domingo, 15 de mayo de 2016

Palabras distorsionadas, imágenes encubiertas, lenguajes rotos

Mario Szichman


Para Carmen Virginia Carrillo,
que me hizo apostar
a una nueva escritura






En 1999, fui invitado a participar en una antología de escritores judíos latinoamericanos, editada por Stephen A. Sadow.[i] Es un bello libro, Sadow hizo una excelente tarea, su introducción es peerless, y logró congregar a muy buenos autores, entre ellos Alberto Gerchunoff, Alicia Freilich, Margo Glantz, Angelina Muñiz–Huberman, Alcina Lubitch Domecq, Ruth Behar, Marjorie Agosín, Ricardo Feierstein, Ariel Dorfman, Isaac Goldemberg, y Moacyr Scliar.
Para mí, el 1999 fue el año de la gran divisoria de aguas. La magra bibliografía que figura al final de King David´s Harp, así lo registra. Hasta ese momento había publicado solo las novelas que integran La trilogía del Mar Dulce: Los judíos del Mar Dulce, La verdadera crónica falsa, y A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad, la última en 1981. En los 18 años siguientes no pude publicar una sola novela nueva. A las editoriales no les interesaba mi producción.
Afortunadamente, el viraje hacia la narrativa histórica venezolana me abrió un nuevo y fructífero camino en estas dos últimas décadas. En el 2000 publiqué Los papeles de Miranda, en el 2004 Las dos muertes del general Simón Bolívar, en el 2007 Los años de la guerra a muerte. En el 2010 fue lanzado mi libro de ensayos El imperio insaciable, seguido de las novelas Eros y la doncella (2013), y La región vacía (2014). Y hay otras dos novelas finalizadas, y otra que está en la etapa del work in progress.
Repasar el texto que publiqué en King David´s Harp me confirmó que la persona que se dedica al oficio de escribir –siempre oficio, nunca arte– vive varias vidas. Uno de los peores errores es aferrarse a viejos textos cuando emprende nuevas existencias. Después de algunos años, esos textos de épocas pretéritas languidecen y mueren. Jorge Luis Borges daba un buen consejo: “Hay que publicar, porque si no, pasamos nuestra vida corrigiendo”. Si un texto se resiste de manera excesiva, es infructuoso querer mejorarlo. Anuncia que hemos sufrido un cambio de piel. La vida nos reclama otros desafíos.
Al mismo tiempo, no hay que perder mucho tiempo en la confección de un texto nuevo, hay que machacar en caliente, hundirse en sus páginas de manera febril, darse un plazo, y finalizar la tarea. En primer lugar, el oficio nos ayuda mucho. Y luego, los personajes. Aunque en la vida real lidiamos con infinidad de seres, en el proceso de creación es mejor abastecerse con figuras que ya aparecieron en las comedias y tragedias de griegos y romanos. En esa maravilla de cuento que es Pierre Menard, autor del Quijote, Borges nos señala que el contexto es todo. Podemos enunciar exactamente las mismas palabras escritas por Cervantes, y sin embargo, tras algunos siglos, adquieren un significado muy diferente. La historia, las costumbres, el vestuario, se ocupan de disfrazar y de moldear a los seres de manera persistente.
William Shakespeare, que algo sabía de su oficio, estaba convencido de que eran escasos los paradigmas. Siempre recurría a los mismos: el marido celoso, el militar fanfarrón, el bufón, el monarca, la mujer casquivana, el glotón, los amantes desesperados, y los gobernantes sedientos de sangre. Muy pocas figuras nuevas se han acoplado a esos arquetipos en los últimos siglos. Y algunas de ellas, se han vaciado en modelos anteriores.  
Mi aporte a la antología de Sadow consistió en el ensayo Distorted Words, Distorted Images, Broken Languages. En esa época, estaba todavía muy obsesionado con mi historia familiar.  Y en ese proceso, aunque algunos fantasmas fueron puestos a dormir, otros se empecinaron en reaparecer. Las tramas de mis novelas eran demasiado complejas, y mis frases, excesivamente largas. Mi conclusión es que uno nunca concluye el aprendizaje, o abandona su devoción por los grandes maestros. He aquí algunos fragmentos de ese ensayo.

