domingo, 22 de diciembre de 2013

Las ciudades perdidas de Edmundo Bracho [i]



Mario Szichman




 

Recorrer la poesía de Edmundo Bracho es como visitar las ruinas de una antigua ciudad perdida. Cada escombro, cada inscripción, están despojados de entorno, de contexto, y brillan solitarios. Son sólidos, pero inexplicables. Pero si el lector tiene la paciencia de anudar los datos, de extraerles su secreta coherencia, el desmigajado paisaje comienza a tomar sentido.

La intención del poeta parece ser siempre la de “escapar... hacia espejismos alternos” (El otro reino), acompañado de otras voces de las cuales va surgiendo el anagrama de las simpatías secretas. Más bricolage que narrativa, sus libros Hospitalario (1997) y Orilla Revuelta (2003) son como esas muñecas rusas que se van insertando sucesivamente en sus estuches y se niegan a ser descifradas más allá de sus propias redondeces. Un constante pudor oscurece el sentido. Ese hombre que reposa en una sala de hospital, ese hombre al que se le ha muerto la hermana, ese hombre que agoniza, que sabemos que sólo estará muerto con su última palabra, conjura palabras con algo más que la destreza de un mago. Después de todo, un mago fragua flores, las deja caer para que se conviertan en un pañuelo, nos invita a una trabajosa búsqueda de espejismos, y en ese itinerario descubrimos que no valía la pena aguzar los cinco sentidos. Por unos instantes, nos hacemos la ilusión de que la magia es un hecho concreto, y luego, viene el “letdown”, la ocurrencia de que es solamente un truco, y su intento, abolir la sospecha. Pero las frases que va hilvanando Bracho tienen la densidad del dolor, el peso específico del deseo. Alguien, desde alguna parte, murmura, “Carne sin fábula tras la experiencia. /Carne ya harta”. Otro parece responderle, “El dolor ha de ser seco. /De otro modo será ruido, y pérdida la mirada. /Los ojos han de vivir bajos. / Bajos han de mirar como perro fiel”. Un tercer doliente (¿o es el primero?) Enuncia, “Sin remedio la noche me falta/ y me falla, / y donde amanezco a todos les falto de corazón”. Alguien menciona “esa herida atroz/ que se vuelve traición bajo mi aliento”.

Barajando los distintos destinos posibles, Bracho va enunciando una solapada narración, reconstruyendo mundos alternos.

Y ahora tenemos Más que la noche, un nuevo libro, aún inédito, donde los epígrafes son poemas, y los poemas están tan cargados, tan medidos de afecto, que quitan el aliento. Bracho viene descubriendo, desde hace mucho, que sólo en lo efímero tenemos lo trascendente. Nada de elocuencia o de corolario. Si la magia tradicional está en aquello que termina en la decepción, Bracho nos descubre que hay otra magia, dotada de ojos flamantes. Y si vivir es una pesada carga, para un buen poeta es una mezcla de gabinete de las maravillas y caja de sorpresas. Cada uno de los poemas y epígrafes de “Más que la noche” son experiencias únicas.

He aquí uno de ellos:

“Órdenes del día2



Esta calle que reúne a

extraños

y en juego astuto los pone

en su sitio

apenas la luna termina de saquear

la ciudad.



Tú aquí, tu allá, tu aquí,

tu allá, tú más allá y más allá.

Tú no te rías

pues tampoco sabrás dar nombre

a tu esquina sin luz.





Y he aquí otro:



“La buena corbata (desde Dashell Hammet)”



Cuelgo el traje de dos piezas

que era de tres, voy deteniendo

la crispadura del nuevo día

en sorbitos de café.

Y estrujo

un puñado de palabras

hasta dar

con mis próximo pasos.



Reposo antes de la ida y vuelta,

antes de la jornada

del simulacro,

ahí donde la calle me impone

tragedias mínimas de

un héroe solariego,

sin soles.



Trajeado estaré mañana, digo,

con alguna pieza

que el lobo esquinero ofertara,

acaso con un sombrero romo,

como en los viejos tiempos,

y mi corbata

que esconde toda vergüenza.





Y después existe otra magia: la del voice over. Entre los poemas Bracho intercala el coro de las películas “noir” de las décadas del treinta y del cuarenta, creando sus propios diálogos, encarnándolos en ídolos que sólo perecerán cuando perezca el cine.

