lunes, 12 de octubre de 2015

Una cosa es ser maestro, y otra rodearse de discípulos


Mario Szichman


El periodista Robert Cox, editor de The Buenos Aires Herald, y uno de los pocos que durante la dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla se atrevió a denunciar la represión y las desapariciones (debió abandonar la Argentina tras amenazas de muerte) decía que era imposible entender a Juan Perón o al peronismo, sin la noción de “chanta”.  
¿Qué es exactamente un chanta?  En un foro de internet se brindan tantas definiciones, que es imposible resumir la proteica personalidad de ese personaje. Puede ser un estafador, un mentiroso, alguien escasamente confiable, un caradura, un ventajista, un tramposo.
Recuerdo un chiste que contaban en Caracas y que podría tipificar muy bien al chanta argentino. Un perro callejero tropezaba con otro, y le decía: “Bueno, en realidad, en Buenos Aires, yo era un dálmata”.
Imagino que la persona obligada a emigrar, y desesperada por reconocimiento, puede rápidamente caer en la categoría de chanta, si no se cuida un poco. Recuerdo que hace algunos años conocí en Nueva York a un poeta, quien me aseguró que había llegado a Estados Unidos procedente de Cuba sin conocer una palabra de inglés, y ya a las dos semanas hablaba el idioma como un nativo. También había conseguido un empleo importante en Wall Street, y seguramente su sueldo era en las seis cifras. 
Siempre me maravilló –y me causó mucha envidia– ese poeta que había absorbido el  inglés con tanta facilidad. En mi caso, el nuevo idioma me resultó bastante difícil de aprender. Bastaba ver los enigmáticos titulares de los diarios sensacionalistas como The New York Post o The Daily News, y que eran escritos realmente por genios[i].   
¿Era ese poeta cubano un chanta o un mitómano? Creo que era más mitómano que chanta. Y lo digo porque recordé otro ejemplo. Un periodista argentino, muy simpático, y muy chanta, me explicó que la manera de lidiar con el inglés en Nueva York era hablar muy rápido y farfullando. “Aquellos que no te entiendan lo van a atribuir al farfulleo, no a tu ignorancia del inglés”, me explicó. En general, los neoyorquinos son muy amables con quienes farfullan.
Siempre me fascinó el personaje del chanta, sus infinitas variedades. Inclusive había un personaje de historieta,  Lalo Garramendia, que era el epítome del chanta. Se presentaba ante los desconocidos como “El doctor Lalo Garramendia, brrrrrrbromm! De la nación”. Seguramente se trataba de un gestor, alguien que arreglaba chanchullos, en la aduana, o en alguna oficina pública, a cambio de cuantiosos honorarios.  
Pero es en el terreno intelectual donde la tradición del chanta es más robusta, especialmente, cuando el chanta se rodea de discípulos. En la segunda versión de mi novela Los judíos del Mar Dulce (2012) editada y corregida por la profesora Carmen Virginia Carrillo, incorporé mi rendida admiración por el chanta intelectual, pues habían pasado 40 años de la primera versión, y en ese lapso, se robusteció mi visión de ese ubicuo personaje.
La versión original de Los judíos del Mar Dulce la escribí en Caracas, entre 1970 y 1971. En 1971 volví a Buenos Aires, y fue como pasar de la tierra a la luna. En Venezuela la guerrilla estaba cediendo el paso a organizaciones de izquierda que ingresaban en la legalidad política, y quedaban escasos núcleos, creo que en las montañas de Falcón. En Argentina gobernaban los militares y crecía la guerrilla de los Montoneros (peronista) y del Ejército Revolucionario del Pueblo, trotskista. Faltaban aún dos años para el retorno de Perón a la Argentina, y el clima político era muy denso y peligroso. Pero la actividad intelectual no había cesado. Se publicaban numerosas revistas literarias y políticas, que se caracterizaban por su lenguaje esotérico. Como simple dato al margen: visité en 1969 Buenos Aires por algunos días. Las revistas aprovechaban el lenguaje esotérico para no explicar el estructuralismo. Cuando retorné en 1971, ese mismo lenguaje esotérico era usado para no explicar el lacanismo. Recuerdo que un buen amigo, autor de una divertida novela, y realmente un chanta, escribió una generosa crítica de mis dos primeras narraciones. Supongo que era generosa, porque mi amigo era una buena persona, y dudo que hubiera hecho la crítica para destruir mis ambiciones de narrador. Pero no entendí una sola palabra de su reseña. Cuando le pregunté qué le habían parecido mis novelas, me respondió: “No pretenderás que te haga una crítica del gusto”. (A mí sí me gusta la crítica del gusto. Quiero saber si mis novelas son entretenidas o aburridas. Escribo para que me lean).
