domingo, 18 de diciembre de 2016

Leonard Cohen lo sabía mejor que nadie: No hay cura para el amor




Mario Szichman


 “There ain't no drink, no drug ah, tell them, angels
There's nothing pure enough to be a cure for love.”
Leonard Cohen


La muerte de Leonard Cohen el 7 de noviembre de 2016 a los 82 años de edad, no fue llorada por sus admiradores, pues ya estaban enterados de su inmortalidad. Sus poemas se han eternizado en rituales musicales, y es muy difícil que las próximas generaciones logren erradicarlos de la memoria colectiva.
Sí, es cierto, existen grandes poetas de la música, como Bob Dylan, o The Boss Bruce Springstein, o John Lennon, pero Cohen tiene asignado un pedestal exclusivo pues supo combinar sexualidad con ironía. Lo rebautizaron, entre otras cosas, como “el poeta de la desesperación erótica”. Y eso es fácil de verificar en I´m Your Man; Dance Me To The End Of Love; Everybody Know: Hey, That’s No Way To Say Goodbye; Suzanne;, Hallelujah; So Long, Marianne; o If It Be Your Will.
En I´m Your Man, Cohen le proponía a su compañera: “Si deseas un amante/ haré todo lo que me pidas. Si deseas otra clase de amor/ me pondré una máscara para ti./ Si quieres un compañero, toma mi mano, /si quieres golpearme con furia/aquí estoy. Soy tu hombre./ Si quieres un boxeador/ subiré al cuadrilátero por ti./ Y si quieres un doctor/ examinaré cada pulgada de ti/.”
En  Everybody Knows, predomina el cinismo. Es una especie de himno a la infidelidad conyugal.
 “Todo el mundo sabe, que me amas baby/todo el mundo sabe, que es verdad/ todo el mundo sabe que me has sido fiel/ excepto apenas por una o dos noches./Todo el mundo sabe que has sido discreta/ pero tenías tantas personas que encontrar/ despojada de tus ropas/ y eso, todo el mundo lo sabe”.  El final es como la moderna caída de Adán y Eva: “Todo el mundo sabe que viene la plaga/ todo el mundo sabe que avanza rápido/ todo el mundo sabe que el hombre y la mujer desnudos/ son apenas un brillante artefacto del pasado/. Todo el mundo sabe que la escena ha muerto/ que pondrán un medidor en tu cama/ para revelar/ lo que todo el mundo sabe”.
Cohen podía ser también apocalíptico. En “The Future”,  reclamaba: “Devuelvánme mi noche rota/ mi cuarto con espejos, mi vida secreta/ es muy solitario aquí./ No queda nadie por torturar./ Denme control absoluto, sobre cada alma viviente./ Y tú, yace junto a mí, baby/ ¡Es una orden!.../ Restituyan el muro de Berlín/ denme a Stalin y a San Pablo/ He visto el futuro, hermano; es el asesinato”.  (Usé esa frase: “I've seen the future, brother: /It is murder,” como epígrafe de mi novela La región vacía. Me parecía apropiada para un relato que tiene como trasfondo el ataque a las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Pero ya Oliver Stone había usado previamente esa melodía en su filme Natural Born Killers.)

¿CÓMO LIDIAR CON LA PASIÓN AMOROSA?



Charles Kingsley


Charles Kingsley (1819 – 1875) es un personaje muy interesante de la era victoriana. Fue sacerdote de la Iglesia de Inglaterra, profesor universitario, historiador, novelista, partidario de la reforma social, y amigo de Charles Darwin. Pero, curiosamente, una de las razones de su paso a la historia fue el desenfrenado, explícito amor por su esposa Fanny.
Un historiador señaló que Kingsley “es uno de esos personajes encargados de promover la idea de que los ingleses de la época victoriana constituían una raza de marcianos”. Las cartas que enviaba a su esposa incendiaban el papel. Creía que la vida después de la muerte era un interminable orgasmo. Para su suerte, los victorianos nunca se enteraron de la pasión amorosa del intelectual por su cónyuge. Las cartas y dibujos de Kingsley sólo fueron divulgados a comienzos de la década del setenta del siglo pasado.  