He aquí algunos ejemplos:

–Sí, detective Spade, éstos son zapatos de tacón rojo. Pero de talla muy pequeña como para no merecer inocencia. 

            (Voz de Edward G. Robinson)

–Nuestros sofistas no han elaborado algo más sencillo que el cielo. El bajo mundo, en cambio, es lo único que ya estaba inventado antaño.

– ¿Y acaso tú, Sam, ya paseaste en barca a Beatriz sobre tal invento?

            (Voces de Ricardo Cortez y Joan Crawford)



–La muerte es una flor que florece una vez sola.

–Quizá sea así, señor Celan, pero siempre la he visto florecer entre colillas de cigarrillos y en tarros de latón barato dispuestos con la mejor flojera en el jardín.

(Voces de Isabel Corey y René Dary)



                                              

–Ahí va enrumbado a la escena de muerte. Como todo investigador: soñando ser una inmaculada construcción de sí mismo. Y sin pista de nada.

            (voz de Orson Welles)



Cada crítico siempre tiene sus predilecciones secretas. Este crítico hubiera querido escribir La vida agria, de Luciano Bianciardi, o The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers o The Nothing Man, de Jim Thompson.

Ahora, envidia no haber tenido la imaginación para insertar en sus textos esas inventadas voice over. En uno de sus escritos, “Noir (fotomatones)” Bracho cierra su colección de poemas enunciando: “En caso de que sus amigos disfruten de esta película, por favor, no revelen el final”.  Dejamos ese final abierto como tarea del lector.

––-0––-



El 24 de febrero de 2013, el blog Ficción breve venezolana publicó una entrevista a Edmundo Bracho. He aquí las preguntas y respuestas:



Primer libro que recuerda haber leído:

Creo que el primer libro que leí fue uno de estos dos: Los tres investigadores y el misterio del loro tartamudo (¡qué título!), de Alfred Hitchcock (y que nunca escribió el propio Hitchcock); o Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl, autor que recomiendo para todas las edades. Gran retratista del cretinismo de adultos, y uno de los mejores celebradores de la inteligencia de los niños.

Un libro inolvidable:

Hay “inolvidables” a diferentes edades, en diferentes momentos de la vida de uno. ¿Cómo olvidar el impacto que en mí tuvo Viaje al fin de la noche de Céline o Crack Up de Fitzgerald, por ejemplo? ¿O una bellísima edición de la poesía de Yeats que mi padre me regaló? Comentaré entonces un “inolvidable” de lectura más reciente: La carretera, de Cormac McCarthy. Es una novela poderosísima, de gran fuerza emotiva, y única en su forma de explorar los límites del amor imaginable y de la desesperanza.

Autores imprescindibles (los que relee con frecuencia):

A veces vuelvo a leer a Pascal, a Montaigne, a los “hijastros” de éste: Voltaire, Lichtenberg, Chamfort, Kraus… la parte literaria es indistinguible de la parte ensayística. En otras ocasiones, me encuentro saltando de Hölderlin a Vallejo a Akhmatova a algún otro gran poeta. Y como también me gusta el ensayo político, en fechas recientes he estado subrayando de nuevo los libros de Camus, Orwell, Arendt, y Kolakowski: cuatro cabales defensores del ideal de libertad… Ahora bien, creo que a donde más regreso, y probablemente lo hagamos todos aún sin darnos cuenta, es a los antiguos griegos; a ciertos libros de la Biblia (los Salmos, Proverbios, Job); y a Shakespeare. Lo que no está dicho en uno de esos conjuntos de textos, está dicho en el otro. Lo que señalo no es nada original, pero creo que en esos libros está la cumbre del espíritu literario.

Un autor venezolano de rango universal:

Eugenio Montejo. La palabra “canto” me remite a los versos de Montejo. Además, su poesía dialoga muy eficazmente con la tradición, y también desliza un ánimo esperanzador en la palabra.

Si fuera librero, ¿qué libros venezolanos recomendaría? ¿Por qué?:

Antologías poéticas de Sánchez Peláez, Cadenas, Montejo, Hanni Ossott, Valera Mora, Rojas Guardia… Fuegos bajo el agua de Isaac J. Pardo, Cubagua de Enrique Bernardo Núñez, Casas muertas de Miguel Otero, La mala vida de Salvador Garmendia, La noche llama a la noche de Victoria de Stéfano, El combate de Ednodio Quintero, La enfermedad de Alberto Barrera. Y prácticamente toda la obra de Picón Salas, el ensayista venezolano más completo. Claro, faltan muchos por citar. Ya habrá un Harold Bloom alterno que mire con más cuidado la literatura venezolana y se lance a la pomposa tarea de elaborar otro canon.

