sábado, 5 de agosto de 2017

Los bosques de Potemkin y la generación de la maleza


Mario Szichman

Nikita Krschev


Los rusos nunca inventaron la rueda. Tuvieron genios de la literatura, como León Tolstoi, y Fiodor Dostoievski, y un temible físiólogo como Ivan Pavlov, quien hizo importantes hallazgos sobre el reflejo condicionado.  Pavlov descubrió que sus perros de experimentación comenzaban a salivar cada vez que entraba en la perrera. Inclusive cuando no les traía comida. José Stalin aprovechó el experimento en su beneficio. Los torturadores de la Ojrana usaban el electroshock en sus sujetos de experimentación —en nuestros países, el artefacto ha sido bautizado como picana eléctrica—, su propósito es extraer información de prisioneros políticos. No hace salivar a los detenidos, sino confesar, aunque no siempre la verdad. Lo único que desea la víctima es el cese de la tortura. En cierto modo, es un método pavloviano.
Existe en cambio un invento genuinamente ruso que explotaron con gran eficacia nuestros populistas: los bosques o aldeas de Potemkin, un elemento esencial en toda autocracia o dictadura. Se trata de parapetos de bosques o construcciones destinadas a engañar a otras personas haciéndoles creer que lo exhibido es superior a toda realidad concreta.
En 1787, la emperatriz Catalina de Rusia viajó a Crimea. Su favorito, Grigory Potemkin, ordenó construir una aldea portátil en las orillas del río Dnieper. Otros dicen que Potemkin exigió flanquear ambos extremos de un camino de tierra con árboles plantados a último momento. Lo cierto es que el carruaje de la emperatriz transitó entre esas hileras de árboles, detrás de los cuales había el simulacro de viviendas muy moderna. Catalina pudo verificar que la madrecita Rusia estaba prosperando de manera increíble, y eso debe haber llevado a Potemkin a pensar en nuevos ardides, y en nuevos decorados.

EL BOSQUE DE POTEMKIN QUE NO FUE

En el verano de 1961, el primer ministro de la Unión Soviética, Nikita Kruschev, visitó Estados Unidos, y pronunció en las Naciones Unidas su famoso discurso anunciando que su vasta nación pensaba “enterrar” al capitalismo, mientras reforzaba sus palabras golpeando con su zapato en el podio. En esa ocasión, Kruschev tuvo la sospecha de que los norteamericanos estaban empleando la fórmula de los bosques de Potemkin en su contra.
En su libro Inside Argentina, from Perón to Menem [i] el abogado Laurence W. Levine, experto en comercio internacional, narró que durante la visita de Kruschev, fue invitado a una recepción en la embajada soviética situada en Nueva York, en la esquina de la calle 68 con Park Avenue. El abogado llegó a la hora señalada para la reunión, cerca de las siete de la noche. Había centenares de invitados. Pero Kruschev estaba ausente. Llegó finalmente pasadas las nueve de la noche, sudado y muy irritado. ¿Qué había ocurrido? Levine era amigo de Alexander Troianofsky, uno de los traductores de Kruschev, quien le explicó el problema.
El premier había viajado con su comitiva a Lloyd´s Harbor, una ciudad playera en Long Island, donde había una residencia veraniega destinada a los embajadores soviéticos. Era una jornada de mucho calor, y el séquito quedó atascado en un inmenso tráfico. Kruschev le dijo a Troianofsky que el embotellamiento seguramente había sido organizado por el departamento de Estado. La intención de los norteamericanos era hacer creer a los soviéticos que en Estados Unidos abundaban los vehículos, un símbolo de prosperidad.
“¡No pueden existir tantos automóviles en Nueva York!” dijo Kruschev. “Estos americanos quieren hacerme creer que sus ciudadanos son tan ricos que cualquiera puede ser dueño de un vehículo”. 
Cuando el embajador soviético intentó explicarle a Kruschev que los estadounidenses, sin importar si eran ricos o pobres, estaban en condiciones de poseer un automóvil, creció la ira del primer ministro soviético y se propuso a demostrar a su embajador que el departamento de Estado intentaba engañarlo con sus triquiñuelas. Bueno, ese fraude sería puesto en evidencia. Después de todo, los bosques de Potemkin eran originarios de su país.
Kruschev decidió esperar unas horas en Lloyd´s Harbor. El primer ministro estaba seguro de que todos los vehículos enviados por el departamento de Estado a las autopistas de Long Island para congestionar el tráfico retornarían a sus garajes una vez pasada la hora en que su comitiva debía regresar a Nueva York. La autopista se vaciaría de vehículos, y Kruschev revelaría esa estafa al mundo.
Sin embargo, a medida que pasaban las horas, la circulación de vehículos aumentaba en lugar de disminuir. Cuando Kruschev ordenó finalmente el regreso, el viaje, que habría demorado normalmente algo más de una hora, se prolongó casi tres. El primer ministro debió admitir que el tráfico había sido real, y decidió callarse la boca. Era mejor hablar de la discriminación contra los negros.

