miércoles, 21 de octubre de 2015

Cómo estafar a la posteridad


Mario Szichman



El actual gobierno de Venezuela tiene tanto respeto por la posteridad como por los dineros públicos. Uno de sus hábitos es refundar lo ya instituido, especialmente cuando se trata de institutos educativas. Por ejemplo, en fecha reciente volvió a inaugurar el Liceo Fermín Toro. Una placa colocada en la puerta del liceo asigna la obra al fallecido presidente, Hugo Chávez Frías, aunque el Liceo Fermín Toro fue inaugurado el 12 de septiembre de 1936 por el presidente Eleazar López Contreras.

Si el gobierno de la Revolución Bonita estuviera emplazado en Atenas, ya se hubiera arrogado la construcción del Partenón. Por suerte, Grecia no es Venezuela. Sus ruinas milenarias están mejor cuidadas que la mejor arteria vial de Venezuela. Las bandas armadas no juegan a la ruleta rusa con la cabeza de indefensos ciudadanos. No hay máquinas captahuellas para detectar si algún osado quiere comprar más papel higiénico que lo regulado, ni ministros de Defensa que han ordenado reprimir manifestaciones a balazo limpio. La ley en Grecia no se estira como un chicle, para castigar a los díscolos y brindar impunidad a los compinches. El poder legislativo no vive en conchupancia con el poder ejecutivo y el judicial. El parlamento griego no es un sucedáneo del circo romano en que los gladiadores liderados por el presidente de la Asamblea Nacional Diosdado Cabello enfrentan a los cristianos de la Mesa de Unidad Democrática averiando sus rostros.
Grecia, la cuna de la democracia, sigue siendo una democracia. Y aunque continúan las medidas de austeridad y las dificultades económicas, logrará finalmente salir de ellas, o abandonará el euro, que ha sido una especie de boa constrictor para todo proyecto de expansión de la economía. Además, esa nación no está maldecida por el petróleo sino bendecida por cientos de islas y por una poderosa industria turística.

Por muy buenas razones, los regímenes autoritarios necesitan alterar el pasado. La formidable maquinaria de propaganda nazi hizo un eficaz lavado en el cerebro de decenas de millones de alemanes. El régimen de Adolf Hitler necesitaba, en primer lugar, borrar la mancha de la derrota sufrida por el ejército en la primera guerra mundial. Para eso inventó la fantasía de que había sido apuñaleado por la espalda. El enemigo estaba adentro: pacifistas, judíos, homosexuales, gitanos, comunistas, socialistas, liberales, eran los culpables de la capitulación.
El nazismo reinventó la historia de Alemania. No tuvo problemas en mentirle al pueblo en la cara. Los libros de historia fueron reescritos, se cambió la actuación de los héroes, se les hizo decir cosas que nunca habían pronunciado en su vida. No hubo un solo aspecto de la cultura o de la tradición alemana que permanecieran intactos. Inclusive se corrigieron mapas a fin de poder reclamar regiones transmutadas en irredentas una vez se trastornó su trazado.

