Mario Szichman
En The Gnostic Gospels, Elaine
Pagels analiza las divisiones que se registraron en los albores de la iglesia
cristiana entre los evangelios apócrifos y los verdaderos. La pregunta es: ¿Cómo se hace para distinguir
unos de otros? Y la respuesta es muy sencilla: se condena a la hoguera a
quienes difunden los evangelios apócrifos. Y ¿cuáles son esos evangelios apócrifos? De
nuevo la respuesta es sencilla: quienes murieron en la hoguera eran los
encargados de difundir evangelios apócrifos.
La prédica de los perdedores, fue obliterada, e incinerada, por quienes
triunfaron en la controversia.
Pagels trabajó, con pluma maestra, la tesis postulada por Walter Bauer en
1934 acerca de la fundación de la iglesia cristiana como una secta con
múltiples puntos de vista, en la cual, la mujer tuvo una poderosa presencia.
Según la ensayista, el gnosticismo
“atrajo a las mujeres porque permitía su participación en los ritos sagrados”.
Y las secuelas fueron poderosas. La mujer estaba ubicada al mismo nivel que el
hombre, y era inevitable la presencia de la sexualidad. Inclusive en uno de esos evangelios, aparecía
la familia de Jesús, y se mostraba el celo y la indignación de los apóstoles
por la presencia de María Magdalena, quien se tomaba ciertas libertades con el
Redentor, pues lo besaba con frecuencia en la boca.
Esas sectas religiosas eran humanas, demasiado humanas, y luego de algunos
siglos de disputas feroces, el cristianismo las derrotó, y surgió como una
religión masculina.
El poder y la gloria, la
novela de Graham Greene, parece estar contada desde la herejía que pululaba en
todas esas sectas fieles a Cristo, aunque no a la iglesia triunfante. Posee,
además, la magnificencia de toda causa perdida.
Greene visitó México en 1938, una década después de la Rebelión de los
Cristeros (1926-1929) que se libró en la parte central y occidental de los
estados mexicanos contra la política anticlerical del presidente Plutarco Elías
Calles. El jefe de estado intentó eliminar el poder de la iglesia católica e
instituciones aliadas. La rebelión se encendió como fuego en una pradera en
muchas zonas rurales de México. Es considerada la última insurrección campesina en esa
nación, tras concluir la fase militar de la Revolución Mexicana, en 1920.
Es obvio que las simpatías de Greene se orientaban hacia los cristeros. El
novelista ingresó en la iglesia católica en 1926, aunque su conversión se
debió, en buena parte, a su romance con una mujer de esa fe. De todas maneras,
como indicó en 1938, “la castidad siempre estuvo más allá de mi control”. Además, los ecos del catolicismo en Gran
Bretaña, solían provenir de críticos protestantes. Y lo más frecuente, dijo el
novelista, era oír “las escandalosas historias de turistas relacionadas con
sacerdotes que en remotas comunidades latinas tenían amantes o andaban siempre
borrachos”.
El personaje central de la novela es un ser ambiguo, y al mismo tiempo,
poderoso. Se trata de un innombrable “whisky
priest,” que huye de las autoridades intentando salvar su vida. ¿Cuáles son
sus virtudes? Muy escasas. Solo sabe recitar misas, o mencionar la salvación
eterna, a seres reducidos por la pobreza y por las enfermedades, a una rápida
decadencia. El licor es para él más que
un vicio; constituye una esperanza de que no todas las horas de su vida tendrán
el atributo del sufrimiento. Vive en un perpetuo purgatorio, aterrado por los
daños corporales que pueden infligirle sus enemigos. Al mismo tiempo, desea que
lo capturen y le permitan ingresar en el sueño eterno.
LAS ESTACIONES
DE LA CRUZ
Una corriente subterránea de suave ironía, impregna la novela. Una de las
escenas centrales es cuando el pecado de la lujuria le permite al sacerdote una
momentánea salvación. Una de sus fugas lo traslada a una población en la cual
procreó una hija. En cierta ocasión, “siete años antes, durante apenas cinco
minutos, había amado a una mujer”, dice Greene. La hija odia y desprecia a su
progenitor. Parece una enana “que oculta una horrenda madurez”. Pero en el
momento culminante, salva al padre,
simplemente diciendo la verdad.
