domingo, 21 de diciembre de 2014

GUILLERMO MENESES REVISITADO

Mario Szichman


Hay una divisoria de aguas en la moderna narrativa venezolana: antes y después de Guillermo Meneses (Caracas, 14 de diciembre de 1911 - Porlamar, 29 de diciembre de 1978). Y ese extraordinario narrador fue el primero en cruzar el umbral. Meneses comenzó su narrativa en un molde que podría considerarse costumbrista, con relatos como La Balandra Isabel llegó esta tarde (1934) Canción de Negros (del mismo año) y El Mestizo José Vargas (Caracas, 1942). Y súbitamente, en 1952, cuando era diplomático en París, ganó el Premio de Cuentos del periódico El Nacional con La Mano Junto al Muro. La transmutación de su prosa es vertiginosa. Un día Meneses está escribiendo como José Santos Chocano, y al día siguiente, con la problemática de un sartreano que ha leído profusamente a Sigmund Freud. Trato de encontrar símiles en otros escritores de su misma época, y no lo encuentro. Meneses es un original obsesionado con el mito de Sísifo, con el doble, las máscaras, las múltiples apariencias. Basta leer sus Diez Cuentos (1968), su ejemplar El falso cuaderno de Narciso Espejo, o La misa de Arlequín, para verificar su inagotable talento, la huella en las generaciones que lo sucedieron. Los textos de tres de los mejores escritores que ha dado Venezuela tras Meneses: Adriano González León, Salvador Garmendia y José Balza, no existirían de no ser por la influencia de Meneses. (Quien además era un hombre muy generoso siempre dispuesto a alentar a las nuevas generaciones).
Tuve el privilegio de conocer a Meneses en los últimos meses de 1978, gracias a la intercesión de Balza, quien me llevó hasta su casa. Poco después publiqué un reportaje en el Suplemento Cultural del periódico Últimas Noticias de Caracas.  Aquí está la síntesis del trabajo.
M.S.
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La memoria cree antes que el conocimiento recuerde, piensa el Joe Christmas de la novela de William Faulkner Light in August. Crece más tiempo de lo que recuerda, más tiempo del que se interroga el conocimiento. Conoce, recuerda cree. Cree por ejemplo, en el caso de Guillermo Meneses, en un destino de escritor, en una pasión, en el deseo de derrotar a esa vieja fisgona que es la muerte, no a través de la verdad sino de la impostura, no apelando a la piedad, sino cediendo al rencor.
Guillermo Meneses cree, antes que el conocimiento recuerde, en la posibilidad de ser inmortal a fuerza de palabras, forjando seres que circulan a través de sus libros como la sangre por el interior de un cuerpo. Con sus sesenta y cinco años a cuestas —corroborados en un físico frágil, desmentidos por una mirada maliciosa, una sonrisa de niño, franca y despiadada, una escritura sorprendentemente bien dibujada, de monje calígrafo, de mandarín que piensa: Si la palabra es la voz del espíritu, la escritura es el dibujo del espíritu– el escritor es el único mito viviente con que cuenta la literatura venezolana. La mitad de su vida la dedicó a elaborar un espacio narrativo propio, y la cuarta parte —el lapso que va de 1950 a 1967— a forjar una literatura que contamina los mejores logros de la última generación.
Pregunta con falsa modestia: ¿Por qué empiezan a preocuparse por mi escritura?
Y el entrevistador debe señalarle que si los testimonios se contradicen y falsean en confrontaciones cuando se aborda El falso cuaderno de Narciso Espejo o La misa de Arlequín hay algo que emerge con honestidad; una escritura pudorosa, empecinada que empieza a triunfar recién ahora, en la década del setenta, mostrando cómo se hace la gran literatura y relegando a otros narradores que brillaron con los ajenos oropeles otorgados por la política o el  éxito empresarial al sitio que siempre merecieron: los textos obligatorios de liceos y universidades y menciones en antologías e historias de la literatura.
El falso cuaderno
—Sigo sin entender el interés que existe por mi obra— insiste Meneses.
—Se supone que la moderna narrativa en Venezuela surge a partir de El falso cuaderno de Narciso Espejo. Es decir, que después de la publicación de esa obra, ningún escritor venezolano puede seguir practicando el oficio de la ingenuidad. En El falso cuaderno no solo hay una reflexión sobre un mundo, sino sobre la escritura que engendra ese mundo. Usted venía de una escritura digamos tradicional, o al menos bastante emparentada con la corriente regional y criollista. De repente, entre 1942, fecha de El mestizo José Vargas, y 1952, cuando publica La mano junto al muro, hay una mutación. ¿Cuál es la causa?