GLORIA Y LOOR  A UNA HEROÍNA INEXISTENTE

     Cuando visité Trujillo, en el estado venezolano del mismo nombre, para hablar sobre mi trilogía de la Patria Boba, me informaron que los trujillanos  contaban con una flamante heroína. Tan flamante que ni siquiera existió. Se trataba de la generala post-mortem Dolores Dionisia Santos Moreno, también conocida como “La Inmortal de Trujillo”.
    Si el lector explora Google.books, que tiene más libros que la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, verá que hay exactamente una sola referencia a la fantaseada heroína. Y la referencia proviene de Huma José Rosario Tavera, cronista del Municipio Trujillo,  y perpetrador de la falacia. En cambio, Google.books dedica nutridas referencias a todos los héroes de la independencia latinoamericana, no sólo los más connotados, sino aquellos que apenas han merecido una escuálida referencia en una nota al pie.
Felizmente, otros chavistas cuestionaron la invención. Henry Martorelli, director del Movimiento Social y Poder Popular del gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela, acusó a Rosario Tavera de tejer una patraña.
           Según Martorelli, el Centro de Historia de Trujillo fue tomado por el Comando Kuicas, uno de cuyos miembros era Rosario Tavera. Como parte de su labor revisionista, Rosario Tavera modificó algunos cuadros existentes en el Centro de Historia de Trujillo, y eliminó otros. Y luego, dijo Martorelli, creó “héroes y acontecimientos que sólo han existido en su imaginación”, entre ellos a la generala post-mortem. De acuerdo a Martorelli, Huma Rosario también habría urdido el cuadro de Dolores Dionisia Santos Moreno. “La imagen de esa figura”, indicó Martorelli, “tiene la cara de Angie Quintana y el cuerpo de José Antonio Páez”.
Tampoco debemos olvidar la cirugía estética que sufrió el Libertador Simón Bolívar. Durante dos siglos, el Libertador mantuvo el mismo rostro, perpetuado por excelentes artistas plásticos. Y de repente, recibió el face–lift que se le antojó a Chávez. Al parecer, las figuras autoritarias necesitan reinventar la historia. Además, les brinda una peculiar  omnipotencia. Existe cierto perverso placer en proveer al pueblo de falsa información y hacerlo dudar de su memoria, percepción e intelecto. 

Una noche, los venezolanos se acuestan teniendo en su mente una imagen muy clara de Simón Bolívar. A la mañana siguiente, despiertan observando un rostro de Bolívar que ni el Libertador hubiera reconocido al mirarse en el espejo. Treinta millones de venezolanos, y posiblemente muchos miles de latinoamericanos, contemplan un Bolívar “digitalizado”, un rostro que parece de goma, superpuesto a la imagen icónica.