Poco después, ese amigo empezó a publicar una revista de psicoanálisis, aunque él no era psicoanalista. La revista estaba dedicada a divulgar el pensamiento de Jacques Lacan, y a publicar sueños. Pero con una variante: no se ofrecía interpretación alguna de esos sueños. Al parecer, Sigmund Freud estaba demodé, y ya los sueños no necesitaban explicación alguna. (Después de varias décadas sigo ignorando si mi amigo, o ex amigo, es psicoanalista, pero en fecha reciente leí su curriculum, y es impresionante. Se ha convertido en un gurú. Lamento que tantas condecoraciones lo hayan convertido en un ser solemne. Me gustaba más cuando era simpático, chanta, y disfrutaba, realmente disfrutaba, comiendo helados).  
Si algo no entiendo, pregunto. Tal vez se debe a mi deformación profesional. Si uno le lleva al jefe de redacción un artículo, y el caballero –o la dama– no entiende alguna frase, exige una aclaración. Pero en el ambiente cultural de Buenos Aires, al menos en esa época, era imposible pedirle a un entrevistado una aclaración: se sentía insultado. Y quien le formulaba la pregunta se sentía como un idiota. Eso permitía que el discurso se hiciera cada vez más enigmático, y creciera la fama del enunciante y/o sujeto del supuesto saber.
Existía  la enseñanza oficial, y estaba luego la enseñanza de los gurúes, o “tapados”, que organizaban grupos de estudio. Conocí a varios de ellos. Se rodeaban de discípulos que realmente bebían de sus palabras. Uno de esos maestros me pareció escasamente brillante. Quizás porque hablaba de manera constante de las visitas que hacía a dos de sus tías. Posiblemente cuando daba seminarios a sus alumnos se abstenía de mencionar a las tías. Además, tenía dificultades para escribir, aunque eso, lejos de ser un defecto, era considerado una virtud. Sus discípulos hablaban maravillas de la parquedad de sus textos. Cuando falleció, dejó exactamente un prólogo de una página y tres cuartos, donde reseñaba el ensayo de un filósofo vietnamita. Sus discípulos recitaban frases del prólogo con asidua constancia. Espero que lo hayan esculpido en piedra.
En la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce, puse a Natalio Pechof, el intelectual de la familia, a enfrentar nuevos desafíos. Natalio decidía que si quería progresar en la vida, debía ser como El Tapado, un intelectual que se había convertido en el secreto mejor guardado de Buenos Aires. La fama del gurú consistía en que nadie había oído hablar de él, excepto un selecto círculo de íntimos que pugnaban por ser aún todavía más ignorados que el maestro. Todo en El Tapado convocaba a la admiración. Había empezado a soñar en japonés inclusive antes de aprender la lengua en dos cortas lecciones. Estantes enteros de bibliotecas podían llenarse con los volúmenes que había desdeñado redactar. Su propósito era usar un seudónimo distinto para cada una de sus futuras obras, a fin de refutar las teorías elaboradas por los nombres de sus alter egos.  
Pero para poder acceder al círculo íntimo de El Tapado, que muchos consideraban superior a Kierkegaard, era necesario producir un ensayo capaz de convertir la filosofía en algo redundante. Mi protagonista no lo consideraba tan difícil. Bastaba ponerse a la altura de Kierkegaard, a quien nunca había leído en su vida. (Ni siquiera sabía si el nombre del filósofo danés se escribía con una a, o con dos). Lo único que sabía era que todos los trabajos de Kierkegaard habían sido seminales. Por lo tanto, era suficiente que Natalio escribiera un ensayo seminal para desbancar a Kierkegaard y hacerse acreedor a la estima de El Tapado.
Por cierto, el personaje de El Tapado se basa en otro de los grandes intelectuales desconocidos surgidos en la década del sesenta en Buenos Aires. Fue uno de los principales importadores de Lacan. Según cuentan, Lacan le enseñó a ser despectivo. En cierta ocasión, luego de muchos meses de intentos, tuvo más éxito que el personaje kafkiano de Ante la ley, y logró acceder al recinto del maestro. Lacan lo recibió desde lo alto de una escalera, me imagino que de caracol. Cuando El Tapado quiso subir la escalera, el maestro le ordenó que se quedara allí donde estaba, lo miró, tal vez intercambió algunas palabras, y le ordenó que se fuera. Nada obtuvo El Tapado de esa visita, pero corroboró que para ser maestro había que ser despectivo, y eso confirmó la adoración de sus discípulos.
