sábado, 9 de diciembre de 2017

Leer o no leer, esa es la cuestión


Mario Szichman



En El buen soldado Schweik, su autor, el checo Jaroslav Hasek, narra cómo reclutas analfabetos deciden aprender a leer apenas sus jefes prohíben la circulación de periódicos porque en ellos se denuncia los maltratos que la oficialidad comete contra los subalternos. 
Siempre pensé que la mejor forma de fomentar la lectura es prohibirla, y la peor manera es propiciarla. Un buen ejemplo lo brinda la proliferación de ejemplares de Don Quijote cuando se cumplió en el 2005 el cuatricentenario de su publicación.
Varios gobiernos de América Latina, entre ellos el de Venezuela, en esa época liderado por Hugo Chávez Frías, publicaron la novela en ediciones baratas, o simplemente la regalaron. No sé a dónde fueron a parar esos centenares de miles de ejemplares impresos en letra diminuta, pero dudo que hayan conseguido muchos lectores. La intención de esos gobiernos no era difundir a Cervantes sino exaltar su propia munificencia. Despilfarraron un montón de dinero y nada consiguieron.


No es así como se promueve la lectura. En realidad, hubiera sido más provechoso que cada uno de esos gobiernos hubiera lanzado un ukase prohibiendo el Don Quijote. Cualquier excusa era buena. Podían decir que era un libro pornográfico. En ciertas partes lo es. ¿Qué criterios usaron las autoridades eclesiásticas españolas para aprobar Don Quijote o La vida del Buscón, de Quevedo? Después de todo, abundan las escenas eróticas, no solo entre seres humanos, sino también entre animales, como cuando el pacífico Rocinante quiere refocilarse con algunas yeguas. También es posible alegar que describe sin remilgos la excreción. (“Hueles, Sancho, y no a rosas”, le reprocha Don Quijote a su escudero, luego que éste sufre un desagradable percance).
También abundan los discursos mock heroics, donde se patrocina hasta la alcahuetería, como honesta forma de ganarse la vida. Don Quijote defiende a un condenado señalando que “el alcahuete limpio no merecía el ir a bogar a galeras, sino a mandarlas y a ser general de ellas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien ordenada”.
En cuanto a la novela de  tiene aún más desparpajo en su descripción de vicios y de hábitos contra natura.

BALANCEANDO LOS PROS Y CONTRAS

 De la misma manera en que siempre necesitamos una autoridad que nos consienta, y eso incluye el territorio de la lectura, debería existir otra dispuesta a censurar los productos de la cultura, a fin de espolearnos en su conocimiento. Y en ese sentido ¿Cuántas lecturas han sido promovidas por los reyes o los inquisidores españoles?
En El libro en un libro, Manuel Alonso Erausquin dice que “la censura más antigua y eficaz contra los libros en España la protagonizó el rey Recaredo, tras su conversión al cristianismo, al ordenar la destrucción de todas las obras con doctrina arriana, de las que no ha subsistido ninguna”. Pero la hazaña del rey Recaredo es difícil de imitar. Otras formas son más sutiles para enviar a un libro al desván de los recuerdos.
Es suficiente que alguien se desviva en elogios por un texto y sugiera (u ordene) que es imprescindible leerlo para que la mayoría de los lectores se niegue a leerlo. Afortunadamente, para eso están las academias, que imponen la lectura de textos indigestos, accediendo a que perduren.
A veces, los editores que han debido lidiar con libros indigeribles, han sido piadosos con sus lectores.
La lectura de Los Miserables, de Víctor Hugo, es para mí una tortura. En fecha reciente compré una nueva edición de la novela en versión digital. Es una edición abridged, resumida. Y el benévolo editor explica por qué han sido extirpados capítulos y partes enteras. Tal vez en esta ocasión tenga suerte, y pueda finalmente leer la obra maestra. 
Tampoco es cuestión de que la versión original de Los Miserables tenga más de mil páginas.
La guerra y la paz supera las 1.300 páginas, y A la búsqueda del tiempo perdido las 1.800. Y son muy legibles y apasionantes.
 Creo que Bertolt Brecht señalaba que la novela de Proust marcaba para todo aspirante a escritor el cruce de un umbral. No se podía seguir escribiendo de la misma manera tras leerla. Y Vladimir Nabokov la consideraba un prolongado cuento de hadas.
Una actriz de Hollywood, muy bella, muy inteligente, asegura que necesita releerla al menos una vez cada dos años. Sospecho que ella no requiere otra lectura en su vida. (Creo que el otro umbral fue diseñado por William Faulkner. Como en el caso de Proust, hay un antes y un después para los narradores. Nadie que haya leído a Faulkner puede escribir ignorando su prosa y sus personajes).

