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miércoles, 9 de mayo de 2018

El terror a la página en blanco


Mario Szichman




Nací en Buenos Aires, una ciudad donde se rendía pleitesía al oficio de escritor, y en la cual el máximo galardón consistía en sufrir horrores cuando se intentaba pergeñar páginas.
Había dos clases de aspirantes a escritores: aquellos que podían colapsar al observar una página en blanco, y los farsantes que exageraban el oficio de escritor y los conflictos que enfrentaban para lidiar con una página en blanco. Estaban los poetas que soñaban con escribir cuentos, y les resultaba imposible, y los cuentistas que fantaseaban con escribir novelas. Uno de ellos concretó esa fantasía, creo que después de más de cuarenta años. No comentaré sus resultados, excepto que podría haberse dedicado tranquilamente a escribir sus mediocres cuentos y obras de teatro, sin alterar su ubicación en el Parnaso literario.
Todos ellos, sin excepción, despreciaban los manuales que enseñaban a escribir. Les parecía algo bochornoso. Estaban convencidos de que solo la inspiración podía dictarles esas palabras inefables que los catapultarían a la fama.
Creían que la literatura no era un oficio como cualquier otro, sino un arte. Algún día descendía sobre sus cabezas la musa, y empezaban a producir.


Ninguno de ellos, pese a admirar a Edgar Allan Poe, el gran poeta maldito, se tomaban el trabajo de analizar sus métodos de composición. Y Poe, un ser terriblemente honesto, explicó sin rubor alguno cómo había escrito sus mejores trabajos. Por ejemplo, su célebre poema El cuervo. En su Filosofía de la Composición, Poe disecó el poema como un taxidermista.
Allí está todo bien explicado. Desde la duración de un poema, la “unidad de efecto” y el método (Poe aborrecía la idea de la “intuición artística”). El escritor señalaba que toda escritura es metódica y analítica. Había que olvidarse de la espontaneidad.
Cuando pensó en The Raven, primero meditó en su bolsillo, y luego en la inspiración. El poema “debe acomodarse al gusto del crítico y del público”, dijo. Hasta el famoso estribillo Nevermore, nunca más, tenía como intención acentuar la unidad de efecto. Ni un solo aspecto del poema era un accidente. Se basaba en un control total del texto por parte del autor.

DESDICHAS DE LIDIAR CON AUTORES

En cierta ocasión, cuando trabajaba en un suplemento literario, le pedí a una buena amiga que escribiera algo sobre Jacques Lacan. Me agradeció la oferta, y se explayó en todas las virtudes del psicoanalista francés, famoso por sus incomprensibles textos. Le dí un deadline, convencido de que entregaría el artículo mucho antes del cierre del número.
A partir de ese momento, tuve una de las experiencias más desagradables en mi labor periodística. La mujer estaba absolutamente aterrada. Tuvimos discusiones bastante fuertes, y a veces pensé que estaba a punto de suicidarse. Explicar la filosofía de su ídolo era para ella casi un sacrilegio.
Nunca más le pedí un artículo, por temor a que ella finalmente consumara el suicidio, y yo contrajera una úlcera. A partir de ese momento, decidí pedir artículos para el suplemento cultural exclusivamente a profesionales de la escritura, cuyo único interés era cobrar por la redacción del texto.
Es posible que haya otros países donde los escritores sufren accesos de pánico cuando se trata de producir un texto. Pero ¿qué elementos contribuyen a que en Buenos Aires la escritura genere tanto terror?


Ernesto Sábato
Podría citar varios ejemplos con nombre y apellido, pero es mejor guardar un piadoso silencio. Supongo que el porteño, el habitante de Buenos Aires, siente un enorme pudor cuando debe desnudarse ante el público lector y exponer el producto. Es mejor anunciar a work in progress, y demorar varios años o décadas en concretarla. En ese sentido, Ernesto Sábato, el autor de Sobre hombres y tumbas, era el maestro del suspenso. Todos estaban pendientes de su próxima obra maestra. Muchos periodistas amigos habían sido adiestrados por Sábato sobre cuáles eran los pasajes más prominentes o citables.

¿SE PUEDE APRENDER A ESCRIBIR?