POTEMKIN EN AMÉRICA LATINA



Durante los años del chavismo, primero, con Hugo Chávez, luego con Nicolás Maduro Moros, proliferaron los bosques de Potemkin. No hay populismo autocrático sin grandilocuencia o gigantismo. Nada puede hacerse a escala humana.
Chávez intentó algo similar en Venezuela usando como motores de ese pantagruélico progreso a la empresa brasileña Odebrecht. Un titular de The Wall Street Journal señaló que “Hugo Chávez contrató a Odebrecht para construir grandes proyectos que costaron miles de millones de dólares. La mayoría continúan congelados”[1] o han sido abandonados.
Odebrecht se convirtió para Chávez en el principal contratista de obras de infraestructura con la ayuda de su aliado y amigo, el expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva[ii].
La Venezuela chavista se trocó en el mercado latinoamericano más grande de Odebrecht fuera de Brasil. Una de sus divisiones informaba directamente a su CEO, Marcelo Odebrecht, otra presunta víctima de la maledicencia pública, como Pablo Escobar en Colombia, o John Gotti, The Dapper Don, en Nueva York. El señor Odebrecht cumple ahora una condena a 19 años de cárcel por corrupción, lavado de dinero y conspiración.

LA IMAGINACIÓN AGROMEGÁLICA


Eva y Juan Domingo Perón
Sin embargo, en el territorio de la exageración, nadie superó al presidente argentino Juan Domingo Perón, quien urdió la idea de la Argentina Potencia.
Por alguna razón, todos los autócratas necesitan apelar a un Viagra político. Perón favoreció, además, un culto a la personalidad que tuvo como ejes centrales su figura, y la de su esposa, Eva Duarte de Perón. (El lema era “Perón cumple, Evita dignifica”).
El temperamento de Perón era cautivante, y sus discursos bien articulados. Un amigo mío fotógrafo, que trabajó para algunos estudios cinematográficos de la década del cuarenta, como Argentina Sono Film, me contó que en cierta ocasión Perón, ya en esa época Secretario de Trabajo y Previsión, fue al estudio a buscar a una amiga, la entonces María Eva Duarte, una actriz joven que empezaba a adquirir fama en el cine nacional.
Mientras preparaban una escena para filmar, Perón observó que un electricista se había subido a una escalera e intentaba instalar un foco de alto voltaje. De inmediato Perón se dirigió a la escalera y la aferró con ambas manos, para que el electricista trabajara sin riesgos. El fotógrafo, un antiperonista convencido, debió reconocer que Perón era un personaje con gran calidez humana. “No creo que lo hiciera para complacer a la galería”, me dijo. “Así era Perón, aún entre bastidores”. 
Por supuesto, ese era uno de los numerosos rostros de Perón. Había otro, más explícito: necesitaba rodearse de obsecuentes, el rasgo que más lo acerca a Chávez. Es imposible averiguar si las motivaciones eran similares. Es obvio que Chávez necesitaba que lo quisieran y le acariciaran la cabeza. La manera en que subsidió la economía de otros países muestra a un hombre desesperado por conquistar cariño a punta de realazos.
En cambio, el gobierno de Perón nunca le regaló nada a nadie. La Argentina, el país de las vacas y del trigo, aprovisionó a muchos países que emergían de la devastación causada por la segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones y lograron llenar las arcas del Banco Central vendiendo productos agropecuarios a gobiernos que habían quedado en la lona. A veces, exigían el pago al riguroso contado.