Un libro que le hubiera gustado escribir:

Son tantos que terminan siendo ninguno. Sé mejor de libros que me gustaría leer —si el tiempo lo permitiera. Más que un libro, me hubiera gustado escribir una partitura, y tomarme el éxtasis más en serio: el concierto Emperador de Beethoven, ¿por qué no? O un tema del grupo Ramones: el universo en dos acordes.

¿Qué libro no terminó de leer y por qué?:

El paraguas, de Will Self. Viajaba yo en tren a la ciudad industrial de Sheffield, Inglaterra, y el día estaba soleado. Y lo soleado no abunda en esa isla, así que me dediqué a ver el paisaje desde la ventana, brillante, y dejé los paraguas en el tren, el mío y el de Self.

Self.








[i] Venezolano. Poeta, ensayista, y profesor en la Universidad de Westminster, en Londres.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Leer por obligación




Mario Szichman


Charles McGrath es un excelente crítico literario, cuyos ensayos aparecen con frecuencia en The New York Times. Además, es un héroe civil. Su pasión por la lectura le ha causado un desprendimiento de la retina. Lo que hace más heroica la conducta de McGrath es que no siempre lee por placer. A veces lo hace por pura obligación. Y en ocasiones, su desempeño se parece al masoquismo.
El placer por la lectura lo adquirió en la escuela primaria. Y cuando descubrió en la biblioteca pública de su ciudad que podía pedir prestados cinco libros, y conseguir otros cinco una vez devolviera los primeros, su júbilo se acrecentó.
Además de ensayista, McGrath es editor –Dios bendiga a esa clase tan especial de intelectuales– y cuando cesa de leer manuscritos en su oficina, dedica varias horas de la noche leyendo textos en su hogar. (Esperemos que tenga vida familiar). En ciertas épocas, dijo en una columna en The New York Times que suele leer un libro por día.
Y este año, uno de los seres humanos que merecen un galardón exclusivamente por su amor a la lectura, recibió una maldición: lo nombraron jurado del National Book Awards, que recompensa ensayos y novelas. McGrath fue elegido para un jurado de ficción. Había 407 nominados en esa categoría. Su único consuelo consistió en que los nominados para el premio de ensayo ascendían a 500.
El plazo para leer esos textos va de mayo a septiembre, cuando se anuncian diez libros semifinalistas. De ese total se eligen cinco, y por último, el 20 de noviembre, se proclama un ganador.
Es posible, no lo podemos asegurar, que algunos miembros del jurado arrojen una mirada superficial sobre los volúmenes que les toca examinar. Es un poco lo que ocurre con los miembros del jurado encargados de asignar los Oscares en Hollywood. Ignoro la cifra exacta, pero la última vez que leí algo sobre ese premio descubrí que había más de dos mil evaluadores. Según dicen las malas lenguas, la inmensa mayoría revisa la nómina de los Golden Globes, y otros premios previos al Oscar, y vota a mano alzada, como en un parlamento de pacotilla, sin haber visto un solo film. Eso permitiría explicar por qué Greta Garbo, Edward G. Robinson y Peter O´Toole nunca ganaron un Oscar. Y por qué Charles Chaplin, considerado por el crítico Andrew Sarris “el más importante artista producido por el cine, ciertamente su más extraordinario actor, y posiblemente, su icono más universal”, ganó una sola vez el Oscar… a la mejor partitura musical, por Candilejas.