Comencé a trabajar como periodista en Venezuela cuando tenía 21 años de edad. La experiencia en Caracas fue muy curiosa. Un día me contrataron como redactor en el diario La República, el órgano oficial del partido Acción Democrática, y me pusieron a trabajar en la sección internacional. Era cuestión de recortar cables de papel amarillo de los teletipos, pegarlos en una hoja pautada, ponerles un título, y enviarlos a la imprenta del periódico, que funcionaba en el mismo local. (Era una de las últimas imprentas donde los “cajistas”, los encargados de emplazar los tipos de plomo hacían la tarea a mano).
A los pocos meses, pude pasar a la redacción general e inclusive hice algunos reportajes. No recuerdo cómo fue el proceso de aprender a escribir, pero no me llevó mucho tiempo. Y así como el apetito se adquiere comiendo, la práctica se adquiere escribiendo.
Ocurrió una cosa curiosa durante mis años como periodista en Caracas. Mi desventaja era una ventaja. En Venezuela, los periodistas tenían que estudiar la profesión. Y el Colegio Nacional de Periodistas se encargaba de darles un título, que les permitía obtener trabajo. Yo nunca estudié para periodista, y eso constituía un hándicap. En esa época, de gran expansión editorial, los periodistas eran muy buscados. Y, además, existía un buen mercado, porque las dictaduras habían asolado el Cono Sur, y excelentes periodistas de Argentina, Chile, y Bolivia encontraban en Caracas una muy buena fuente de recepción.
Casi ninguno de ellos tenía título de periodista. Había que inventarles algún cargo que no pusiera nervioso al Colegio Nacional de Periodistas. Y eso favoreció a muchos. A mí, por ejemplo. Era un novato, sin título, aunque era requerido en la redacción. Por lo tanto, me inventaron cargos que me permitieron obtener sueldos superiores a los de muchos de mis colegas, con más años en la profesión. 
¿Era bueno el periodismo venezolano? Regular. Había algunos destacados, pero, en general, primaba la mediocridad. No leían mucho. Creían que había tareas mucho mejores que intentar crear una pieza perdurable de periodismo. Lo único fascinante en el ambiente eran las historias, especialmente policiales, que ocupaban las primeras planas de diarios y revistas.

OTRAS PÁGINAS EN BLANCO

Hasta donde recuerdo, en Estados Unidos no se requiere título de periodista. En todos los sitios donde trabajé, lo único que me pedían era mi curriculum.  La mayor parte del tiempo, más de 30 años, fui traductor en United Press International primero, y luego en The Associated Press. Ambas contaban con excelentes manuales de estilo y si uno seguía las normas, era difícil equivocarse.
Colapso de las torres gemelas

No era un trabajo creador. Hubiera preferido hacer reportajes. Pero lo más importante era ganarse la vida de manera decente. Y se conseguía. Además, durante parte de mi pasantía por The Associated Press, trabajé en The graveyard shift, el turno del cementerio, por la época en que se registraron los atentados contra las torres gemelas del World Trade Center. El producto fue mi novela La región vacía, luego traducida al inglés como The Empty Region. Es la que más perdura en mi memoria, por todos los episodios que se registraron a partir de ese momento en Nueva York, y a escala mundial.
¿Sentí alguna vez el terror a la página en blanco? Nunca. Creo en el oficio, nunca en el arte. El oficio puede enseñarnos a pintar los frescos en la capilla Sixtina, o escribir la Oda a una Urna Griega, de Shelley. Cuando se trata de crear, hay reglas que deben acatarse, una composición que nos marca el rumbo a seguir, maestros que guían nuestros pasos.
Los resultados pueden ser mejores o peores, pero se logran, y el producto suele ser muy honesto. El arte puede guiarnos en los primeros pasos, pero solo el oficio nos conduce a la meta. Si el genio existe, y claro que el genio existe, es solo un aditamento más a la labor del jornalero. Sin embargo, lo único importante es la labor del jornalero.





miércoles, 18 de septiembre de 2013

Visitas del atardecer en Manhattan



 Mario Szichman


 
Para Guadalupe Da Costa Carrillo
Y Ericka Tirado Castro,
 Que me permitieron
Descubrir otra Manhattan



  

   
   
     Cuando el actor George Clooney quiere estrellar su motocicleta Harley-Davidson no elige Manhattan, sino el Boulevard East. Al menos ya una vez probó su suerte acompañado de una bella amiga. Y sospecho la razón. Observar Manhattan desde esa avenida causa una sensación de euforia muy cercana a la demencia. Acelera el pulso. Casi de manera inadvertida uno necesita acelerar la velocidad. Y generalmente termina en el hospital.