Mi conjetura es que Chávez necesitaba obsecuentes tanto por razones políticas como sentimentales. Perón, en cambio, lo hacía por motivos rigurosamente políticos.
Muchos de los obsecuentes de Chávez eran sus panas. Todos los obsecuentes de Perón eran seres a los que despreciaba. Basta ver el caso de Héctor Cámpora, quien fue presidente de la Cámara de Diputados durante su primer gobierno, y presidente de la Argentina durante 49 días, en 1973. Dicen que en cierta ocasión Eva Perón le preguntó a Cámpora la hora, y el funcionario le respondió: “La hora que usted ordene, señora”. (Al menos en una ocasión, tanto Perón como Chávez recompensaron la obsecuencia. Lo demuestra el ascenso –efímero—de Cámpora al poder y la designación de Nicolás Maduro como sucesor del líder de la Revolución Bolivariana).

LA HISTORIA SE REPITE

Hace ya un tiempo, la revista The Economist publicó un interesante trabajo: The Tragedy of Argentina, A century of decline. Antes de mencionar la decadencia argentina, se hacía alusión en el artículo a esa angustia cotidiana que padece la clase media para cambiar pesos por dólares.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares no es de ahora. Al menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara a enfrentar el tóxico avance de la inflación. Lo mismo ocurre ahora en Venezuela.  
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Eso se observa en la idea que el ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina hundida en la crisis económica que saludó su bicentenario.
El ensayo de The Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o con la Ópera de París. En 1915, fue finalizada la construcción de la estación ferroviaria de Retiro, también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia. A comienzos del siglo veintiuno, Venezuela era el país más próspero de América del Sur. 
Perón trazó entre 1946 y 1955 los cimientos de la Argentina moderna, y sentó al mismo tiempo las bases de su decadencia. Tal vez no fue el principal responsable de su declinación. Ya en 1910, al cumplirse el primer aniversario de la Revolución de Mayo, el político francés George Clemenceau enunció que la Argentina era tan rica que ningún gobierno, por más ladrón que fuera, podía destruirla. Sin embargo, la Nueva Argentina de Perón terminó en lo que es hoy, un país desbalanceado, desestructurado. Al comienzo de cada década, se vislumbra un horizonte de grandeza, y en el sprint final, empiezan a recogerse los platos rotos. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.  
Luego de la dictadura más feroz que se padeció en América Latina, donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, tras algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido Radical.
En ese lapso, después de algunos años de vacas gordas –favorecidos por el hecho de que parte de los ahorros de los argentinos fueron enclaustrados en el secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”– cambió el viento, se agudizaron los problemas económicos y la Argentina incurrió en otro default técnico en el 2014. (Había sufrido un default de verdad a comienzos de 2002).