UN PROBLEMA DE LOGÍSTICA

Tal como señalaba en un texto anterior, los libros impresos suelen convertirse en un engorro apenas se multiplican. McGrath no recibió los 407 libros en su tableta electrónica, sino en cajas de cartón. Y no todos al mismo tiempo. Ni a las mismas horas, ni por la misma empresa. Diferentes compañías, en distintos días y horas de la semana, empezaron a depositar cajas en el umbral de su puerta. Los libros empezaron a invadir el hogar del ensayista y se distribuyeron en diferentes habitaciones, sin pedir permiso a nadie. Luego, ante la amenaza de su esposa: “Elige: o los libros o yo”, McGrath decidió comprar bibliotecas y alojar los volúmenes en el garaje.
Pero 407 libros no son fáciles de manejar. El potencial jurado tuvo que clasificarlos por orden alfabético. Y ocurre que no todos los libros tienen el mismo tamaño, ni han sido organizados de la misma manera. Había libros de tapa dura, paperbacks, y también galeradas, unidas con grampas, o con las hojas sueltas.
“Hay muchas historias de horror sobre los National Book Awards”, dijo McGrath. “Desde jurados que intimidan a otros, hasta jueces que no hacen su tarea, y paneles tan irritables, que al final cesa toda comunicación”.
McGrath tuvo suerte. El jurado en que participó estaba constituido exclusivamente por damas y caballeros. Las discusiones fueron muy placenteras.  Pero, al final del día, señala el ensayista, “no es posible que un individuo lea 407 libros con el cuidado y la consideración que se merecen”.
La tarea de un jurado puede ser un suplicio. ¿Por qué no reducir la cifra de libros que se aceptan para un concurso? Porque de esa manera todo el proceso se hace aún más arbitrario. “¿Quién decide?” se pregunta McGrath, “¿De acuerdo a qué criterio?” Y está también otro factor a evaluar: entre centenares de libros publicados en un año ¿Por qué decidir que solo un libro es sobresaliente?
Por supuesto, un crítico no necesita leer un libro en su totalidad para decidir si es bueno o malo. Pero ¿en qué momento se detiene la lectura y se pasa a otro libro que parece más promisorio?
Voy a citar un ejemplo. Deseo finalizar la lectura de Los Miserables para comienzos de enero. Es mi tercer intento. Y si no funciona, renuncio para siempre. El ejemplar (electrónico) que poseo acumula 1285 páginas. Decidí leerlo por dos razones. La primera es mi admiración por un ensayo que escribió Víctor Hugo sobre Mirabeau, el gran parlamentario francés. Sin ese ensayo, no creo que hubiera podido incluir a Mirabeau en mi novela Eros y la doncella. Hay personajes de la Gran Revolución eminentemente novelables. Danton es uno de ellos, el fiscal Fouquier de Tinville es otro, y obviamente Robespierre, Marat, María Antonieta y Luis Capeto. Pero trate el lector de darle carne a Mirabeau. No porque le haya faltado carnalidad. Era un sibarita, un terrible mujeriego, alguien que en ocasiones parecía venderse al mejor postor. Pero Mirabeau tiene un serio inconveniente para un narrador: pasó a la historia como un parlamentario. Y el miembro de un cuerpo colegiado es difícil de causar entusiasmo entre los lectores. Robespierre envió a centenares a la guillotina, Marat parecía gozar de la efusión de sangre, Danton lideró asesinatos colectivos, la reina fue víctima de un juicio totalmente injusto, en el curso del cual se la arrastró por la cloaca de los pasquines pornográficos y el rey pasó a la historia exclusivamente porque mostró dignidad en el cadalso. Pero ¿qué hizo Mirabeau? Una tarea tediosa, diseminada en cientos de documentos. Sólo el gran Víctor Hugo, en 40 páginas, con una pluma brillante, logró convertir a Mirabeau, pese a todos sus defectos, en el gran héroe de la primera etapa de la Revolución.
La segunda razón por la cual quiero leer Los Miserables es porque era uno de los libros favoritos de Dostoievski. Lo que diga el gran Fiodor, es para mí palabra sagrada. Pero inclusive el gran Fiodor debería reconocerme que las primeras 60 páginas, hasta que aparece en la novela Jean Valjean, podrían arrojarse a las llamas sin que nada se vea afectado. Es uno de los comienzos más tediosos y fatuos de la gran literatura universal.
Entiendo, por lo tanto, los dilemas confrontados por McGrath. Podría haber acelerado la lectura de los 407 libros usando un método de lectura veloz, salteándose párrafos, hincando los dientes en fragmentos más promisorios. Pero, como señala, el jurado también es un ser humano. Y cuando es un buen ser humano, se siente culpable de haber pasado algo por alto. Y entonces, lee dos veces un texto, para ver si algo se le escapó en la primera, vertiginosa lectura.
De todas maneras, el crítico se quedó con una sensación de malestar tras servir de jurado. Descubrió que se produce demasiada narrativa. Y en su ensayo se pregunta algo bastante atinado: “¿Realmente necesita el mundo centenares de nuevas novelas y de antologías de cuentos cada año, especialmente cuando tantas de ellas son similares?”
Su conclusión es que escasea en estos días “prosa original y excepcionalmente bella”.
Pero, para brindarle consuelo a McGrath, eso viene ocurriendo desde el comienzo de la historia. La buena literatura nunca triunfa en primera instancia. Toda clase de obstáculos se erigen para socavar la calidad, la inteligencia. El milagro es que pese a esos estorbos, los seres humanos sigan redescubriendo a Chejov, a Kafka, a Turgueniev, a Balzac, a Dickens, a Faulkner. Por eso mi tarea en estas semanas, es tener un poco de paciencia, y redescubrir a Víctor Hugo.