    
     Boulevard East es una serpenteante avenida de New Jersey que flanquea la margen occidental del río Hudson. Consiste en unas treinta cuadras de pavimento. Algunos han bautizado ese tramo como The Golden Coast, la costa dorada. A sus costados hay mansiones y parques. Al menos un parque cada dos cuadras con bancos de madera y de hierro, para sentarse y contemplar Manhattan, porque la mejor vista de Manhattan no está en Manhattan sino en New Jersey, o en los condados de Brooklyn y Queens. Manhattan es una isla, y cuando uno avanza desde ella hacia la costa, ya sea en dirección al río Hudson, o al East, puede observar costas interesantes, pero nada espectaculares.
     Si alguna vez escribo una novela sobre el ataque a las torres gemelas, la ilustración que quiero para  la portada es una imagen capturada  el 11  de septiembre de 2001 por Thomas Hoepker, un veterano fotógrafo de Magnum. La imagen muestra a cinco jóvenes, en Brooklyn, a orillas del río, tal vez saboreando un tardío desayuno o descansando tras un paseo en bicicleta, bañados por el radiante sol de un verano de  septiembre. (Uno de  esos días tan radiantes, tan  siniestros, señaló Hoepker,  como  los  captados  por  Alfred Hitchcock). Y  mientras  los  parranderos    conversan, despreocupados, el trasfondo muestra cascadas de humo negro envolviendo las torres gemelas.[i]
  Hoepker nunca hubiera podido tomar esa fotografía desde Manhattan. La revista Slate publicó un excelente portafolio con fotos de los ataques y de sus secuelas[ii] y todas ellas  exhiben el paisaje humano sin distancias. Pues el World Trade Center, donde estaban emplazadas las torres gemelas, se  hallaba en el  Lower East Side, la zona de  Wall Street, atravesada  por  estrechas  callejuelas  y abrumada por rascacielos.
     Ahora se me ocurre, como un aparte (esa es la magia de los blogs: podemos insertar cualquier cantidad de apartes sin que el jefe de redacción ordene eliminarlos) que las primeras imágenes captadas por los neoyorquinos y el mundo entero de los ataques al WTC provinieron de una cámara fija del canal de televisión CNN. La cámara estaba emplazada a tanta distancia de las torres, que permitía cubrir todo el panorama. Y al mismo tiempo, las imágenes eran tan bucólicas como la registrada por el fotógrafo Hoepker. La secuencia fílmica de CNN se inició cerca de las 9:00 de la mañana (el primer avión se estrelló contra la Torre Norte a las 8:46) y concluyó poco después de las 10:00, al colapsar la Torre Sur. Durante ese lapso se barajaron toda clase de extrañas hipótesis alejadas de la realidad. Por ejemplo, desde esa distancia, el segundo avión que se estrelló, parecía tener el tamaño una avioneta.  Por lo tanto, los locutores de CNN dedujeron que también el primer avión había sido en realidad una avioneta, o tal vez un avión de carga que transportaba apenas un piloto y un copiloto. Existía, además, la apremiante necesidad de demostrar que los aviones se habían desviado de su trayectoria normal debido a un misterioso campo magnético que los atraía hacia las torres.
     Sin ruidos, sin gritos, las torres parecían también vacías. Nadie podía imaginar que tres mil personas estaban agonizando o habían muerto en su interior o arrojándose por las ventanas.

LA MARCA DE LO PRECARIO
    
     Desde que llegué a Nueva York en septiembre de 1980, una de las cosas que más me han impresionado de Manhattan es lo frágil y precaria que parece. Sus edificios llegan casi hasta el borde del río, y escasean los muros. Por supuesto, los muelles están cercados por verjas, y en algunos lugares los ingresos están rigurosamente vigilados. Pero Nueva York no es una ciudad amurallada, y eso permite a quienes viven frente a Manhattan una visión bastante interesante de la isla. Muchas personas tienen telescopios en sus apartamentos de Nueva Jersey exclusivamente para observar qué hacen sus vecinos de Manhattan[iii]. En la parte donde vivo, el ancho del río Hudson no debe superar los 1.300 metros. (Ahora que lo pienso, podría escribirse un buen guión de un filme policial mostrando a un “Peeping Tom” revisando con su telescopio un edificio de apartamentos de Manhattan donde se está cometiendo un crimen. La idea ya fue soberbiamente ejecutada por Alfred Hitchcok en Rear Window, pero desde muy corta distancia. James Stewart, un fotógrafo lesionado, observa desde su apartamento cómo su vecino del apartamento de enfrente hace desaparecer a su mujer).
     Todas estas reflexiones, algunas de ellas bastante ociosas, y por lo tanto, muy fructíferas, están relacionadas con dos temas que me gustaría explorar en mi próximo proyecto literario: la marca de una ciudad en sus pobladores, y la manera en que cada persona crea su propia ciudad.
   