–Supongo que a los años que pasé en París, y a los que ya cargaba encima. Me estaba acercando a la cuarentena y era preciso cambiar. Había una suma de experiencias. No podía quedarme aferrado a un estilo de narrar propio de la juventud…
–Algo más debió ocurrir.
–Sí, ocurrió que me puse viejo.
– ¿De qué escritores se hablaba en esa época?
– Veinte años después podría mentirle diciéndole que me impactaron Sartre y Simone de Beauvoir. Claro, veinte años después. Pero en esa época nadie los conocía. En cambio André Malraux era muy famoso. Había hecho la experiencia de la guerra civil española como comandante de la aviación republicana, y luego estuvo en la resistencia y cumplió un papel heroico. Y además, era un hombre muy inteligente.
–De esos años en París queda su cuento más famoso, La mano junto al muro, y su novela El falso cuaderno de Narciso Espejo. Dos décadas después ¿cómo analiza esos trabajos?
La mano junto al muro me sigue gustando. Admito que hay pura imagen verbal: ´Una mano es, apenas, más firme que una flor, apenas menos efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa´. Esta última metáfora sigue sin convencerme. Pero, con todo, el cuento resultó bueno. En cuanto a El falso cuaderno de Narciso Espejo, querría creer que es mi mejor obra.
– ¿Y La misa de Arlequín?
– Está mejor escrita, pero no me parece superior a El falso cuaderno de Narciso Espejo.
En el prólogo a los Diez Cuentos (Editorial Monteavila), Meneses dice que ya en Juan del Cine hay muchos de los temas expuestos luego en sus obras de madurez.
– Hay poco que rescatar de ese cuento. Hoy me suena como una cosa alambicada, petulante, algo ridícula. La única explicación es que lo escribí cuando tenía veintidós años de edad.
–Pero ya aparece la obsesión del espejo.
–Creo que ese tema está presentado sin necesidad. No me parece justificado.
–Otro símbolo frecuente en su obra es el de la burbuja. ¿Qué significa?
– Es un poco la descripción de la vida en América Latina. Todavía en germen, increada, y ya a punto de reventar.
–En el prólogo a los Diez Cuentos, usted señala, ´Tal vez resulte interesante ir mencionando las influencias que nos llegaron. Allá por los años de 1930, estábamos los jóvenes dentro de lo que considerábamos la vanguardia. Nos empapábamos de todo lo que nos hacía pasar Madrid, sobre todo a través de La Revista de Occidente. El Madrid de aquel entonces se hallaba en una sana relación europea. Por lo tanto, no nos era extraño lo francés, lo alemán, lo italiano, lo yanqui, que Ortega escogía para su revista. Leíamos a Thomas Mann, a Aldous Huxley, a William Faulkner, a Carl Jung, a Herman Hesse, sin olvidarnos de Marcel Proust y sin abandonar a Emile Zola, a Eça de Queiroz, a Fiodor Dostoievski, a Honorato de Balzac, y a nosotros mismos´. De todos esos autores ¿Quiénes tuvieron más influencia en su obra?
–Le va a sorprender: fueron los naturalistas: Hauptman, Zola, Queiroz.
– ¿Y Faulkner?
–Lo llegué a leer y lo conocí personalmente cuando ya había escrito la mayor parte de mi obra. Faulkner visitó Venezuela en 1959. Conversé con él, pero a través de un intérprete. Figúrese qué fastidioso.
– ¿Qué impresión le causó Faulkner?
–  No sé, tenía un aspecto algo ridículo. Usaba unos pantalones horribles que no le llegaban ni al tobillo y lo convertían en un ser algo estrafalario. Pero la impresión cambiaba cuando se ponía a conversar. En realidad, cuando se escuchaba la traducción de su conversación, algo bastante fastidioso. Creo que Faulkner ni siquiera hablaba inglés. Tenía un lenguaje sureño muy cerrado, melodioso, pero incomprensible. Y era muy tímido. Tal vez esa era su armadura. Al principio era como medio chaplinesco. E insistía en parecer más viejo de lo que era. Pero su mente era muy joven, lúcida y desconfiada. Me dijo algo que me impresionó mucho: ´Un escritor no tiene tiempo para ser literato´. Claro, para él ser literato era ser literato en los Estados Unidos, donde había una intensa vida social. Hubiera sido distinto de vivir en Venezuela. Porque ¿qué es un literato en Venezuela?
– Probablemente algo que Guillermo Meneses nunca será.
– Es que a mí solo me ha interesado una cosa en la vida: escribir.
–Vamos a dar una nueva vuelta de tuerca a esta conversación: ¿Qué pensó cuando estaba escribiendo El falso cuaderno de Narciso Espejo?
– En esa época pensaba que era un gran escritor.
– Muchos críticos pueden corroborarlo.

–  Tal vez. Recuerdo que hace tres o cuatro años, Julio Cortázar me vino a visitar. Mientras él hablaba, yo pensé: ´Tendríamos que habernos encontrado hace veinte años en París, cuando los dos vivíamos en esa ciudad. Hubiéramos tenido mucho de qué hablar en París´, pero no veinte años más tarde. Veinte años más tarde, solo podía limitarme a escuchar.

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