viernes, 2 de enero de 2015

El genio del sistema consiste en la tarea del editor

Mario Szichman

“El futuro es nuestro,
Por prepotencia de trabajo”
Roberto Arlt



Ya hacia el final de su carrera, William Faulkner se maravilló de su producción literaria. No de lo bien que escribía, sino simplemente de haber sido capaz de iniciar y finalizar numerosas novelas y cuentos.
Conozco varios escritores que cimentaron su carrera en base a los sufrimientos padecidos en sus intentos por finalizar un libro. Pretenden hacer creer que sus magras producciones son obras maestras justamente por la autoflagelación que padecieron durante la prolongada ordalía. Por alguna extraña razón, suponen que el sufrimiento recompensa.
 ¿Desde cuándo la insistencia en anunciar una obra inconclusa marca el talento? Es como si la prodigalidad en la manufactura de relatos por parte de autores como Balzac, Alejandro Dumas, Dickens, inclusive Proust, no fuese un derroche de genio sino un pecado que es mejor ocultar, como se hace con ciertos antepasados incómodos.
El problema de algunos escritores se agrava porque no se les ocurre ir a una academia para aprender el oficio. Cualquier neófito interesado en la escultura, en la pintura, en la albañilería, en toda tarea que implique dominar físicamente la materia, sabe que necesita estudiar. Pero un poeta, un cuentista, o un novelista pareciera exento de esa enseñanza. Está la hoja de papel en blanco, está un lápiz, o una máquina de escribir, o una computadora, y es cuestión de llenarla de letras que adquieran un significado.
Por supuesto, existen también otras maneras de aprender a escribir, y numerosos atajos. Antes de que Balzac publicara su primera novela, trabajó durante una década como ghost writer para una editorial. Le suministraban la sinopsis de una novela, le señalaban los principales personajes, las peripecias que deberían superar, y le imponían el final, que se limitaba a esta simple pregunta: “¿Muere el protagonista, o se queda con la muchacha?”
El folletín prosperó durante el siglo diecinueve en Francia y en Gran Bretaña justamente por esas fábricas de amanuenses que abastecían de material a los periódicos. Era como una contabilidad de doble entrada. Los periodistas leían el folletín por entregas que iba apareciendo en la parte inferior de varias páginas de una publicación, y muchos de ellos terminaban como novelistas. Y los novelistas, a su vez, abrevaban en las crónicas de sucesos para aportar gacetillas. Por cierto, Dickens empezó su carrera literaria como reportero parlamentario, y eso se ve muy claro en esa delicia que es Los papeles póstumos del Club Pickwick.
El equivalente de esas fábricas de escritores fueron las casas editoriales que publicaron pulp fiction en Nueva York entre las décadas de 1920 y fines de 1950. Centenares de narradores afilaron su pluma escribiendo decenas de novelas, antes de purificar el oficio y consagrarse a obras más “serias”, como fue el caso de Dashiell Hammett, de Fredric Brown, de Mickey Spillaine, de Earle Stanley Gardner, de Paul Cain, o de Peter Rabe. De esa pléyade de brillantes narradores surgió un genio, uno de los grandes de la literatura norteamericana: Jim Thompson, el Dostoievski del pulp.
Recuerdo que cuando trabajaba en The Associated Press, y hacía esporádicamente críticas de libros, cayó en mis manos una biografía de Thompson. Me entusiasmó tanto el volumen que corrí a una librería Scribner´s en Nueva York, para comprar The Killer Inside Me. (Menciono esa librería, situada en la calle 34 y la Quinta Avenida, porque Faulkner trabajó en ella en una época, antes de convertirse en escritor). Y luego compré todas las novelas y cuentos de Thompson a los que pude echar mano, pues debe ser uno de los escasos narradores en el mundo que nunca escribió un libro malo. Y luego armé un artículo para hablar maravillas de Big Jim, tras conversar con su esposa y con sus hijas, y finalmente con Arnold Hano, su editor en Lion Books, por cierto, otro excelente autor de mysteries.
Hano me dijo que cuando conoció a Thompson, “Jimmy parecía un dócil San Bernardo. Era cordial, amable, y estaba deseoso de congraciarse con todo el mundo”. Hano le mostró algunas sinopsis de novelas que Lion Books encargaba a escritores (Hano tenía el talento de apuntalar sus sinopsis en los clásicos griegos o en la narrativa rusa y francesa del siglo diecinueve). Tras estudiar las sinopsis, Thompson dijo que le interesaba la historia de un corrupto policía neoyorquino que se enamora de una prostituta y termina asesinándola. ¿Era posible que le prestaran una máquina de escribir?
    Dos semanas más tarde, el escritor regresó a las oficinas de Lion Books, y Hano tardó algunos minutos en salir del estupor. Thompson no sólo había escrito la mitad de The Killer Inside Me, sino que había reestructurado totalmente la sinopsis. En vez de un policía neoyorquino, el protagonista era un alguacil tejano, Lou Ford, quien junto con Nick Corey, protagonista de Pop. 1280, son los villanos más horriblemente simpáticos del policial norteamericano (por no decir de toda su literatura). La técnica de Ford consiste en matar literalmente de aburrimiento a sus potenciales víctimas torturándolas con frases hechas antes de eliminarlas físicamente de la faz de la Tierra.
“Jim introdujo su maravilloso talento en esas simples sinopsis”, me dijo Jim Bryans, otro de los editores de Lion Books. “¿A qué otro autor se le hubiera ocurrido canalizar el sadismo de Lou Ford usando todos los clichés del lugar común?”

