miércoles, 27 de julio de 2016

Cuadros de una Revolución


Mario Szichman


Estados Unidos fue atacado, y algunos de sus ciudadanos murieron en tiroteos. El autor intelectual del audaz operativo era un líder insolente y carismático que, tras negociar con los norteamericanos para obtener dinero y armas, se consideró traicionado por ellos. El gobierno de Washington decidió capturar al líder “vivo o muerto”, e invadió el país en el que se había escondido. Tropas estadounidenses iniciaron la persecución del Enemigo Público Número Uno, quien fue herido y se refugió en una cueva. Esta saga fue narrada por Frank McLynn en un excelente libro sobre la Revolución Mexicana, Villa and Zapata (Carroll & Graf Publishers).
El 9 de marzo de 1916, tropas mexicanas bajo el comando de Doroteo Arango, conocido como Pancho Villa, incursionaron en Columbus, Nuevo México, matando a ciudadanos norteamericanos. Aunque Villa no intervino en los ataques, el gobierno del presidente Woodrow Wilson lo responsabilizó por la incursión y ordenó capturarlo. Villa fue herido en Chihuahua, pero logró eludir a sus perseguidores ocultándose en una caverna. Tuvo suerte con los gringos, pero no con sus compatriotas. Murió seis años más tarde, en una emboscada en Parral, Chihuahua, a manos de sus rivales mexicanos. Muchos señalaron como el instigador de la emboscada al entonces presidente Álvaro Obregón.
Numerosos líderes revolucionarios sufrieron muertes violentas, y en ocasiones misteriosas. “Llama la atención -destaca McLynn- la exigua cantidad de protagonistas de la Revolución que fallecieron en sus lechos”.


UNA GUERRA CIVIL COMO MUY POCAS

Rodolfo Fierro

La saga narrada por McLynn está repleta de épicos incidentes y de inolvidables personajes. Uno de ellos es Rodolfo Fierro, el asesino favorito de Villa, “un psicópata”, dice McLynn, “inclusive para los sanguinarios estándares de la Revolución”.
El revolucionario mexicano tenía gran predilección por su hit man, quizás debido a su imaginación cinematográfica (ya contaremos la incursión de Villa en el mundo de Hollywood).
En los momentos finales de la batalla de Tierra Blanca, el maquinista de un tren repleto de federales, soldados del gobierno, intentó eludir la captura de las fuerzas de Villa abandonando el campo de batalla. Mientras la locomotora aumentaba la velocidad, el verdugo Fierro azuzó a su caballo, saltó hacia la locomotora, asesinó al maquinista y a su compañero, y al cabo de un rato, el tren se detuvo. Todos los federales fueron capturados, y posiblemente asesinados.
En otra ocasión, los villistas apresaron a colorados, insurgentes liderados por Pascual Orozco, un enemigo de Villa. Fierro ofreció a los prisioneros la libertad si eran capaces de correr cien metros a través de un corral, y subir una pared, antes que comenzara a disparar. (Una escena similar se registra en el filme de Jean Pierre Melville Los ejércitos de la noche, aunque los prisioneros son franceses, y sus verdugos, militares nazis).
Fierro no era un psicópata tradicional, dice Mclynn. “Hablaba con dócil tono de voz, nunca presumía, o amenazaba, y su lenguaje corporal se caracterizaba por su suavidad, y por sus modales inofensivos”. Tras pedir a sus secuaces que lo proveyeran de varias pistolas cargadas, Fierro ordenó que soltaran a los prisioneros, de diez en diez.
En las dos horas siguientes, el verdugo mató a exactamente 199 colorados. Uno solo pudo escapar porque Fierro sufrió un calambre en el dedo usado para apretar el gatillo y mientras se dedicaba a masajearlo desatendió al último prófugo.
Fierro murió de manera tan espectacular como vivió. El 14 de octubre de 1915, el asesino y una cuadrilla de villistas llegaron hasta la laguna de Casas Grandes. Al parecer, Fierro llevaba un chaleco repleto de monedas de oro. Cuando sus hombres se mostraron remisos a entrar en las barrosas aguas, Fierro le clavó las espuelas a su caballo. Demasiado tarde descubrió que la laguna era de arenas movedizas. Cuando les pidió a sus hombres que le arrojaran una soga, descubrió que el sadismo se había contagiado. Sus hombres, que lo temían y lo odiaban, le empezaron a lanzar sogas, pero nunca cerca de su cabalgadura. Fierro comenzó a lanzar alaridos y a ofrecer las monedas de oro que cargaba en su chaleco a cambio de su salvación. “Nadie levantó un dedo”, dice el biógrafo, “y los ojos de sus compinches se llenaron de gozo al ver al odiado asesino hundirse en las arenas movedizas”.