domingo, 15 de diciembre de 2013

Autores judeo-argentinos en exilio, migración y diáspora. Por Erna Pfeiffer




Nota Editorial:
En octubre del próximo año la editorial austríaca Mandelbaum publicará en alemán una antología de autores judeo-argentinos cuya edición está a cargo de la profesora Erna Pfeiffer. Novelistas, cuentistas y poetas como Alicia Steimberg, Luisa Futoransky
Mario Goloboff, Mario Satz, Diana Raznovich, Perla Suez, Sergio Chejfec y Ana María Shua participan en la antología.

Erna Pfeiffer es profesora titular de Literatura Hispánica en el Departamento de Filología Románica de la Universidad “Karl Franzens” de Graz.
Entre sus numerosos libros figuran: Estructura literaria y referencia a la realidad en la novela de la violencia colombiana; EntreVistas: Diez escritoras mexicanas desde bastidores; Aves de paso. Autores latinoamericanos entre exilio y transculturación (1970-2002) y Alicia Kozameh: Ética, estética, y las acrobacias de la palabra escrita. Ha publicado, además, más de cien artículos en revistas y libros.
En abril, la profesora Pfeiffer me entrevistó en Nueva York, como parte de su proyecto, que incluye un fragmento de la novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad. 
A continuación, la entrevista que me hizo la profesora Erna Pfriffer 
 

Erna Pfeiffer: En tus comienzos como escritor estabas ligado de una manera muy estrecha a la historia legendaria de los Pechof, que era, por decirlo de alguna manera, casi una continuación de una tradición que viene de Alberto Gerchunoff en Los gauchos judíos. Cuando le diste el título Los judíos del mar dulce a tu segundo tomo, ¿no existía ese peligro de que tus libros fueran leídos solamente, o ante el fondo de aquel subtexto, casi de manera folclórica?

Mario Szichman: Fue un riesgo, pues limitaba el público potencial. A mí me fascina la parodia; se puede practicar con gran economía de medios. Fíjate que en las mejores parodias es mínima la diferencia entre el original y la copia. Pienso por ejemplo en esa maravillosa película de Mel Brooks que es Young Frankestein. Las mejores partes son aquellas donde la parodia es casi imperceptible. Yo tal vez la hubiera hecho aún más sutil. Hubiera elegido a un actor más parecido a Boris Karloff  para interpretar al monstruo. Hubiera impedido, bajo amenaza de fusilamiento, esa escena donde Gene Wilder, como el doctor Frankenstein, y Peter Boyle, como el monstruo, hacen una rutina de vodevil. Pero el resto es casi perfecto. El rodaje de la película fue en blanco y negro, se usó el laboratorio original donde se filmó la primera versión de Frankestein  y fueron respetados los decorados. En Los judíos del Mar Dulce hubo un intento claro de parodiar Los gauchos judíos. Inclusive aludo en una parte de la novela al rodaje de una película sobre la llegada de sus protagonistas, los Pechof, a la Argentina. Y allí muestro un poco la idílica visión que tenía Gerchunoff de su Argentina, que, obviamente, no era la mía:

Ese mundo mostraba la tersura satinada de las páginas de la revista El Hogar. El dinero crecía en los árboles, los inmigrantes se hacían domadores extraordinarios, ante los ojos primero burlones y luego asombrados de los criollos que los invitaban después de la prueba a tomar un matecito con un “Venga, paisano, se lo ha ganado en buena ley”... En esa Argentina imaginaria todos se hablaban de tú, los burros se llamaban jumentos, las limosnas eran óbolos, los pobres usaban ropas remendadas pero pulcras, los grandes hombres nacían en humilde cuna, los padres se la pasaban llevando a sus hijos a los desfiles para emocionarse al paso de los granaderos, nuestro amigo el policía se dedicaba a cruzar viejecitas, los   niños  hablaban en  difícil, las  sociedades de los ricos eran beneméritas instituciones, las distinguidas damas guardaban cama, los torneos de canasta tenían siempre lucidos contornos y la gente se moría de mentira“.