Ese tipo de enseñanza extraoficial, o marginal, generó una cultura bastante singular. Es como si el psicoanálisis hubiera sido trasvasado a los odres de la novela gótica.  
En The Literature of Terror, David Punter dice que las novelas de Maturin o  Lewis, prosperan “como parásitos en estructuras cuya ruina es la fuente de su vida”. La confrontación y la ruptura “no constituyen solamente temas de ficción, sino estructurales y estilísticos”.  Y Chris Baldick, en su introducción a Melmoth the Wanderer, dice que luego de las novelas de Ann Radcliffe, que atenúan el terror “con la reconfortante presencia de un narrador omnisciente, piadoso y racional”, el género gótico sufrió una transmutación, a través del testimonio en primera persona, los “flashbacks”, y los relatos dentro de los relatos.
Freud era un racionalista, y además de ser un gran ensayista, nunca confundió los campos en que actuaba. Quizás el bochinche y la confusión que ha traído el psicoanálisis de los lacanianos argentinos, sea tan fructífero como la novela gótica, y permita la construcción de una nueva ciencia. Por ahora, debe recorrer un largo camino. Pero, entre tanto, el criterio que prevalece es el autoritarismo y el escaso cuestionamiento. La tarea de los discípulos parece consistir en obedecer sin discusión alguna las palabras del maestro. ¿Estamos acaso en los umbrales de una nueva religión? Ni siquiera Osma bin Laden o Jesús exigían tanto acatamiento.
Mientras escribía La región vacía, sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas del Trade World Center, leí un libro muy bueno de Lawrence Wright, The Looming Tower, donde se describía el ascenso de bin Laden en las filas jihadistas. El líder de Al–Qaida nunca rehusó la discusión. Y existe una anécdota muy interesante.
Tras separarse de una de sus esposas –bin Laden tenía cuatro– decidió casarse con una princesa yemení de quince años de edad llamada Amal al-Sada. Para concretar la transacción, envió a uno de sus guardaespaldas, Abu Jandal, entregándole cinco mil dólares. La familia de bin Laden se enfureció. Cuando bin Laden explicó a sus esposas que el casamiento con la princesa yemení podría aumentar el reclutamiento de milicianos en el Yemen, lo miraron con sorna. Su madre lo llenó de improperios.
Mohamed y Othman, dos de los hijos de bin Laden, increparon al guardaespaldas. “¿Por qué le conseguiste a nuestro padre una muchacha de esa edad?” le preguntó uno de los hijos. Abu Jandal alegó que ignoraba el destino de esos cinco mil dólares; creía que estaba destinado a financiar un operativo suicida. “¡Claro que es un operativo suicida!”, comentó uno de los hijos de bin Laden. “Mi padre no podrá sobrevivir a la noche de bodas”.  
Y en cuanto a Jesús, de acuerdo a The Gnostic Gospels, de Elaine Pagels, tuvo que lidiar con fuertes discusiones en el curso de sus tertulias. Varios discípulos lo regañaron por su aparente relación amorosa con María Magdalena. (Pagels dice que uno de ellos le reprochó que besara a la mujer en la boca, como si hubiera sido su esposa). Ignoro las razones que ofreció Jesús para justificar su conducta, pero el hecho de que fuera sometida a discusión indica un saludable intercambio de opiniones.
No parece existir algo similar en sectores del lacanismo argentino. ¿Tal vez secuelas de una herencia autoritaria? ¿Quizás el temor a una saludable discusión? Creo que es un error. El pensamiento nunca prospera en círculos de adoradores y adoratrices. Por el contrario, se estanca, languidece y muere, como todo fruto de cosechas extrañas.





[i] Hace algunos meses, falleció en Nueva York el periodista Vincent A. Musetto. En el obituario fue recordado exclusivamente por un “headline,” que escribió el 15 de abril de 1983 para la portada del New York Post. Decía: “Headless Body in Topless Bar.” La traducción literal sería: hallan un cuerpo sin cabeza en un bar donde las bailarinas muestran sus pechos al aire. Pero la traducción no tiene gracia. El talento de Mussetto consistió en combinar dos palabras que terminan en less: “headless”, sin cabeza, y “topless,” monokini. De esa manera creó un perfecto titular.

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