DISTANCIAS Y ENIGMAS

¿Cuánto más se puede narrar desde un país cuando ya no se vive en él? En realidad, buena parte de la literatura consta de novelas escritas por seres que nunca vivieron en los lugares que describen, ya sea por los años en que transcurren esos relatos, o por su geografía. Sin llegar a los extremos de Edgar Rice Burroughs o de Ray Bradbury, que escribieron sobre Marte sin haberlo visitado, o de Jonathan Swift, que gracias a Los viajes de Gulliver nos permitió recorrer comarcas inexistentes, el territorio de la narrativa tiene muy poco que ver con la realidad. Y a medida que pasan los años, y se decantan experiencias, inclusive los relatos se van despegando de su tierra nutricia, se hacen progresivamente estilizados, el interés altera su enfoque. 
Me ocurrió justamente con la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce, separada de la primera versión por una distancia de cuatro décadas, y por la cercanía virtual de su editora, la profesora Carmen Virginia Carrillo. Sentí un gran disgusto por la primera versión.
En la copia original quise contar demasiadas cosas. El lector quedó abrumado con tantos personajes, y tantas situaciones entreveradas. La profesora Carrillo no solo consiguió recuperar la trama, y quitarle el desorden y la profusión, sino que me permitió visualizar un esqueleto, aquello que resultaba esencial. 

LOS CAMINOS NO FRANQUEADOS

A lo largo de los años, he desechado varios caminos narrativos, pero hay uno que me resulta primordial: la sátira, ya se trate de Cándido de Voltaire, o de El tambor de hojalata, de Günter Grass, o de El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, o de Catch-22 de Joseph Heller.
La sátira permite crear héroes de seres cotidianos, y al mismo tiempo, lanza devastadores dardos contra el poder. Cuando mi editora en jefe me descubrió la verdadera trama de Los judíos del Mar Dulce, todo cambió para mejor. La nueva tesis de la novela era ésta: en la década de 1945 a 1955, la Argentina vivió en la isla de la fantasía. Contaba con muchos datos para demostrarlo, como el monumentalismo, o la intención de usar la energía atómica (obviamente con fines pacíficos). 
Los ideólogos del peronismo consideraban que la pujanza del gobierno debía reflejarse en su arquitectura. Ramón Asís, un ingeniero civil que era considerado en círculos locales como más grande que Frank Lloyd Wright, propuso una arquitectura simbólica justicialista, repleta de esculturas funcionales, donde cada parte anatómica de un edificio, desde la coronilla hasta los pies, debía cumplir una función útil. Nunca se aclaró, sin embargo, si también se exhibirían las partes pudendas, o serían cubiertas con una hoja de parra.
Y después, estaba la cautivante figura del profesor austríaco Ronald Richter, quien fue contratado por el gobierno de Perón para intentar reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica. La intención de Perón, al menos manifiesta, no era usar la fusión nuclear para fabricar bombas atómicas. No, según explicaron sus seguidores, deseaba utilizar, en reemplazo de la electricidad,  la energía que acabó con Hiroshima y Nagasaki. Su método de distribución era muy interesante: la energía atómica sería conservada en recipientes similares a las botellas de leche de medio litro y de un litro. 
Intentar explicar la Argentina de los últimos 80 años, sus increíbles cimbronazos, es bastante difícil. Cada ensayista ofrece distintas razones para su retroceso. Y todos tienen motivos suficientes para justificarlo. Algunos son más dramáticos que otros, predomina el ceño fruncido. Pero la solemnidad es mala consejera, convoca al pesimismo, trae malos augurios, y por alguna razón, solo los malos augurios se cumplen. Como en el célebre cuento de Gabriel García Márquez, basta que alguien presagie alguna catástrofe en un pueblo para que el vaticinio sobrevenga antes de concluir el día. 
A la hora de elegir, es infinitamente superior la fantasía. Siempre me fascinó esa combinación de grandes proyectos y de palpables resultados propuestos durante la primera presidencia de Perón. No puedo imaginar en la vida real esa Argentina de la arquitectura simbólica justicialista o de la energía atómica literalmente embotellada. Pero sí en los comics donde aparecían Superman, y el capitán Maravillas, y Batman, y El Aguijón. 
Creo que esa fue la única época que permitió a los argentinos vivir en el realismo mágico, en la ilusión y en la potencia. Luego, el sueño se canceló. Inflación, devaluación, corridas bancarias, especulación, cepo al dólar: nada nuevo bajo el sol. Para el autor de un ensayo histórico sobre la economía peronista, ya desde el primer gobierno de Perón los justicialistas reiteraron un mismo ciclo: a pesar de etapas iniciales de crecimiento y expansión, se quedaron en la redistribución de ingresos sin modificar estructuras y acabaron recurriendo al sector agropecuario como salvavidas.