Una partida de soldados llega al pueblo, buscando al cura. Pese a
repudiarlo, los habitantes, se niegan a delatarlo. El teniente que comanda la
partida amenaza con tomar un rehén, y llevárselo, para fusilarlo después. Pero
eso no altera la obstinación de los pobladores. ¿Qué los anima a ese desafío,
qué clase de santidad tiene ese sacerdote pecador, que lo eleva por encima de
sus feligreses?
Finalmente, el teniente interroga al
sacerdote, que viste harapos, y le aplica la sapiencia de una rudimentaria
semiología. Le pide que exhiba sus manos. Se presume que un sacerdote tiene las
manos bien cuidadas. Pero ese cura tiene las callosas manos de un labrador. Luego,
olfatea su boca, tratando de descubrir si ha bebido vino, que en esas zonas
solo se utiliza en ceremonias religiosas.
Al sacerdote nada le pertenece. Cuando le preguntan por su apellido,
recuerda un nombre que escuchó en otro pueblo. ¿Está casado? Si, responde el
sacerdote. En ese momento irrumpe María, la mujer con la que tuvo una hija. “Soy su esposa”, le asegura al teniente. “¿Por
qué hace tantas preguntas? ¿Usted cree que parece un cura?”
El teniente está a punto de permitir que el cura se aleje. Pero presume que
los niños no mienten. Y llama a su presencia a Brígida, quien resulta ser la
hija del sacerdote, y le dice: “Tú conoces a todos en este pueblo, ¿no?” La
niña lo admite. “¿Cuál es el nombre de ese hombre” añade mirando al sacerdote.
“No lo sé”, dice la niña. “¿Tú no conoces su nombre?” pregunta el teniente,
súbitamente sospechoso. “¿Acaso es un extraño?”
María, la que fue amante del sacerdote, interviene. “Esa niña ni siquiera
sabe su propio nombre. Pregúntele quién es su padre”.
La niña, tras mirar fijamente al teniente, enfila “sus expertos ojos hacia
el sacerdote” que está rezando como un desesperado: ´Perdón por mis pecados´,
mientras cruza sus dedos convocando a la suerte. Y la niña dice “Es él”, apuntando con el dedo
al whisky priest, no ya el padre
ceremonial del rito religioso, sino el padre que la engendró. “La muerte”, comenta Greene, “fue nuevamente
postergada”.
El poder y la gloria es un
insistente via crucis. Cada estación
es un tropiezo con seres pobres, malignos, suspicaces. Cada uno de ellos tiene
sus métodos para sospechar del sacerdote. Uno de ellos le observa los pies.
“Cuan delicados son sus pies”, señala. “Usted debería usar zapatos”. Otro se pone alerta al oírlo hablar, y le
dice: “Usted habla como un cura”.
Es imposible para el protagonista pasar desapercibido, hundirse en el
anonimato. Tal vez el orgullo lo delata. Su única misión es huir, sufrir el
desdén de quienes lo rodean. Pero en todas partes por donde transita hay algo
que lo destaca de la muchedumbre. Tiene una misión, es el portador de la
trascendencia, de la eternidad, del paraíso, de la salvación.
Greene pensó en la trama de El poder
y la gloria como una tesis. Por un lado estaba la función sacramental. Por
el otro, la tentación de la carne. Y en la novela hay más de un sacerdote que
nunca será aprobado en castidad. Por allí merodea el Padre José, obligado por
el estado mexicano y su propia cobardía a casarse.
Hay algo que nadie le puede arrebatar al sacerdote: el poder. No el poder
terrenal, sino celestial, de “transformar la hostia en la carne y en la sangre
del Salvador”. Su función es la de un
intermediario, y su tarea final es situar el sacramento “entre los labios de un
moribundo”. En ese simple gesto, “convoca a Dios”.
Si sus feligreses mueren, morirán como han vivido, sin pena ni gloria. Solo
al sacerdote repudiado y perseguido le está reservado el martirio. Tal vez ha perdido todo poder. Pero nadie
podrá escamotearle la gloria.
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