HÉROES Y ALIMAÑAS

El autor también muestra el asombroso coraje de algunos individuos, en una guerra civil que dejó entre 350.000 y un millón de muertos. Cuando David Berlanga, un prominente político, iba a ser fusilado, “y mientras Fierro tomaba puntería, Berlanga continuó fumando un cigarro con mano firme, al punto que la ceniza del cigarro no cayó hasta que recibió la descarga”.
La Revolución no cambió decisivamente la política mexicana. La estrategia liderada por el Partido Revolucionario Institucional (una contradicción en sus términos) derivó en lo que el escritor Mario Vargas Llosa calificó de “dictadura perfecta”. El PRI gobernó México ochenta años, perdió la presidencia en el 2000, cuando el Partido de Acción Nacional impuso a su abanderado, Vicente Fox Quesada, y en el 2006 a Felipe Calderón Hinojosa. Pero ya para el 2012, la agrupación pudo recuperar la presidencia de México con Enrique Peña Nieto. El mandatario confronta acusaciones de peculado, y el escándalo de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre de 2014.

¿CIEN AÑOS NO ES NADA?         

Los escépticos dicen que la Revolución Mexicana es La Gran Robolución. O que aquellos vientos trajeron estas tempestades. Lo cierto es que el PRI duró más que el partido Comunista de la Unión Soviética, y que ha vuelto por sus fueros, algo que no ha ocurrido en Rusia. Además, la plaga del narcotráfico, lejos de ser controlada, se ha diseminado.
(Ver en este blog: “Legados del narcotráfico. La política de la impunidad en México”, reseña del libro escrito por Edgar Morales S. y Guadalupe Carrillo T., donde se analiza la realidad mexicana enfocándose en el tema de la lucha contra los barones de la droga, así como el trasfondo de expresiones culturales, que incluyen el narco corrido, y las narco novelas.
Sin embargo, en sus comienzos, la Revolución Mexicana ofreció algunos atributos únicos al siglo veinte. En el arte de la guerra, debemos a los insurrectos varios aportes, entre ellos la “máquina loca”, el uso de locomotoras cargadas de dinamita que eran lanzadas contra los soldados del gobierno, así como algunos de los primeros bombardeos aéreos, y el uso del cine para fines de propaganda.
Las relaciones entre Pancho Villa y Hollywood son material para un libro. Baste decir que a comienzos de 1914, Villa firmó con una empresa cinematográfica un contrato por 25 mil dólares para una película que protagonizaría. Entre las cláusulas del contrato figuraba ésta: “Villa acepta librar todas sus futuras batallas de día” (aún no estaba desarrollada la iluminación cinematográfica nocturna), y “de ser necesario, fingirá combates”. El film The Life of General Villa, con el caudillo actuando, fue estrenado en Nueva York el 9 de mayo de 1914. Además, cuenta con “un típico final feliz de Hollywood”, dice el biógrafo. En la película Villa se convirtió en presidente de México. En la vida real, Villa murió en una emboscada.
Villa fue asesinado el 20 de julio de 1923, a bordo de su carro Dodge, mientras visitaba Hidalgo del Parral, en el estado de Chihuahua, acompañado de algunos de sus lugartenientes. Pese a que había desarrollado un gran instinto para eludir emboscadas, en esa oportunidad, le falló su famosa intuición. La ciudad estaba sospechosamente desierta, y habían desaparecido todos los agentes de policía. Siete hombres armados de rifles dispararon contra su automóvil y nueve balas dumdum, usadas en la caza mayor, destruyeron la cabeza y el pecho del revolucionario, quien murió de manera instantánea. La mayoría de los historiadores coinciden en que el entonces presidente de México, Álvaro Obregón, ordenó matarlo.


