lunes, 26 de enero de 2015

Eros y la doncella o el fantasma de la Revolución Francesa


Mario Szichman

Jorge Luis Borges atribuía “a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”, un planeta desconocido, “con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”.  (¿Existirá, en toda la narrativa española, algo tan bello como ese cuento?)
Un intercambio de información con mi talentosa amiga, la profesora venezolana Libertad León González, me hizo pensar en esas conjunciones que de repente estimulan la creación de textos. Se relacionaba con las “recurrentes referencias sobre la Revolución Francesa y sus protagonistas”, como “antesala a la escritura de Eros y la doncella”.
Después que se escribe la primera novela, es aconsejable planificar textos. En  su prólogo a La Comedia Humana, Balzac explicó cómo habían sido erigidas las distintas habitaciones de su monumental edificio narrativo. Entre los temas a desarrollar, y la enunciación no es exhaustiva, había Estudios Filosóficos, Estudios de Costumbres, Estudios Analíticos, Escenas de la vida en provincias, Escenas de la vida privada, Escenas de la vida parisina, Escenas de la vida política, y Escenas de la vida militar. El organizador de la empresa se postulaba apenas como el secretario o amanuense de la sociedad de su época.
La Revolución Francesa siempre actuó como background en mi trilogía de la patria boba. Por una parte, debido a la abrumadora presencia de Francisco de Miranda, quien tuvo destacada participación en su primera etapa, alineándose con el bando de los girondinos.
El caraqueño, único latinoamericano cuyo nombre ha sido esculpido en el Arco de Triunfo de París, luchó en los ejércitos de la República, bajo las órdenes del general Dumouriez. Cuando la fortuna cambió, tras la derrota militar de Dumouriez, y la derrota política de los girondinos a manos de los jacobinos liderados por Robespierre, Miranda terminó en la cárcel. La sombra de la guillotina rondó siempre su garganta. Fue absuelto en primera instancia de las acusaciones de cobardía en el frente de batalla, y sacado en hombros de los ciudadanos franceses. Pero su afiliación al partido girondino era más pecaminosa que su derrota militar. Volvió a ser procesado, y se lo envió por segunda vez a prisión. Debe haber sido una de las experiencias más espeluznantes padecidas por Miranda, pues presenció con inquietante frecuencia como varios de sus camaradas y amigos eran subidos a carruajes que los conducirían a la guillotina.
El Precursor, a pesar de que adoraba los placeres de la carne y de la buena mesa, mostró un extraordinario estoicismo en esa etapa de su vida. Quienes convivieron con él en prisión fueron unánimes en la admiración por ese caraqueño que nunca perdió el optimismo, o su voracidad por la lectura.
Tras la caída de Robespierre vino un período de transición hasta que el Directorio abrió las puertas a Napoleón, quien fue designado Primer Cónsul de la República. Miranda permaneció en Francia en los últimos años del siglo dieciocho. Finalmente, Napoleón le dio un ultimátum para que abandonara el país, no por razones políticas sino porque se negaba a compartir una de sus amantes.
Pese a que en Los papeles de Miranda la Revolución Francesa ocupa buena parte de la narración, figura entre bastidores, pues Miranda intervino además en actividades relacionadas con la independencia norteamericana, y finalmente, con la independencia de la América española.
Las otras novelas de la trilogía, Las dos muertes del general Simón Bolívar y Los años de la guerra a muerte tienen como actores principales al Libertador, a varios de sus principales subalternos, y a su principal enemigo, el asturiano José Tomás Boves. Pero siempre acecha la sombra de Miranda. Especialmente porque Bolívar, junto con algunos de sus amigos, lo entregó a los españoles tras su capitulación.
Si hay un personaje trágico en la lucha por la independencia de la Gran Colombia es indudablemente Miranda, no Bolívar. Digo clásico desde los parámetros de la tragedia griega, trágico en sus excesos y en el castigo sufrido. Ser traicionado por sus seguidores, terminar en manos de los españoles, morir en la prisión de La Carraca, en Cádiz, en una tumba sin nombre, y que sus restos nunca hayan sido rescatados, habla realmente de un sino trágico. En el Panteón de Caracas yacen los restos de Bolívar, o lo que quedan de ellos luego que el médico forense mayor de Venezuela Hugo Chávez Frías ordenó desenterrar sus huesos para verificar si no había sido envenenado por la oligarquía colombiana. El recinto es bastante amplio, y un sector podría ser habilitado como un sepulcro vacío para recibir algún día los restos del Precursor.
Y si aludo al sepulcro vacío, o a la tumba vacía, es porque estoy sugiriendo también el casillero vacío, una figura que ronda en los pasillos del psicoanálisis. Es un concepto que me resulta útil para entender la escritura. La plenitud, la saciedad, el total llenado de los casilleros preludia siempre la muerte.
Dostoievski es superior a Tolstoi –y la idea no es mía, es de Mijail Bajtin– porque nunca creyó en la muerte sino en el ciclo regenerativo de la vida. Tolstoi dejó morir a Ivan Ilich en una extraordinaria novela corta, pero eso recuerda a la extinción, pura y simple. El ser humano es un proyecto eternamente inacabado, siempre lo será, y Dostoievski nos brinda esperanzas que Tolstoi niega.
