domingo, 31 de agosto de 2014

De guillotinas y escalpelos humanitarios



                                                                                          
Mario Szichman


El ser humano está acostumbrado a perder la cabeza, y la causa principal suele ser el amor. Pero en los últimos años ha cundido la moda, especialmente en el Medio Oriente, de hacer perder la cabeza a una persona por razones políticas y/o religiosas.  
Hace algunos días, el ISIS, siglas en inglés de Estado Islámico de Siria e Irak, exhibió un video donde un hombre se disponía a degollar a James Foley, un periodista norteamericano capturado por la milicia sunita. Los productores del video ahorraron al espectador las escenas en que se exhibía el descabezamiento. Abundan los argumentos para esa omisión, pero estoy seguro de que la razón principal estuvo ausente de esas conjeturas. Presumo que el asesino de Foley tropezó con los mismos problemas que condujeron a los líderes de la Revolución Francesa a preferir la guillotina a la espada a fin de separar la cabeza del cuerpo de sus adversarios.

HACE SU APARICIÓN
EL VERDUGO SANSÓN

Cuando estaba buscando materiales para mi novela Eros y la doncella, que transcurre durante el Reino del Terror, descubrí un personaje que, de vivir en nuestra época, ya hubiera recibido varios galardones de agencias de las Naciones Unidas por sus compasivos atributos: Charles-Henri Sanson, el verdugo oficial de Francia durante el reino de Luis XVI, y luego de la Primera República Francesa. Entre sus feligreses figuró tanto el monarca que le ofreció el trabajo, así como sus reemplazantes, entre ellos George Danton y Maximiliano Robespierre.
Sanson era el cuarto en una dinastía de seis generaciones de verdugos. Podía vanagloriarse de una nobleza de sangre tan antigua como la de sus monarcas. Su tatarabuelo, Charles Sanson (1658–1695) había sido nombrado verdugo de París en 1684. El personaje que nos interesa, el más famoso de ellos, Charles Henri, también conocido como “El Gran Sanson”, ayudó a su padre a cortar cabezas durante veinte años, y se convirtió en verdugo titular en 1778. Su hijo Henri (1767–1830) lo reemplazó en la tarea, en tanto el menor Gabriel (1769–1792), también colaboró en las labores familiares. (Gabriel murió, de manera apropiada, en el cadalso, mientras exhibía una cabeza a la multitud, resbaló en la sangre y se desnucó).
El Gran Sanson tenía dos cualidades: su imparcialidad, y una destreza insuperable. En las cuatro décadas en que ejerció el cargo cercenó las cabezas de casi 3.000 personas. En Eros y la doncella intenté reseñar la insuperable hazaña de Sanson, indicando que bajo el rasero de la guillotina murieron los culpables y los inocentes. Murieron aquellos cuyo nombre había sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre había sido mal pronunciado. Murieron en la misma hornada los familiares de conspiradores, los criados de conspiradores, y los vecinos de conspiradores. Fueron reducidos por la guillotina aquellos cuya justificada detención los condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía sospechosos y los condenaba al cadalso. La guillotina nunca rehusó carne alguna. Fueron ejecutados los presuntos traidores, los hipotéticos partidarios del primer ministro inglés William Pitt, los probables contrarrevolucionarios, los supuestos agiotistas, los propagadores de rumores, los causantes de hambrunas, los desleales y quienes escuchaban las calumnias con aire de aprobación, o hablaban el mismo lenguaje que los revolucionarios con propósitos burlones, y aquellos que lucían similar máscara de patriotismo. Fue ejecutado el mago Rollin porque un miembro del Tribunal Revolucionario deseaba averiguar cómo haría para conjurar su propia muerte. Un miembro del Comité de Seguridad Pública envió a la guillotina al encargado de una taberna, ansioso por observar a un hombre subiendo al cadalso con un delantal ceñido a la cintura. Fueron degollados marqueses, pasteleros; duquesas, cocineras, indecisos, vacilantes, perplejos, indiferentes, desorientados, inciertos, príncipes y porteros, condes y carteros, magistrados, sacerdotes, soldados, almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones delincuentes comunes. Pero el triunfo mayor de Sanson fue guillotinar a todos los miembros del Tribunal Revolucionario que lograron posponer su ascenso al cadalso gracias al subterfugio de condenar a muerte a una increíble gama de presuntos traidores que los precedieron en la marcha.
Todavía hoy, dos siglos después del Reino del Terror, se desconoce la cifra exacta de franceses que murieron en la guillotina. Los estimados varían entre dieciséis mil y cuarenta mil personas de todas las edades. (La guillotina no solo funcionó en París, sino en la mayoría de los departamentos de Francia).