EL GENIO DEL SISTEMA

Recordé este episodio porque estoy sumergido en un libro absolutamente fascinante de Thomas Schatz, The Genius of the System. No alude a la tarea literaria sino cinematográfica (El subtítulo es Hollywood Filmmaking in the Studio Era) pero es uno de los mejores libros que he leído sobre la creación narrativa. Después de todo, la fábrica de sueños de Hollywood es una subsidiaria de la fábrica de sueños del folletín, y opera con similares premisas. Además, pone en solfa una de las sugestiones de la Nueva Ola francesa, la del cine de autor. Un filme es un trabajo de equipo, del principio al fin. Ni siquiera Alfred Hitchcock, tal vez el mejor de sus cultores, fue un genio solitario. Ni por supuesto, Ernest Lubitsch, o Howard Hawks, o John Ford, o Jean Pierre Melville, u Orson Welles. Los genios solitarios se caracterizan por su cantidad de errores, por su desigual producción. Quizás lo que salvó de meter la pata a Jim Thompson, o a otros extraordinarios escritores como Lawrence Sanders o Charles Wileford, fue justamente esa labor de equipo, la tarea de sus ghost writers, o de sus ghost editors.
Jim Thompson no solo parecía un dócil San Bernardo. A la hora de escribir y de aceptar consejos, era un dócil San Bernardo. Basta leer su correspondencia.

La tarea del editor forma parte del genio del sistema, es una labor esencial. Quienes deseen privarse de sus consejos, de su paciente sabiduría, lo hacen a su propio riesgo. Es una labor ingrata, escasamente recompensada, pero quienes se dedican a ella poseen un extraordinario talento. Generalmente, el editor aparece al final, tras la entrega de la primera versión de un manuscrito. En Estados Unidos, el mejor de ellos es, seguramente, Maxwell Perkins, quien lidió con Ernest Hemingway y con Thomas Wolfe. No conozco a otros, pero en cada editorial de Estados Unidos hay siempre una persona encargada de revisar los textos, de mejorar la prosa, de ayudar a la creación de personajes indelebles. Aun así, la profesión de editor puede recibir una nueva vuelta de tuerca. O mejor dicho, volver a la época de Arnold Hano y de otros maestros. Soy un fervoroso creyente en la imaginación dialógica que preconizaba Mijail Bajtin. Los editores del siglo diecinueve y de comienzos del siglo veinte no esperaban un manuscrito finalizado para ponerse a trabajar. Lo hacían a partir de la sinopsis. Aconsejaban en todas las etapas de elaboración de un texto. Y eso, créanme, cambia totalmente la ecuación. Un texto que si se lo emprende de manera solitaria, demora cinco años, puede estar listo en menos de un año. Soy testigo privilegiado de ello. Mi editora, Carmen Virginia Carrillo, me lo ha demostrado una y otra vez. Acepto: recibir las críticas de un editor no resulta siempre grato. Uno cree que ha escrito una obra maestra hasta que descubre los lunares, la carencia de ritmo, el exceso de retórica, los capítulos que sobran, las escenas que faltan. Aceptar al editor es, simplemente, un ejercicio en humildad. Quien tiene la piel sensible, es mejor que no se busque un editor. Pero aquel dispuesto a aceptar que la escritura no es un don caído del cielo, sino un oficio, opaco, duro y cotidiano, nunca se arrepentirá de la faena de ese ser que no desea relumbrar sino recrear la creación. Del diálogo siempre surge la luz. Edgar Allan Poe decía que no es lo mismo la expresión de la oscuridad, que la oscuridad de expresión. Que cada palabra sea disputada entre creadores y que florezcan mil comentarios. En definitiva, el único genio del sistema está en compartir.

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