En mi caso, el casillero vacío se relaciona con la Revolución Francesa. En la trilogía siempre sirve de trasfondo. La profesora Libertad León González abrió con su pregunta la compuerta de los recuerdos. Inclusive, me permitió escudriñar el por qué de esa solapada presencia. Lo evoco no por orden cronológico, sino a través de secuencias mentales. En ese sentido, los escritores que nos antecedieron suelen marcarnos los pasos.
Soy un gran admirador de Stendhal. Una frase de él siempre me ha impulsado a escribir. Y posiblemente una de sus estrategias narrativas me condujo a colocar la Gran Revolución en un discreto segundo plano. En La vida de Henri Brulard, Stendhal lamenta que por culpa de una absurda palabra: inspiración, a la que buscó inútilmente en todos los recovecos de su mente, perdió una valiosa década de escritura. Y en La cartuja de Parma Stendhal rehusa que su protagonista participe en la batalla de Waterloo, la más importante del siglo diecinueve por sus consecuencias políticas, y lo pone a cabalgar a corta distancia del campo de combate.
¿Por qué Stendhal se perdió esa maravillosa oportunidad que luego explotó Víctor Hugo? Posiblemente porque prefería el teatro de boudoir, escenas con pocos personajes y descripciones aún más escasas. Hay quienes pintan como Watteau, y otros que son capaces de pintar como Goya.
Me pregunto, junto con mi amiga Libertad, por qué en un momento determinado decidí que la Revolución Francesa debía pasar a primer plano.
Y aquí, una nueva digresión: otro de los temas que me acechan desde hace mucho tiempo es el de la impostura. Toda tarea intelectual, hasta la más profunda, toda labor artística, hasta aquella que ubica a los creadores a la altura de los ángeles (me imagino los delirios de grandeza que adquirió Miguel Angel tras concluir su tarea en la Capilla Sixtina) es, en cierto modo una impostura. Queremos ser etéreos, pero el cuerpo nos traiciona, queremos ser sublimes, pero seguimos siendo humanos. Empecé a trabajar Eros y la doncella no desde el gran lienzo de la revolución, sino trasvasando mi infortunio a una de sus principales figuras, Georges Danton. Es preferible que figuras ajenas asuman nuestras tragedias personales. Además, Danton era, como dicen en nuestras latitudes, Bigger than life. Cuando falleció su esposa Gabrielle, Danton se hallaba en el frente de batalla. Al retornar, abrió la tumba de Gabrielle, depositó su cadáver en tierra, y llamó a un artista para que le hiciera una escultura. Toda la novela Eros y la doncella surge de ese grandilocuente gesto de Danton.
El paso siguiente, en vez de ingresar a la Gran Revolución, fue convocar a las divinidades generatrices. Danton creía en la vida. Poco después de la muerte de Gabrielle volvió a casarse con una mujer que no tenía ni la mitad de su edad, y a la cual amó apasionadamente. En cierta ocasión le preguntó al timorato de Robespierre: “¿Sabe lo que es para mí la virtud? Lo que hago con mi mujer en la cama todas las noches”.
El amor por la vida que sentía Danton, su necesidad de perpetuarse en otras carnes me condujo a un libro escrito por Jacques Antoine Dulaure, un convencionista de la Asamblea General en los comienzos de la Revolución Francesa. Dulaure escribió Los dioses de la generación, historia de los cultos fálicos entre los antiguos y los modernos. Es un gran ensayo que luego fue copiado palabra por palabra  –sin mencionar la fuente– por Robert Allen Campbell en su libro Phallic Worship.
Pensé en Dulaure como uno de los protagonistas de Eros y la doncella. Escribí decenas de páginas sobre sus estudios. Durante tertulias con representantes de la intelectualidad francesa vinculados con los girondinos, ofreció conferencias donde el falo de madera con sus partes movibles, no la guillotina, era el personaje principal, pues representaciones del órgano de la generación habían sido usadas en procesiones religiosas ya desde la época de los griegos.
Durante el proceso de redacción, en consulta constante con la profesora Carmen Virginia Carrillo, la figura de Dulaure fue adquiriendo tres dimensiones, debido a las posibilidades literarias del personaje. Y de repente, Dulaure y sus divinidades generatrices desapareció de la novela, se convirtió en la casilla vacía de Eros y la doncella, siendo reemplazado por las grandes figuras de la Revolución, no sé si por descuido, o por arte de magia. Deseo creer que por arte de magia.
Esta desordenada recopilación de recuerdos se la debo a Libertad León González, que me condujo a revisar un proceso de elaboración narrativa. (¿Cuántas veces tendré que insistir en la fecundidad de la imaginación dialógica?) Al mismo tiempo, contribuye a promover un descontento que siempre resulta fértil. ¿Qué ocurrió para que desechara a Dulaure? ¿Qué interfirió en el proceso de escritura para que se disipara un personaje tan prometedor? Posiblemente –y es mi anhelo– Jacques Antoine Dulaure es otro de los numerosos casilleros vacíos que necesito llenar.


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