Kingsley fue autor de siete novelas, de una obra de teatro, de dos libros que popularizaron temas científicos. Escribió, además, ocho libros de ensayos, sermones, e historia. Una de sus novelas, The Water Babies, fue durante un siglo uno de los clásicos de la literatura infantil.
Pero las cartas de amor de Kingsley son algo enteramente diferente, que lo trasladaron al siglo veinte. Sigmund Freud seguramente le hubiera dedicado bastante espacio en alguno de sus libros. Y otros textos intentan asociar a Kingsley con las teorías de Michael Foucault.
Las cartas a Fanny no disimulan el ardor amoroso de Kingsley, aunque eso está combinado con una extrema religiosidad. Para Kingsley, el cuerpo era sagrado, y el acto sexual, un sacramento.
No olvidemos que el consummatum est, “Esto se acabó”, las palabras de Cristo al morir en la cruz, pueden ser también interpretadas en un sentido sexual, como Kingsley pareció explicitarlo en sus cartas. Sin embargo, tampoco descuidaba el costado sádico en las relaciones amorosas. Señalaba que antes de la consumación del matrimonio, los amantes debían ser purificados por la mortificación, aunque las recompensas eran muy grandes, y se extendían al más allá. El paraíso, aseguraba, consistía en una “perpetua copulación en el sentido literal, físico de la palabra”.
El entusiasmo de Kingsley por su compañera nunca declinó. Charles Barker, en su ensayo “Kingsley´s Sexuality beyond Sex,” [i] citaba una carta del escritor escrita en 1843: “Cada hombre debe ser honrado en la imagen de Dios, en el sentido predicado por Novalis: tocamos el cielo cuando depositamos nuestra mano en un cuerpo”.
En 1844, Kingsley se casó con Fanny, y consideró las relaciones sexuales como una “vía sacramental con Dios”. La pareja rebautizó la cama matrimonial como un "altar", y consideró las relaciones sexuales una “comunión”. Tras cada consumación, los cónyuges solían rezar y dar gracias al Señor.
Kingsley no le temía al más allá. Consideraba que tras la muerte de los cónyuges, la sexualidad trascendía la cópula, y los esposos podrían disfrutar de un erotismo mayor, liberado del cuerpo.
En sus cartas a Fanny, el filósofo y novelista también dibujaba imágenes de parejas haciendo el amor. Baxter dice que su imaginación era “notable por sus violentos escenarios, y por formas alternativas de consumación donde no existía contacto físico”.
Pero la felicidad marital predicada por Kingsley no siempre encubría la violencia. “Kingsley encontró en la combinación de dolor y placer una solución ulterior al problema de reconciliar los contradictorios impulsos de castigar el deseo, y consentirlo”, indicó Barker.
“Cuando vengas esta noche a la cama”, decía Kingsley a Fanny en una de su cartas, “olvida que alguna vez usaste vestimentas. Abre tus labios a mis besos, y permíteme reposar entre tus pechos”.  
¿Cuanto de ese amor era verdadero y qué dosis existía de perversidad? En una ocasión, Charles le dijo a Fanny: “La carta que escribías acerca de los pies desnudos estuvo a punto de causarme una convulsión”. Freud se hubiera hecho un banquete analizando el fetiche de los pies desnudos.
Tal vez, como señalaba una ensayista, el escritor pertenecía a esa raza de marcianos que proliferó en la Inglaterra Victoriana. O quizás, una sociedad tan represiva como la Inglaterra de mediados del siglo diecinueve alentaba esa clase de fantasías sexuales.
Mientras los genios de la narrativa de esa época abordaban el tema del erotismo sin ambages, los victorianos preferían el jano bifronte de la sexualidad, como en los casos de Robert Louis Stevenson (Doctor Jekyll and Mr. Hyde), o de Oscar Wilde (Balada de la cárcel de Reading).
Fiodor Dostoievski no tuvo problema alguno en incluir entre sus protagonistas a una prostituta, como lo hizo con Sonia Marmeladov en Crimen y Castigo. Dos de las grandes novelas de ese siglo, Madame Bovary y Anna Karenina, tienen a adúlteras como protagonistas. En La piel de zapa, uno de los personajes de Balzac enuncia “El gran secreto de la vida humana”, que es una sumatoria y erotización de las pasiones: Querer, Poder y Saber. El querer, la pasión amorosa, “nos consume”, el poder nos destruye, y el conocimiento nos aplaca.

LA ETERNA ENFERMEDAD

Hay muchos de esos elementos que reaparecen en la poesía de Leonard Cohen. Su pasado era más amplio que el de sus coetáneos. El futuro era mucho más temible. Como sus antecesores, sabía que una pasión trascendente guía nuestros pasos. Y que el mandato de toda divinidad, sin importar su origen, es que crezcamos y nos multipliquemos. El amor condensa nuestra desdicha, aunque también nos abruma de esperanzas. Decía Cohen en una de sus canciones:  

“You don't know me from the wind
you never will, you never did
I'm the little Jew
who wrote the Bible.”

Pero ese pequeño judío que escribió la Biblia, también habló de la necesidad de perpetuar nuestro origen, y habló de todas las formas del deseo. Muchas veces la adversidad nos priva de una pareja, pero nos nutre la fe de nuevos encuentros. “Siempre encontramos a la mujer”, decía Hemingway, “cuando estamos preparados para recibirla”. Lo importante es perseverar, mantenerse enamorado del amor.
Para alegría de la especie humana, Cohen también nos enseñó que “There's nothing pure enough to be a cure for love.” Si, no existe nada, absolutamente nada bastante puro, capaz de curar el amor.
Esa es una de las numerosas razones de que el gran Leonard Cohen perdurará.







[i] Victorian Studies. Vol. 44, No. 3 (Primavera, 2002), pp. 465-488

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