ROBA, ROBA, QUE NADA QUEDA

Emiliano Zapata
También la corrupción administrativa tuvo momentos estelares. Tal vez el episodio más famoso fue el Tren Dorado de Venustiano Carranza. En mayo de 1920, acosado por las tropas de Obregón, el entonces presidente Carranza abandonó el palacio y llenó “sesenta vagones de tren con sus secuaces, armas y municiones, archivos del gobierno, y el tesoro nacional en forma de barras de oro”. El Tren Dorado fue emboscado en cada parada. Finalmente, despojos del saqueo quedaron regados junto a los cadáveres de los soldados que defendían a Carranza, hasta que le llegó al perseguido presidente el turno de morir.
Si en la Revolución abundaron los villanos, también descollaron los héroes. La gran figura fue Emiliano Zapata. Según McLynn, Zapata, “con su mística relación con la tierra, incorruptibilidad y martirio, figura junto a los raros santos guerreros de la historia”.
La Revolución dejó testimonios narrativos contemporáneos de la insurrección, como Los de abajo, de Mariano Azuela, y Él águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán. También generó una corriente de muy buenas novelas y relatos, como La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, y El llano en llamas, de Juan Rulfo.
Varios escritores norteamericanos incursionaron en México durante esa época. Curiosamente, Jack London, un novelista considerado “proletario”, escribió reportajes donde no ocultó su racismo o su profunda incomprensión por el fenómeno revolucionario.
John Reed, quien se convirtió en una celebridad mundial con su libro Diez días que estremecieron al mundo, un análisis de la Revolución Bolchevique, escribió un muy buen trabajo sobre la Revolución: México Insurgente.
Durante cuatro meses, en 1913, Reed siguió a Villa en su marcha hacia el sur, desde Texas hasta Chihuahua y Torreón. También trazó un indeleble retrato del asesino Fierro.

Pero la figura emblemática entre los narradores norteamericanos que visitaron México fue el maravilloso cuentista Ambrose Bierce. El autor de El diccionario del diablo, y de Cuentos de civiles y de soldados. Bierce se sumó a las filas de la Revolución, dejando este ejemplar obituario: “Ser un gringo en México, ¡Ah, eso sí que es eutanasia!”

2 comentarios:

  1. Una revolución plagada de personalismos bárbaros, incongruencias y traiciones, tratando de alcanzar una justicia social aún no lograda. No hay duda que sirvió para aprender sobre las causas que pueden movilizar a un pueblo hacia la violencia, pero a costa de sangre derramada, que algunos personajes de la historia, y otros contemporáneos, le hallaron justificación.

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  2. Luis Carlos: la palabra Revolución tiene siempre resonancias mágicas. Narré en mi novela Eros y la doncella los avatares de la Revolución Francesa durante el Reino del Terror. Sus jefes solían ser muy crueles, y bastante mediocres. Solo Mirabeau puede rescatarse por su talento. Quiso lograr lo imposible: una revolución pausada, sin derramamiento de sangre, y con respeto a las instituciones. No creo que la Revolución Mexicana merezca muchos elogios de los historiadores. Los propios mexicanos la han tildado de la Gran Robolución. Y la herencia revolucionaria, encarnada básicamente en el PRI, es deplorable. Feliz jornada!

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