LA GENERACIÓN DE LA MALEZA

Algo similar ocurrió en la Venezuela chavista excepto por un factor, el petróleo, el “excremento del diablo” del cual hablaba el economista y ministro Juan Pablo Pérez Alfonzo. Todo lo que sea producción involucra esfuerzos. Hay que sembrar y cosechar. Hay que irrigar. Hay que planificar. Pero el petróleo es magia pura. Algunos millares de técnicos hacen brotar el crudo del subsuelo, sin excesivo esfuerzo, y lo envían a los mercados. En cambio, la gran producción agrícola ganadera de Venezuela está colapsada. Todo está colapsado en la economía de Venezuela. Y además, el crudo ha reducido su cotización a un tercio en menos de tres años.
La Argentina era a principios del siglo veinte un país cuya riqueza era tan grande que parecía imposible ser saqueada por un gobierno ladrón. Lo mismo se pensó en la República Bolivariana. La Venezuela de comienzos del siglo veintiuno arrojó su riqueza por el sumidero. Pasarán varias décadas antes que esa Venezuela pueda compararse siquiera a la Venezuela de fines del siglo diecinueve, antes del descubrimiento del petróleo que la transformó en un país moderno y condenado al despilfarro, la extravagancia, y el saqueo del erario público.
En mi novela Las dos muertes del general Simón Bolívar, el Libertador pensaba: “Somos la generación de la maleza. La Gran Colombia pronto quedará cubierta de maleza. Y mis constituciones, y mi proyecto del Congreso Anfictiónico de Panamá, todo quedará cubierto de maleza. Sólo perseverarán los bordes que trazó España, los odios regionales que recopilamos mientras fuimos gobernados por España. Cuando volvamos a sembrar la tierra, la maleza nos indicará el trazado de los cultivos que heredamos de los godos. Toda innovación quedará enterrada por la maleza. Y lo nuevo que surja será siempre un claro en la maleza, y estará propiciado por el dinero proveniente de Londres o de París, o de cualquier otra ciudad que quiera arrebatarles las malezas a los godos.
“Como en nuestros países el lujo no fue un resultado de la industria, sino que la precedió, la destrucción sucesiva mantendrá nuestra pobreza. La falta de personas industriosas ávidas por reconstruir, por engrasar la mano de funcionarios a fin de obtener concesiones, hará que nuestro futuro sea un eterno altercado entre quienes desean dejar brotar la maleza y quienes intentan abrir un claro en ella. Tras unos años de prosperidad y de la disipación de nuestras riquezas, retornará la maleza. Quienes nos reemplacen tendrán que hacer como los cruzados, construir encima de los escombros, usar los techos como cimientos, y cubrir todas las rendijas para impedir el avance de la maleza”.
A veces me he sentido tentado de escribir una novela contemporánea sobre Venezuela. Pero me resulta imposible. Escribí La trilogía de la patria boba, escribí una novela aún inédita sobre Bolívar en el Perú, previo a la batalla de Ayacucho, estoy preparando otra sobre Manuel Piar, ese gran patriota fusilado por Simón Bolívar porque le hacía sombra, y hasta me siento tentado de escribir sobre José Antonio Páez, el primer presidente de Venezuela, un personaje tan mítico como Aureliano Buendía.  Inclusive tengo el comienzo. Páez observa desde su residencia situada en la calle Veintitrés con la Quinta Avenida, el paso del cortejo fúnebre del presidente Abraham Lincoln. (Se trata de un hecho real). Pero no puedo incursionar en la Venezuela chavista. Se presta para la sátira, aunque acompañada de una tragedia tan vasta, que hace difícil combinar ambos géneros.