CIUDADES DE NOVELA
     
     Durante más de veinte años viví en Manhattan y sus alrededores. Nunca se me ocurrió escribir una novela ambientada en la isla porque vivía en ella. Es en ocasiones recomendable tomar distancia para escribir sobre una comarca. (Un consejo que nunca le hubiera resultado útil a William Faulkner). Todas mis novelas sobre Buenos Aires las escribí en Venezuela. Todas mis novelas sobre la epopeya de la independencia venezolana las escribí en Nueva York. Mi último proyecto está ambientado en Nueva York porque ya no vivo en Manhattan. Puedo tomar distancia de la ciudad, contemplarla con cierta actitud olímpica desde que vivo en la otra orilla. Estoy en condiciones de compararla con otras ciudades. Inclusive acumular detalles que podrían resultar para otros banales, pero que para mí poseen mucha carga, pues algunos de mis personajes provienen de otros países. Por ejemplo: Buenos Aires es imposible de examinar desde alguna otra orilla. La única manera de ver a Buenos Aires desde la distancia es si uno se desplaza en alguna lancha o en el vapor de la carrera, que va de Buenos Aires a Colonia.
     Domingo Faustino Sarmiento decía en El Facundo que los porteños no vivían frente al río, sino de espaldas a él. Había toda una serie de brillantes interpretaciones psicológicas de Sarmiento sobre ese hecho. Inclusive podría explicar la falta de una gran industria pesquera, pese a que la plataforma continental de Argentina es una de las más grandes del mundo. Y de allí salté a otro factor que tiene que ver con Cádiz, otra ciudad que he descubierto hace poco, y de la cual me enamoré a primera vista. Toda la historia de Cádiz se puede resumir en la lucha de sus habitantes contra el viento. Lo dice Ramón Solís en un bellísimo trabajo, El Cádiz de las cortes. La topografía humana de Cádiz ha sido trazada por el viento. De ahí sus estrechas callejuelas, la orientación de las viviendas en cierta dirección, inclusive la forma en que han sido diseñadas las albercas de agua en sus techos.
     ¿Cómo influye en los cubanos o en los ingleses haber nacido en islas? ¿Qué clase de mentalidad desarrolla una isla en sus habitantes? ¿Por qué Caracas terminó siendo la ciudad más importante de la Capitanía General de Venezuela cuando carecía de todas las condiciones para serlo, siendo la principal su gran distancia del mar?
     Y ahora, la otra parte de la indagación requerida antes de ponerme a escribir mi nueva novela: la manera en que cada persona crea su propia ciudad. No todas las ciudades han sido creadas iguales, ni permiten ser recreadas de la misma manera por sus habitantes. En una apasionante excursión madrileña, conducido por Fernando Rodríguez Izquierdo, un sabio conocedor de Madrid, pude ver la capital de España no sólo como el centro exacto de la península ibérica, sino como una suma geológica de ciudades. Cada siglo de la ciudad tiene su barrio y su topología, sus especiales monumentos y sus paradigmáticas viviendas. La historia pesa terriblemente en Madrid, como en cualquier otra ciudad europea. La historia es casi imperceptible en Manhattan, una ciudad en perpetuo estado de construcción, donde sus habitantes se desplazan en constantes éxodos internos. Cuando vivía en el área de Jackson Heights, en el condado de Queens, los coreanos reemplazaron a los chinos, los hindúes ocuparon una zona de “White american anglo-saxon” y los mexicanos sustituyeron a dominicanos y puertorriqueños. Todo eso, en un lapso inferior a una década.
     Varias veces me mudé con mi esposa, Laura, cuando vivíamos en Nueva York. Pero creo que después de los ataques a las torres gemelas,  todo cambió. De alguna manera, Nueva York había dejado de ser una buena alternativa. Y pensamos en New Jersey como la nueva tierra prometida. Eso ocurrió hace casi una década. Creíamos entonces que había sido una decisión individual, pero las estadísticas demuestran que varias decenas de miles de neoyorquinos también adoptaron decisiones individuales similares a las nuestras.

     Ahora, la rutina ha cambiado. Vivo en la parte delantera de Manhattan. Contemplo a la ciudad como un turista más. Mis caminatas se han restringido mañana y tarde al Boulevard East. Veinte cuadras ida y vuelta, al menos tres veces por día contemplando a la isla mágica, siempre con los mismos ojos de asombro. Y aunque las mañanas son bellas, inclusive si llueve, los atardeceres de Manhattan son absolutamente gloriosos, inclusive en medio de una nevada.

     Por eso entiendo la razón de que George Clooney estrelló su motocicleta en Boulevard East: observar Manhattan desde ese privilegiado atalaya  causa una sensación de euforia muy cercana a la demencia.


[ii] http://todayspictures.slate.com/inmotion/essay_sept11/

[iii] En cierta ocasión entrevisté a Ira Levin, el autor de El bebé de Rosemary. Vivía en un bello penthouse de Manhattan. En el centro de su sala había un telescopio. Le pregunté si era para ver las estrellas, y me dijo que no, que lo usaba para espiar a sus vecinos. ¿Y qué había podido observar? Le pregunté. “A un vecino espiándome con su telescopio”, me respondió.