LAS FORMAS DE LEER

Recién pude leer Don Quijote cuando descubrí una edición de bolsillo de Aguilar, una joya de encuadernación, con páginas de papel cebolla y un aparato crítico ameno y enormemente instructivo. El problema con el Quijote es que han pasado 400 años desde su publicación. En ese período, el castellano ha evolucionado no solo en España sino en el mundo hispanohablante. Cervantes habla de fermosura, y nosotros de hermosura. ¿Quién sabe, en la actualidad, en qué consiste una comida llamada “duelos y quebrantos”? (Es un revuelto de huevos con torreznos o tocino frito). ¿Cuántos lectores están enterados de la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega  que anima muchas páginas de Don Quijote? El incidente en que Rocinante trata de enamorar a una yegua y unos labriegos lo muelen a palos, le ocurrió en realidad a Lope de Vega, cuando intentó seducir a una dama y fue agredido, al parecer, por el marido y algunos amigos del marido. 
Faltando el contexto, y abundando el idioma cervantino en refranes que también han caído en desuso, un lector desprevenido muy difícilmente avance más allá de la segunda página. Pero si cuenta con un buen aparato crítico, como la edición de Aguilar antes mencionada, logrará disfrutar enormemente de la mejor novela cómica de todos los tiempos.
Aprender a leer es toda una técnica, y sin su aprendizaje, la lectura es una continua frustración. No existe un lector más exigente que un niño. Si un niño no encuentra placer en la lectura, abandona el libro. Los libros infantiles perduran mucho más que los libros para adultos, aunque sea en versiones abreviadas. Excepto por La isla del tesoro, o por las novelas de Emilio Salgari, los libros infantiles necesitan de atajos. No todo es interesante en Robinson Crusoe o en Los viajes de Gulliver, y en el segundo caso, hay tanta escatología y una visión tan pesimista del mundo, que los mayores suelen eliminar muchas páginas cuando se trata de recontar a los menores de edad las aventuras de Lemuel Gulliver
El niño es mucho más cruel que un adulto a la hora de juzgar una historia. Prefiere la verdad a los buenos modales, y suele amar personajes que pueden ser sanguinarios con sus enemigos y gentiles con las damas, como es el caso del pirata Sandokan.
Pero ante todo, el niño necesita ser absorbido por la historia, vivir, durante algunas horas o días, en otro mundo paralelo, más temible, y más encantado, repleto de peligros y de seres interesantes donde siempre, al final, triunfa la justicia.

TRISTEZAS DE UNA PIEZA DE HOTEL

Cuando nos volvemos adultos autorizamos a algunos escritores a narrar finales desdichados. Al parecer, algunos creen que ese tipo de final es superior al feliz. Como dice Ansel Dibell en su extraordinario libro Plot, un “final feliz” satisface, inclusive si “termina con virtualmente todos los personajes muertos en el suelo, como en Hamlet”-
Los atributos de un final feliz “consisten en algo adecuado (los personajes parecen haber conseguido el final que se proponían a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso de la novela, para bien o para mal) y definitorio (la resolución de la historia es clara, apropiada y decisiva. Se ha llegado a una conclusión)”. En general, la mayoría de los finales terminan con una nota optimista. Nadie tiene ganas de leer una novela policial donde el asesino no es capturado, los amantes nunca vuelven a reunirse, o el niño secuestrado jamás retorna al hogar. 
Algunos escritores suponen que un final desdichado es superior al final feliz, pues toda vida concluye en la muerte. Todo joven, con suerte, se convierte en un viejo no muy seductor, y nuestra residencia temporal es un valle de lágrimas. Pero la literatura no ha sido inventada para multiplicar nuestras tribulaciones sino para escapar de ellas. Y si bien eso suena a escapismo ¿qué tiene de malo el escapismo?
Recuerdo una aterradora película polaca, Kanal. Era la historia de un grupo de combatientes de la resistencia antinazi que intentaban huir por las cloacas de Varsovia. Todos iban muriendo por el camino. Finalmente, el protagonista encontraba una vía de escape. El espectador empezaba a respirar más confiado. Y cuando creía que el personaje podría emerger del túnel hacia la libertad, descubría que la única salida estaba sellada con barrotes de hierro. 


El cineasta francés Jean Pierre Melville hizo también un filme sobre la resistencia antinazi, protagonizada por Lino Ventura y Simone Signoret. Las peripecias eran horribles. El personaje que interpretaba a Simone Signoret terminaba delatando a sus compañeros. Lino Ventura, junto con otros compañeros, era encerrado en una prisión, y a todos ellos les daban la oportunidad de salir corriendo del lugar. Sus captores, armados con ametralladoras, prometían empezar a disparar luego de que los prisioneros lograran algunos metros de ventaja. Nadie se salvaba.
Y sin embargo, era una película optimista, porque se adecuaba, como señala Dibell, al resto de la trama. Los personajes alcanzaban un final heroico que habían buscado a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso del film, y la resolución de la historia era clara, apropiada y decisiva. Eso no ocurría en Kanal. Se le hacía una trampa al espectador ofreciéndole la ilusión de que el protagonista lograría huir, aunque finalmente concluía atrapado entre barrotes a escasos metros de la libertad.
Como decía Dibell, “la melancolía no es intrínsecamente más honesta, valiente, o de mayor respetabilidad intelectual que la alegría. Solo se hace creíble en el contexto de una historia en particular. La desesperación puede ser tan trillada y banal como la felicidad”.
Dije al principio que siempre necesitamos una autoridad que nos autorice. Montaigne, no precisamente el más inculto de los autores, decía en uno de sus ensayos que nunca leía por obligación, sino por puro placer.
“Si estoy leyendo y tropiezo con puntos difíciles, no me molesto en continuar la lectura. Si persisto, lo único que gano es perder el tiempo y mi propio yo. Si no lo veo en la primera lectura, menos lo podré observar más adelante. Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo otro”. 
Montaigne autoriza a abandonar libros tediosos. Inclusive algunos extraordinarios libros se convierten en tediosos a poco o mucho de andar. Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz, tiene una primera parte extraordinaria. El resto es aburrido, un añadido que poco agrega a ese deslumbrante comienzo. Por lo tanto, se puede leer la primera parte, y dejar el resto a los críticos. El tambor de hojalata es otra portentosa novela, pero hacia la mitad, muere la madre de Oskar, el diminuto protagonista, y ahí se derrumba toda la estantería. Tal vez no para otros, pero sí para mí.
Existe en sectores de la cultura moderna una necesidad de sufrir, pero la vida es demasiado corta para arrostrarla leyendo libros insufribles.
Hay que tener el coraje, y la autoridad moral de Montaigne para decir “Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo otro”, sin dejarse avasallar por aquellos que persisten en convertir nuestra vida en un calvario.




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