldados que defendían a Carranza. Luego le tocó el turno al prófugo presidente.
      Si en la Revolución abundaron los villanos, también descollaron los héroes. La gran figura fue Emiliano Zapata. Según McLynn, Zapata, “con su mística relación con la tierra, incorruptibilidad y martirio, está junto a aquellos anómalos santos guerreros de la historia”.
      Muchos escritores famosos incursionaron en México durante esa época. En 1914 el novelista Jack London viajó a Veracruz para reseñar la ocupación norteamericana por encargo de la revista Collier´s.
      London tuvo una relación esquizofrénica con la Revolución Mexicana. En febrero de 1911, cuando todavía era socialista, escribió una carta abierta en respaldo a los mexicanos que luchaban contra la dictadura de Porfirio Díaz. En la carta London se dirigía a los “queridos, valientes camaradas de la Revolución Mexicana”, en nombre de los “socialistas, anarquistas, ladrones de gallinas, forajidos e indeseables ciudadanos de los Estados Unidos”. London expresó su adhesión a la lucha por “derrocar la esclavitud y la autocracia en México”. Tres años después, el escritor había roto con los socialistas, y en sus artículos enviados desde Veracruz exhibía un genuino racismo contra los mexicanos, así como un claro respaldo a la acción imperial de Estados Unidos.
      “Una civilización introducida por Estados Unidos y Europa está siendo destruida por la locura de un puñado de gobernantes que no saben cómo gobernar”, decía el escritor en uno de sus Reports. “El Hermano Grande puede encargarse de vigilar, organizar y administrar México. Los llamados líderes de México no lo pueden hacer. Y las vidas y la felicidad de algunos millones de peones, así como las de muchos millones que aún no han nacido, están en juego”.
      Otros escritores, como el gran Ambrose Bierce, creador de El diccionario del diablo, viajaron a México para observar el fenómeno revolucionario. (Por cierto, Bierce cuestionó algunos escritos de Jack London, entre ellos la novela El lobo del Mar señalando su desdén por esos “amantes asexuados” que abundaban en sus páginas).
      El viaje de Bierce a México, a fines de 1913, cuando ya tenía 71 años de edad, está envuelto en el misterio. Una de las versiones es que en Ciudad Juárez se unió al ejército de Pancho Villa como observador, y que fue testigo de la Batalla de Tierra Blanca. Habría llegado hasta Chihuahua siguiendo a los soldados de Villa. A partir de ese momento, se pierde todo rastro.
       Una tradición oral que circula en Sierra Mojada, Coahuila, es que Bierce fue ejecutado en el cementerio local por un pelotón de fusilamiento. Otros dudan de la historia. Pero, como decía un periodista en la película The Man Who Shot Liberty Vance, “Cuando en el Lejano Oeste nos dan a elegir entre la verdad y la leyenda, nosotros imprimimos la leyenda”. Y la leyenda es que Bierce se despidió de la vida con este ejemplar obituario: “Ser un gringo en México, ¡Ah, qué bella forma de eutanasia!”





[i] Basic Books, Nueva York, 2002.

 


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