Crecí en un mundo de grandes elocuencias y Los gauchos judíos es una de esas muestras de altanerías. Gerchunoff hace hablar a los gauchos judíos en un idioma más culto que el de Enrique Larreta, que escribió La gloria de don Ramiro en un idioma aún más castizo que el de los españoles nacidos en España. Y eso me irritaba profundamente. Esos no eran los judíos que yo conocía. Los judíos que conocía Mario Szichman eran aquellos que, para continuar con Los judíos del Mar Dulce:

“Decían ´Buen provecho´ después de comer, pedían perdón tras apretarse un eructo contra la boca, y llevaban una aguja con un trozo de hilo blanco enganchada en la parte trasera de las solapas para hacer remiendos de emergencia. Ignorando el hilo dental, se limpiaban los dientes con un boleto de colectivo doblado en cuatro. Pese a la revolución en las poses fotográficas, insistirían en retratar a sus hijos desnudos, sentados en la escupidera, y con la cara camuflada por grandes anteojos. En tanto Jaime (el hermano que quiere acabar con la herencia judía y convertirse en católico)  se sumergiría en la lectura de esa tribuna de doctrina que era el diario La Nación, Natalio seguiría paseándose por las calles de Buenos Aires llevando el Idische Zaitung[1] enrollado en un bolsillo del saco, sin tratar de ocultar la caligrafía hebrea”.



EF: Es como si la Argentina te hubiera decepcionado.

MS: Mi decepción con la Argentina empezó con la enseñanza de la historia. A mí me vendieron una historia falsa. Pronto descubrí que El Libertador José de San Martín no era el héroe impoluto que siempre miraba de perfil. La historia argentina estaba poblada de abruptos cortes y de callejones sin salida. Un día, un prócer se convertía en un malhechor. Nadie sabía bien por qué. Pero la cuestión es que al día siguiente lo fusilaban. Uno necesita creer en algo. Si un día te hacen creer en un prócer, y al otro día te dicen que estuvo perfectamente bien que lo fusilaran, algo anda mal en ese país.

En el Buenos Aires en que crecí los judíos no podían exhibir sus miserias, no podían ser ladrones ni asesinos. No podían ser normales, como el resto de la población. Tenían que ser mejores, destacarse por sus virtudes. Y eso me ponía muy nervioso, pues me parecía inhumano.  Y además, yo cargaba con una historia familiar que no se parecía en absoluto a lo que describía Gerchunoff en sus crónicas.

EP: ¿Cuándo llegó tu familia a la Argentina?

MS: La familia Szichman, parte de la familia Szichman, llegó a Buenos Aires entre 1928 y 1933, la familia Szylder, la de mi mamá, llegó en un solo viaje, mi zeide, que en ese momento tenía 65 años, junto con mi abuela, que tenía 57 años, y estaba embarazada,...

EP:¿A los 57 años?

MS: A los 57 años... Reconozco que suena algo absurdo, pero hey! Vivimos en un planeta donde millones de personas creen en la inmaculada concepción. ¿Por qué asombrarse? En fin, para ese momento, de acuerdo a la leyenda de los Szylder, la hija mayor ya había tenido su primer hijo. La mamá estaba embarazada, bueno... En total, mi abuela tuvo nueve hijos. Seis mujeres y tres varones. Un buen repertorio a la hora de crear personajes para mis novelas.

Recapitulando, mi abuelo tenía 65 o 66 años cuando llegó a la Argentina con el resto de la familia Szylder. A la edad en que otras personas se jubilan, él tuvo que ponerse a trabajar. Y trabajó como carnicero, hasta más o menos los noventa años. Murió creo que a los 98 o 99 años. Y mi abuela falleció aproximadamente a la misma edad. Cuando mi zeide falleció, mi abuela lo estuvo velando toda la noche. Pero no para agradecerle su vida, sino para lamentar muchas de las cosas ocurridas. Yo no estuve en el velorio. En esa época vivía en Venezuela. Pero mis primas me describieron la escena. Ese solo episodio hubiera servido para escribir una novela. Una anciana sentada junto al ataúd de su marido, y formulándole reproches. Y después, habló con sus nietas, y les preguntó si usaban anticonceptivos. Imagínate, sus nietas no sabían qué cara poner. Y mi abuela les aconsejó que usaran anticonceptivos. Nueve hijos eran demasiados hijos, les dijo. Ella había vivido en una prolongada esclavitud.