Creo que me decidí a escribir ficción tras descubrir que cada palabra puede ser una mentira, o un malentendido. George Orwell hablaba acerca de esos “salvajes, casi lunáticos malentendidos  que forman parte de las diarias experiencias de la infancia”. Y si una persona tiene bastante paciencia, puede convertir las falsedades y tergiversaciones en una profesión.
Recuerdo que mi madre me dijo en cierta ocasión que uno de mis amigos se había caído de la bicicleta y el ojo derecho tenía el tamaño de una pelota de fútbol. Mi madre no quería comprarme una bicicleta, por lo tanto, el accidente de mi amigo servía para disuadirme de la idea. Pero al día siguiente, cuando buscaba ansiosamente a mi amigo, y esperaba verlo convertido en un monstruo, me sentí decepcionado. El ojo derecho de mi amigo estaba algo lastimado, pero no parecía un cíclope. Si bien mi madre contaba con una gran imaginación, ignoraba cómo dar solidez a una mentira. Tal vez mi amigo debería haberse mudado a otra galaxia, donde era imposible verificar el tamaño de su ojo lastimado.
Pero la proclividad de mi madre a la exageración, seguida de la decepción del escucha, no era una peculiaridad, sino algo que flotaba en la atmósfera. Los seres humanos, las instituciones de mi infancia, tenían la extraña costumbre de observar al mismo tiempo a través de ambos lados del telescopio. Algunas cosas se minimizaban, otras se agigantaban: amenazas, tendencias, reputaciones, o edificios. (¿Cuantas veces los gobiernos se fijaron el objetivo de crear La Argentina Potencia?) Era casi imposible conseguir que alguien observara un ojo tenuemente lastimado. Ni aunque ese ojo estuviera delante de nuestras narices. Y voy a dar un ejemplo.
En los libros escolares aparecían ilustraciones del Cabildo de Buenos Aires, el consejo municipal durante la época de la colonia. Fue en ese Cabildo donde los patriotas argentinos libraron sus primeras batallas por la independencia o por la eterna dependencia. (Los “revisionistas” argentinos sostenían que los gobiernos siempre habían acatado a potencias extranjeras).
En las ilustraciones, el Cabildo parecía tener el tamaño de la pirámide de Giza, era algo colosal. Es una pena que el Cabildo siga existiendo, en vivo y en directo, en el centro de Buenos Aires, frente a la Casa Rosada, el palacio de gobierno. El Cabildo es un edificio respetable, pero no espectacular, como mentían las ilustraciones.
Pienso que Kafka debe haber sentido igual decepción cuando vio un castillo de verdad. Pero, como Kafka era un genio, en vez de despotricar contra los antepasados que lo habían engañado de manera miserable, creó su propio castillo, le puso el nombre de castillo,  desmanteló las apariencias del castillo, y transfirió la decepción a sus lectores. En su novela, el castillo es apenas un conglomerado de casas de un piso, difícil de distinguir de una aldea. La única grandeza está preservada en la icónica palabra castillo. En la brecha entre la palabra y el objeto, Kafka construyó su propio mundo. (Lo mismo hizo con la muralla china, y con la escenografía judicial en El Proceso).
La contrapartida de la decepción, fue, en mi caso, el encuentro con el Gigante Camacho. En mi época de niño, 1945-1953, cuando alguien quería sugerir a un gigante, no mencionaba a Hércules o a Sansón. No, decía que era como Camacho. No recuerdo en qué circo trabajaba Camacho, pero debía ser uno de los más famosos, tal vez el legendario Sarrasani. Mi padre me llevó en varias ocasiones al circo, y el gran Camacho siempre hacía alguna proeza.
Y un día, un día inolvidable, la leyenda cruzó el umbral de la relojería de mi padre. El único propósito del gigante Camacho era que mi padre le cambiara la malla de su reloj pulsera. Pero Camacho fue fiel a su leyenda. Mientras lo rodeaban multitud de niños, tuvo la gentileza de invitarme a subirme a sus descomunales zapatos, para mostrar a mi padre y a mis amigos, la diferencia de tamaño entre sus pies y los míos. Años después, vi a Abe Vigoda en El Padrino. En una escena, el anciano gangster permitía a un niño danzar sobre sus zapatos. Siempre pensé que Camacho le ofreció la idea original.