Chávez, quien siempre se proclamó heredero del Libertador, perpetró un acto de taumaturgia que ningún gobernante en el mundo osó realizar: imponerle al prócer máximo su ideal de belleza, y al mismo tiempo desautorizarlo, una tendencia muy enquistada en el gobierno bolivariano.
Si el fallecido líder se creyó original, es porque su conocimiento de la historia resultaba bastante precario. Ya antes que Chávez, más de un siglo antes que Hitler, Napoleón Bonaparte también quiso estafar a la posteridad. Por supuesto, al lado del fundador de la Revolución Bonita o del líder del Tercer Reich, Bonaparte era un gigante político y militar. Pero tenía un problema: no era francés. Había nacido en Córcega. (Es curioso, Hitler tampoco era alemán. Había nacido en Braunau, Austria) y necesitaba mostrar aún más credenciales que un nativo de Francia.  En su libro History and Historians in the Nineteenth Century, George Peabody Gooch decía que para los bonapartistas era más dañino culpar a su ídolo de ser foráneo, a que lo acusaran de haber causado la muerte de dos o tres millones de personas durante sus campañas de conquista, o que Francia hubiera sido despojada de quince departamentos adquiridos por la República durante las guerras de la Revolución Francesa. Napoleón requería superar ese hándicap no solo a través de hazañas guerreras, sino recreando la historia. Necesitaba que la posteridad lo creyera infalible.  
En 1867, el ensayista francés Pierre Lanfrey publicó el primer volumen de su Historia de Napoleón, y causó un enorme escándalo, porque destruyó la leyenda napoleónica de un solo plumazo. Por supuesto, quienes admiran a Napoleón siempre encontrarán excusas para las debilidades de su héroe. ¿Qué héroe es perfecto? Sin embargo, hay héroes que son superiores a sus defectos, como los casos de Bolívar o de Francisco de Miranda (Debemos amar a los héroes más por sus fallas que por sus virtudes, pues un héroe imperfecto puede ser emulado y superado, pero un héroe sin mácula entra en la categoría de semidios, y hace creer al resto de sus compatriotas que son seres inferiores, incapaces de disputar su gloria).
Pero Napoleón tenía un defecto muy desagradable: siempre le echaba la culpa a otro, a fin de eludir responsabilidades. El historiador Lanfrey, con la paciencia de un entomólogo, descubrió que Napoleón había falsificado una carta dirigida a Joachim Murat, su cuñado, con el exclusivo propósito de lavarse las manos de ese fenomenal fiasco que fue la invasión a España.
Murat ingresó a España en 1808 con el cargo de comandante del ejército y gobernador de Madrid, y lideró la represión del alzamiento popular del dos y el 3 de mayo de 1808, inmortalizado por Goya.  Pese a que prometió una amnistía, reprimió la insurrección a sangre y fuego. Sus soldados marcaron con bayonetas las casas en las cuales se habían escondido los insurrectos, y una vez sofocado el motín, retornaron en la noche, y se llevaron a los presuntos participantes. Como parte del escarmiento, los franceses obligaron a los españoles a iluminar sus viviendas con faroles para que vieran las montañas de muertos y agónicos en las ensangrentadas calles. Fue el comienzo de una guerra que se prolongó durante cinco años y en la cual se perpetraron toda clase de atrocidades. Soldados franceses eran crucificados en árboles, o serruchados tras ser emparedados entre dos puertas, o lanzados a calderos donde hervía aceite. Los franceses no eran mucho más humanitarios, y cometían horrendas mutilaciones.
Napoleón mencionó en varias ocasiones la “úlcera española” como una de las razones de su derrocamiento, aunque el puntillazo final se lo dio su fracasada invasión a Rusia, en junio de 1812. Ninguno de los pronósticos que formuló en sus despachos, previos al envío de soldados a la península ibérica, logró cumplirse. Estaba convencido de que los españoles le agradecerían haberlos librado de sus monarcas, y del odiado valido o príncipe de la Paz, Manuel Godoy.
La investigación de Lanfrey es una joya. Y su descubrimiento debe haberle insumido varios años, pues tuvo que revisar millares de páginas en las ocho colecciones de cartas de Napoleón.
La carta en cuestión, de Napoleón a Murat, está fechada el 29 de marzo de 1808. Fue publicada por primera vez por Las Cases en su Memorial de Santa Elena, las presuntas confesiones hechas por Napoleón a su famoso amanuense. Esa carta no figuraba en los archivos del emperador de los franceses, y Las Cases admitió que Napoleón se la comunicó de manera personal en una de sus conversaciones. Aunque la carta difiere notablemente de todas las escritas por Napoleón antes y después, muchos historiadores la aceptaron como auténtica. Los editores de la correspondencia del emperador, quienes contaron con todos los recursos puestos a su alcance por el estado francés, nunca pudieron encontrar el original, o el borrador de la carta, ni siquiera una copia auténtica del documento. De todas maneras, aceptaron su legitimidad.  