Mientras escribo, admito que lo hago desde el desencanto, un pueblo, un ser humano, necesitan nutrirse de heroísmo, ilusionarse con la grandeza futura. Es preferible un Rasputín a un Diosdado Cabello o a un vicepresidente como Tarek El Aisami. Lo digo sin cuestionar sus galardones, su pareja mediocridad, sus fabulosos negocios.
Ahora solo se erigen en Venezuela los bosques de Potemkin. Farsantes del gobierno y de la oposición se escudan detrás de ellos, y nunca dejan testimonio por donde agarrarlos, excepto en declaraciones por televisión, el mejor medio de la comunicación efímera.
Recuerdo las palabras de Mariano Torrente, un militar español, quien escribió un excelente trabajo sobre la independencia de la Gran Colombia. Torrente decía en su Historia de la revolución hispanoamericana: “La capital de las provincias de Venezuela, Caracas, ha sido la fragua principal de la insurrección americana. Su clima vivificador ha producido los hombres más políticos y osados, los más emprendedores y esforzados, los más viciosos é intrigantes, y los más distinguidos por el precoz desarrollo de sus facultades intelectuales. La viveza de estos naturales compite con su voluptuosidad, el genio con la travesura, el disimulo con la astucia, el vigor de su pluma con la precisión de sus conceptos, los estímulos de la gloria con la ambición de mando y la sagacidad con la malicia. Con tales elementos no es de extrañar que este país haya sido el más marcado en todos los anales de la revolución moderna”.
Torrente no era un psicólogo moderno. Escribió su ensayo en 1830. Y sin embargo, algunos de los adjetivos que aplica a los políticos caraqueños son muy significativos: “viciosos e intrigantes”, capaces de combinar “el disimulo con la astucia”,  la “sagacidad con la malicia”.
Es arduo escribir sobre la Venezuela actual. Y deprimente, pues nadie avizora una salida. Las sociedades han emergido de toda suerte de catástrofes, los judíos, del exterminio de seis millones de sus congéneres, los rusos, de guerras y tiranías que diezmaron a su población, los japoneses, de Hiroshima y Nagasaki, los armenios, de las matanzas de los turcos, los camboyanos, de un régimen absolutamente genocida.
Un ser humano necesita héroes y puede aceptar antihéroes. Abundaban en Venezuela, hasta en la generación de la maleza. Ahora, han desaparecido. Fueron reemplazados por seres anodinos, que se la pasan golpeándose el pecho, haciendo gestos altisonantes, mientras mienten por ambos costados de la boca, repiten desde hace 18 años las verdades de Perogrullo, y son incapaces de diferenciar entre la dignidad y los constantes acuerdos bajo la mesa que a nada acercan, excepto al precipicio. 
También García Márquez instaló a su general en un laberinto y demostró la imposibilidad de localizar su salida. ¿Podrá algún día Venezuela emerger de tamaño enredo?








[1] The Wall Street Journal, 4 de enero de 2017.





[i] Edwin House Publishing Inc. Ojal, California, EE.UU. 2001.

[ii] El 12 de julio de 2017, el ex presidente fue acusado de lavado de dinero y de “corrupción pasiva”, definida en las leyes penales de Brasil como recipiente de un soborno por parte de un empleado público o un funcionario del gobierno. Fue condenado a nueve años y seis meses de cárcel por el juez Sérgio Moro, pero sigue libre pendiente una apelación de su sentencia. Si la justicia confirma la decisión de Moro, Lula no podrá ser candidato en las elecciones presidenciales de 2018, tal como se proponía.

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