SE OYEN LAS VOCES

Mi mundo estaba habitado por diferentes lenguajes. Mi extensa familia provenía de Rusia, de Polonia, de Ucrania, y la mayoría de los integrantes conocían además dos o tres dialectos. Ese mundo se prestaba a la esquizofrenia. Cuando mis padres no querían que seres extraños descubriesen sus secretos, se ponían a hablar en idisch. El novelista argentino German García dijo en cierta ocasión que en mis novelas,  las frases en idisch activaban “el idioma de la culpa”.
Nunca aprendí bien el idisch, simplemente por resistencia a la autoridad, y también por vergüenza. No quería ser distinto. Y lamento muchísimo esa omisión, pues podría haber leído en el original a ese genio del humor llamado Scholem Aleichem.   
Kafka que estaba fascinado por el idisch, y nunca se avergonzó de su herencia judía, lo estudió con gran empeño, y escribió dos o tres ensayos sobre ese idioma. Son tan valiosos como algunos de sus cuentos. Recuerdo un ejemplo muy iluminador. Buena parte del idisch proviene del alemán –además de otras lenguas europeas– y para Kafka había una enorme distancia entre la cariñosa expresión mame, madre, en idisch, y la mutter alemana, que convertía a la progenitora en una especie de sargento de caballería.
El idisch sonaba “mal” en Buenos Aires. Carecía del prestigio del francés o del inglés. Y además, el antisemitismo estaba muy arraigado. Inclusive había una revista de historietas cómicas, Patoruzú, donde aparecía un sastre judío, Popoff, que parecía extraído de The Sturmer, el semanario cómico–pornográfico de la Alemania nazi.
Mis familiares, primera generación de transplantados a la Argentina, hablaban mal el castellano, y los integrantes de la segunda generación sentíamos gran incomodidad al escucharlos. Preferíamos enorgullecernos con la expresión  “Argentino hasta la muerte, he nacido en Buenos Aires”. Y para ser argentinos hasta la muerte, debíamos hablar en un castellano impecable, sin acento, o poblado de incomprensibles palabras en lunfardo, que también formaba parte del idioma de los porteños,
La única ventaja de esa dislocación causada por la perpetua pugna entre el castellano y el idisch, era la dificultad de considerar el lenguaje como algo natural. George Steiner mencionó la influencia que tuvo el bilingüismo en Borges, en Beckett y en Nabokov. Cuando una persona tiene más de un idioma en su bagaje, las palabras se convierten en una herramienta. Todas ellas devienen sospechosas, y hay que elegirlas con gran cuidado. Proust decía que solo pueden hablar del sueño con gran conocimiento de causa aquellas personas que padecen de insomnio.
… Tironeado entre esa herencia judía, y mis raíces argentinas, comencé a escribir mis cuentos y novelas. Por un lado estaba el mundo del shtetl, (la aldea), y la sinagoga. Por el otro, el de mi país de origen. Escuché multiplicarse las mentiras, vi florecer los malentendidos como plantas silvestres.
Al parecer, la inacabable tarea consiste en desbrozar esa maleza, y encontrar el resplandor de la verdad. O al menos exhibir la diferencia entre el bien y el mal.
Luego de completar alguno de mis escritos, mi frase favorita no es la palabra Fin, que siempre presume una clausura, sino algo que anuncia la ilusión de un nuevo proyecto: “Continuará”.







[i] King David´s Harp, University of New Mexico Press, Albuquerque, Estados Unidos).

No hay comentarios:

Publicar un comentario