¿Qué hace tan sospechosa esa carta? Para Lanfrey, “la sobrenatural” perspicacia con que Napoleón pronosticó futuros acontecimientos. En las cartas que escribió a Murat antes y después de la fechada el 29 de marzo de 1808, Napoleón  auguró que la invasión a España sería un paseo militar. En las previas cartas al 29 de marzo, le ordenó a Murat entrar en Madrid. En la carta del 29 de marzo, dice que “desaprueba el ingreso” de Murat de manera tan precipitada. “Tendría que haberse detenido” con su ejército “a diez leguas de distancia”.  
Antes de esa fecha, todo iba bien con el ingreso de Murat en Madrid. Pero en la carta del 29 de marzo, Napoleón dice que Murat podría haberse engañado “sobre el estado de España. Murat “al imaginar que está atacando a una nación indefensa”. (Es la única carta en que Napoleón se dirige a Murat en segunda persona). La carta del 29 de marzo inclusive pronostica lo que ocurrirá una semana más tarde, el dos y el tres de mayo en Madrid. “Los españoles son un pueblo enérgico, joven, que tiene todo el entusiasmo y el coraje de seres no agotados por las pasiones políticas”, señala. “La aristocracia y el clero son los amos de España. Harán reclutamientos en masa, y eso perpetuará la guerra. España tiene 100.000 hombres en su ejército, distribuidos en sitios diferentes. Servirán como núcleo para un completo alzamiento de la monarquía”.
Antes de las jornadas del dos y del tres de mayo, era imposible pronosticar lo que ocurriría en España. Por el contrario, el pueblo saludó con júbilo la entrada de Murat en Madrid, creyendo que venía a respaldar al príncipe de Asturias como nuevo monarca, tras la renuncia de su padre Carlos Cuarto, y la defenestración del valido Godoy.  
Lanfrey dice que había motivos para esa creencia. Por ejemplo, Eugene de Beauharnais, embajador de Francia en Madrid, era “asesor y decidido partidario del príncipe de Asturias”, luego Fernando Séptimo de España. “Por lo tanto, el emperador debía estar a favor del príncipe”. Las tropas francesas, con Murat al frente, “seguramente ayudarían a consolidar el trono español. El pueblo no tuvo que mirar con más profundidad, y nuestros soldados”, dice el historiador, “fueron recibidos con los brazos abiertos por los habitantes de Madrid”.  
¿Cómo podía haber previsto Napoleón, con su sobrenatural percepción, lo que iba a ocurrir algunos días más tarde? Lanfrey señala que “de haber cruzado alguna de las predicciones de esa carta por la mente” del emperador, “hubiera sido suficiente para que alterara sus planes de principio a fin”.  
Si Napoleón no cambió sus designios era porque ignoraba la catástrofe que le aguardaba. No tenía el menor respeto por los monarcas españoles –con toda la razón del mundo– ni tampoco por el pueblo español –y en eso se equivocó enteramente.
Pero en la carta del 29 de marzo de 1808, Napoleón vio todo, el pasado y el futuro de España. Esa es una de las grandes ventajas de escribir a posteriori: la certeza de predecir acontecimientos futuros.  
Ninguna de las recomendaciones de esa carta reaparecieron en las cartas previas o posteriores, dice el historiador. Por lo tanto, la carta, “que carece de significado, propósito o motivo, solo puede ser considerada como una falsificación cuyo único propósito era engañar a la historia. Y el falsificador no pudo haber sido otro que Napoleón”.  
El problema con ese tipo de engaños es que en vez de hacernos avanzar hacia el futuro, nos retrotraen al pasado. Si Napoleón mintió en esa ocasión ¿no habrá mentido en otras? ¿Cuánto de cierto hubo en su correspondencia, en sus proclamas, en sus confesiones a Las Cases? Lanfrey dice que esa carta forma parte del sistema de pensamiento de Napoleón. “¿Acaso Napoleón no hizo lo mismo durante los catorce años de su reinado? Día tras día, falsificó los documentos diplomáticos en Le Moniteur, las noticias del exterior, los debates en las Cámaras Legislativas, inclusive los informes de su administración”.  
Napoleón “mintió a sus contemporáneos de manera audaz cada día y cada hora de su reinado. Eso no puede negarse”, dice Lanfrey. Pero “¿Cómo es posible que alguien, excepto un sistemático detractor de su gloria, haya pensado en mentirle a la posteridad?”
Fast forward, atravesemos a toda velocidad los años que separan a Napoleón de Hitler o de Chávez, y se verá la misma impudicia para engañar al pueblo. Hitler fue derrotado, y el juicio de la historia es bastante desfavorable. Pero Chávez ha dejado celosos herederos de su gloria, y mientras manejen el timón de Venezuela, seguirá proliferando la inauguración de institutos educacionales construidos por gobiernos anteriores, los héroes y heroínas inexistentes, o los rostros de Bolívar hechos a imagen y semejanza del comandante eterno.






No hay comentarios:

Publicar un comentario