DEL DEGOLLAMIENTO CONSIDERADO
COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Sanson había comenzado sus labores usando una espada para ejecutar condenados. Vivía horrorizado por los problemas que traía ese método, y que explicó en un famoso opúsculo titulado “Memorándum con Observaciones sobre la Ejecución de Criminales a Través de la Decapitación”.
Según decía Sanson, el descabezamiento requería no solo la destreza del verdugo, sino la cooperación del condenado. El verdugo debía ser “un gran experto”. El condenado, “un ser de gran solidez”, de lo contrario, la ejecución con espada “puede causar peligrosos accidentes”.  Es posible conseguir un verdugo de gran experiencia., pero ¿cómo se obtiene un condenado de gran solidez? Sanson podía practicar su oficio con gran regularidad. Eso le brindaba una enorme práctica,  totalmente ausente en los condenados. La ejecución es una experiencia inédita para el ser humano. Y aunque hay individuos de gran coraje, es necesario tener una gran presencia de ánimo cuando estamos maniatados y frente a nosotros  hay una persona armada con una espada, y dispuesta a usarla.
Y eso cuando se trataba de degollamientos individuales, pero ¿qué ocurría con las ejecuciones colectivas? El panorama que pintaba Sanson era aterrador. “La gran cantidad de sangre que produce (el primer ejecutado) y que se desparrama por todas partes, seguramente causará miedo y debilidad en los corazones más intrépidos de aquellos que aguardan turno”, dijo.
Más allá del aspecto personal, estaba el problema con los instrumentos de ejecución. En su memorándum a la Asamblea Nacional de Francia el verdugo señalaba que tras matar al condenado, la espada quedaba llena de muescas, y había que llevarla a un buen afilador para ponerla como nueva. En otras ocasiones, la cabeza volaba por un lado, y la hoja de la espada por el otro. “Las espadas”, decía Sanson, “suelen romperse con frecuencia en ejecuciones de este tipo”.
Aunque no era cicatero, Sanson se quejaba además de que el estado francés obligaba al verdugo a pagar las espadas de su bolsillo, y cada una costaba unas 600 libras, seguramente varios sueldos.
Los argumentos de Sanson convencieron a los asambleístas franceses, la mayoría tan humanitarios como el verdugo, y la guillotina fue considerada una bendición. Por supuesto, el diablo está en los detalles. Era muy fácil cortar cabezas, y el espectáculo era más entretenido que un teatro de títeres, por lo tanto, proliferaron las ejecuciones. Nadie puede augurar qué hubiera ocurrido en caso de persistir la decapitación usando una espada como instrumento. Tal vez menos personas hubieran sido degolladas, aunque a la hora de matar, el ser humano siempre encuentra instrumentos de exterminio masivo.
Los parisinos de la época de la Revolución realmente disfrutaban de la diversión proporcionada por la guillotina. Solían llevar a sus hijos a ver cómo algunos intrigantes morían en el cadalso, del mismo modo en que los padres de la actualidad llevan a sus niños a disfrutar de Disney World. La profesora y ensayista Concepción Reverte Bernal hizo mención a guillotinas de juguete con las que se entretenían los niños durante el Reino del Terror “y que hoy pueden contemplarse en museos como el Carnavalet de París”.  Por cierto, para que los niños no se aburrieran en los intermedios entre uno y otro degollamiento, las guillotinas de juguete eran vendidas junto con jilgueros muertos, a fin de que esos tesoritos pudieran imitar a Sanson.
Si observamos el video que reseña el asesinato de Foley hay un corte en la secuencia. Está el antes y el después. Pero no se exhibe la ejecución. Tras leer los cuestionamientos de Sanson al uso de la espada en un degollamiento, podemos entender el por qué de esa omisión. El productor del video debe haber eliminado imágenes demasiado horribles para ser exhibidas.
Hemos llegado a una etapa de nuestra involución como especie humana en que debemos rescatar seres y métodos del pasado, para exhibirlos como modelos de progreso.
En medio de la difusión de la barbarie, un verdugo como Sansón, oriundo de una estirpe de degolladores, mostró sensibilidad. Durante cuatro décadas se dedicó a cumplir con su oficio, y no era un sádico. Lo demuestra su predilección por un instrumento de asesinar que comparado con otros hasta parece mostrar ribetes humanitarios.



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