En el año 1933 cerraron las puertas de la inmigración y la familia Szichman no pudo traer al resto de los que estaban en Polonia. Ninguno de ellos sobrevivió. Y eso afectó mucho las relaciones personales.

EP: ¿Qué idea tenías de Europa?

MS: Era como una pantalla negra. Mis familiares no querían saber nada de Polonia, o de otras naciones de Europa oriental donde habían nacido. Existía una pesada cortina de silencio con respecto a su vida antes de su viaje a la Argentina.

EP: ¿Y cómo hiciste entonces para sacarles los secretos? ¿Lo investigaste, les preguntaste?

MS: Preguntaba aquí,  preguntaba allá… Pero todo era muy fragmentario... Entonces me dije, “Bueno, si no puedo decir la verdad, voy a inventar lo que puede haber ocurrido”. Hay cosas que son pura invención. Ningún miembro de mi familia se dedicó a la trata de blancas, como ocurre con los Pechof.

También había una rama lateral de la familia de origen alemán. Se trataba de un pariente lejano que hizo una fortuna instalando una cadena de peluquerías en el centro de Buenos Aires. Yo lo observaba y me parecía estar delante de Hindenburg. En esa familia hablaban alemán. Ese pariente siempre se negó a reconocer que era judío. Era como la parte aristocrática de la familia.

Y eso a mí me afectaba mucho. Quería ser reconocido por esa parte digamos ilustre de la familia. Pero ¿en qué consiste la aristocracia sino en considerar a todo el mundo inferior? Era una pelea perdida desde el principio.

Bueno, todo eso lo desarrollé especialmente en Los judíos del mar dulce, en la segunda versión de 2013 que fue editada por la profesora Carmen Virginia Carrillo. Allí le brindo más importancia a esas características de clase que me hacían sentir muy humillado.

EP: No le tienes mucha simpatía a la Argentina.

MS: Ese es un understatement. Es un país terriblemente autoritario. Y afectado por un serio problema. Llegó a la decadencia antes de poder alcanzar la grandeza. Es un país que, como solían decir de adolescentes altos y sin mucha materia gris, “se fue en vicio”. Cuando me pude ir de la Argentina, a los 21 años de edad, y descubrí Venezuela, me sentí liberado.

EP: Naomi Lindström dice que entre tus personajes, Rifque es el más fantástico. No se puede definir dentro de la genealogía, se ignora si es real o si forma parte de varios personajes. Porque hay varias Rifques ¿no?

MS: Es el personaje de los Pechof más afincado en la realidad. Era una prima, muy talentosa, que se suicidó a los veintitrés años con raticida. Y pienso que necesitaba exorcizarlo. Para ello fabriqué una protagonista que es una especie de comparsa de personajes. Tal vez para diluir la heroína real. La idea de Los judíos del mar dulce partió del suicidio de Rifque.

EP: ¿Tuvo algo que ver con la muerte de Evita Perón? ¿De dónde vino la idea de combinar la muerte de Evita Perón con la de Rifque? Es como una obsesión, ¿no?, siempre se repite algo de Evita...

MS: Eva Perón murió en 1952. Soy de 1945. Tenía siete años cuando murió Evita. Y ese enorme, inacabable velorio, me impresionó mucho. Se prolongó como dos semanas, porque todo el mundo tenía que ir a ver el cadáver de Evita. La abanderada de los humildes murió el 26 de julio. Julio es el mes más frío en Buenos Aires. Todos los días llovía. ¡Dios mío, qué tristeza! Y esa cosa necrofílica, ese amor por la muerte que tienen los argentinos…  Entonces combiné los problemas de la familia Pechof con el velorio de Evita. Inventé una trama. Rifque moría por los días del fallecimiento de Evita, y la familia no podía enterrarla porque el gobierno suspendía el otorgamiento de certificados de defunción. Entonces Jaime, el miembro de los Pechof ansioso por convertirse en un argentino de pura cepa descubría que había un médico capaz de otorgar un certificado de defunción. Había un solo problema. El médico era antisemita. La única manera de conseguir que emitiera el certificado era convertir a la familia Pechof en gente de alcurnia, en argentinos de pura cepa. Por lo tanto, había que contratar profesionales para que hablasen como cristianos, para que lucieran ropa de personas de alcurnia, para que aprendiese cómo santiguarse, para que tuviesen recuerdos de antepasados ilustres.

Ahora que lo pienso, fue una idea bastante prolífica eso de camuflar toda la historia de los Pechof para que terminaran convertidos en los Gutiérrez Anselmi, una familia de la rancia aristocracia porteña. Pude trabajar además el grotesco, que es un género que me encanta.

EP: ¿De dónde sacaste tus modelos literarios?

MS: De Roberto Arlt y de Fiodor Dostoievski.

EP: Y en cuanto a los parentescos de toda la familia Pechof... ¿Lo construiste adrede para que el lector no sepa quién es quién y quién está relacionado con quién?

MS: Yo no hago nada adrede...

EP: Todo es una adivinanza, un enigma para el lector... ¿no? Porque yo traté de reconstruir un árbol genealógico de la familia Pechof, es imposible...

MS: Sí, es imposible... Mira, cada vez que tú no entiendas algo de un escritor, en vez de pensar que es un genio, piensa que es un ignorante y vas a acertar. Cuando escribí esas novelas era, como hubiera dicho Borges, un hombre para quien la ignorancia no tenía secretos.

EP: ¿Por qué ese afán por reescribir tus novelas? Tanto la trilogía del Mar Dulce como la trilogía de la patria boba han sido reeditadas por la profesora Carrillo.

MS: Sólo falta reeditar La verdadera crónica falsa. Pero ya la profesora Carrillo se encargará de hacerlo. Mira Erna, soy un novelista atípico. Estuve veinte años sin publicar, aunque no dejé de escribir un solo día de mi vida. Mi producción cotidiana es de mil palabras diarias, tal vez algo más. ¿Qué ocurría con mi narrativa que no podía encontrar editoriales? Me imaginó que no advertí los cambios en el mercado. Seguía insistiendo en la familia Pechof, y al parecer, no había mercado para esa familia. Recién cuando enfilé hacia la novela histórica venezolana volví a encontrar editoriales y público lector. En el proceso descubrí que lo más importante no es un agente literario, ni promotores publicitarios, sino un buen editor. En Estados Unidos el editor es un profesional que puede transmutar un bodrio en una obra maestra. Es el caso de Maxwell Perkins quien transformó Look Homeward, Angel, la indigerible novela de Thomas Wolfe, en un best seller. Bueno, las novelas sobre la patria boba eran más profesionales que las de la trilogía del Mar Dulce. Pero necesitaban mejorar. Por eso la reedición corre a cargo de la profesora Carrillo. Inclusive Los años de la guerra a muerte, que era un poco la Cenicienta de esa trilogía es ahora la que más se vende. Volverá a salir como libro impreso en España. Para precaverme de más reediciones, Eros y la doncella estuvo directamente al cuidado de la profesora Carrillo. Una novela se construye con un esqueleto, cartílagos y músculos. Pero luego se necesita darle humanidad. Los buenos editores ayudan a humanizar las novelas.

EP: Es curioso que nunca escribiste tus ficciones en los lugares donde transcurren.

MS: Sí, las tres novelas de la familia Pechof las escribí en Venezuela. Las tres novelas históricas sobre Venezuela las escribí en los Estados Unidos. Y también Eros y la doncella, que transcurre en la Francia del Reino del Terror.

EP: Ah, qué interesante. Entonces, al alejarte tenías una perspectiva…

MS: Sí, es como si hubiera necesitado tomar distancia. He vivido más de tres décadas en Estados Unidos y nunca escribí nada sobre este país. Sigo contemplando Nueva York como un turista. Me apasionan ciertos objetos, ciertos desplazamientos urbanos. No hay profundidad, sólo superficie. Tampoco hay historia, sólo eventos. Durante la mayor parte de mi vida pensé, con Malraux, que la mejor manera de describir a los peces es desde afuera de la pecera. Tal vez llegó el momento de que describa la pecera desde el lado de adentro.






[1] Diario judío.