Mario Szichman
Conversé con Ira
Levin, el autor de El bebé de Rosemary,
en junio de 1991, antes de escribir para The
Associated Press una reseña de Sliver,
su penúltimo proyecto. (Su novela final fue Son
of Rosemary, El hijo de Rosemary,
publicada en 1997).
Levin era un lady's
man, muy apuesto, con gran ironía. En el mundo de habla inglesa podría haber
sido calificado de self--deprecating,
alguien que se burla de sí mismo. Leí Rosemary´s
Baby previo a la entrevista, aunque tras haber visto la versión
cinematográfica dirigida por Roman Polanski, creí innecesaria la inmersión en
el texto. (Sí, era absolutamente necesaria).
El novelista,
dramaturgo, y compositor, vivía en el penthouse
de un edificio de Park Avenue, cerca de la calle 60, en la zona de Carnegie
Hill. Era un espléndido apartamento, con escasos muebles de muy buen gusto. El
diseño permitía avizorar Manhattan desde los cuatro puntos cardinales. En los ventanales que apuntaban en dirección
norte, el escritor había emplazado un gran telescopio, “Para espiar a los
vecinos”, me explicó.
¿Había observado
algo capaz de llamar la atención?
“Sí, a varios
vecinos que me espiaban con sus respectivos telescopios”, me respondió.
Así surgió Sliver, un technothriller cuyo protagonista real es un edificio dotado de
todos los sistemas de vigilancia imaginables. “Es obvio que nos hemos
convertido en una civilización de espías”, me dijo Levin. Y aunque su idea de trocar
un edificio en protagonista tenía sus inconvenientes, también ofrecía
recompensas. “El resultado”, señaló, “fue un rascacielos con ojos y oídos en
cada habitación, inclusive en las más privadas, controlado por un asesino para
quien espiar a otras personas es la cosa verdadera, una especie de telenovela
contemplada todas las noches por Dios”.
COMIENZOS
Ira Marvin Levin (1929
–2007), comenzó muy temprano sus faenas como narrador y dramaturgo. Y cada una
de sus producciones fue un bestseller,
o un éxito de taquilla, quizás con la excepción de This Perfect Day.
En realidad, la
novela que persiste en mi admiración es A
Kiss Before Dying. Levin la publicó cuando tenía 24 años (1953).
“Cundo escribí A Kiss Before Dying” me dijo, “todavía
vivía en el apartamento de mis padres. Ellos me dieron un ultimátum: si no me
ponía a trabajar, debería abandonar el apartamento”. Como solía ocurrir con
Levin, había una gran dosis de fantasía en sus recuerdos. Para esa época, había
sido reclutado por el servicio de transmisiones del ejército. En sus ratos
libres, escribía guiones para la radio y la televisión. También produjo su
primera obra de teatro, No Time for
Sergeants, adaptación de una novela de Mac Hyman que fue llevada primero a
la televisión, y luego al cine.
A Kiss Before Dying no es la obra de un principiante, sino un
clásico de la narrativa noir. La
historia de Bud Corliss, un amable homicida que pretende ascender en la escala
social asesinando a dos hermanas de una familia de alcurnia, impulsó el género
en una dirección distinta. El asesino había dejado de acechar afuera. Era, o
pretendía ser, “uno de los nuestros”.
El thriller obtuvo en 1954 el Premio Edgar
Allan Poe a la Mejor Primera Novela. Fue llevado dos veces al cine, en 1956 y
en 1991.
Pero las
versiones cinematográficas no lograron reflejar el acertijo mayor de la novela.
En la primera parte, podemos identificar perfectamente al asesino. Corliss se
libra de la primera de las hermanas, Dorothy, arrojándola desde el mirador de
un rascacielos, luego que ésta queda embarazada.
Pero en la segunda parte, Levin introdujo un
peculiar tipo de narración que escamoteó la presencia del homicida. Hay dos
hombres involucrados en la trama, uno es el potencial verdugo, el otro, alguien
que intenta salvar a la segunda de las hermanas, Ellen, quien está convencida
que Dorothy fue asesinada. Es tarea del lector seguir la pista a los dos
hombres, y decidir, a través de sus acciones, quien es el homicida. Recuerda un
famoso filme de Buster Keaton, cuyo protagonista, un detective, se introduce en
la pantalla de un cine y pasa a formar parte de la trama del filme, hasta
descubrir al culpable.
EL BEBÉ DEL INFIERNO
Sin embargo, para
Levin, la perla de la corona era El bebé
de Rosemary. Es indudable que el filme dirigido por Roman Polanski superó
en fama a la novela. De acuerdo a una encuesta en el periódico británico The Guardian, figura en segundo lugar
entre las mejores películas de horror de todos los tiempos. (El primer lugar
corresponde a Psycho, de Alfred
Hitchcock).
Según me dijo el
autor, tras A Kiss Before Dying quiso
crear una novela de horror, un género que requería ser renovado y estilizado. Deseaba,
además, que el setting de la
narración fuese Manhattan. No por razones estéticas, sino prácticas. Su único
interés era ahorrar tiempo. Una ciudad que conocemos puede brindarnos muchas
satisfacciones, me dijo. Hasta que descubrimos todo lo que ignoramos de ella.
Es posible
imaginar el horror en Transilvania, o en
un área rural de Inglaterra, inclusive en un Londres impregnado de neblina pero ¿es posible traer horror a una ciudad
tan moderna como Nueva York? (En esa época, Osama bin Laden tenía 10 años de
edad).
Una vez elaborado
el plot, había que anclar sólidamente
esa increíble historia en una ciudad tan especial como Manhattan.
Levin empezó a
revisar los periódicos de manera cotidiana, desde las noticias policiales hasta
la huelga de autobuses, los musicales de Broadway, y las elecciones para la
alcaldía. Entre tanto, Guy y Rosemary, los protagonistas, aguardaban primero
con gran ilusión, luego con creciente terror, el advenimiento de su
primogénito.
“En realidad, mi
historia era un remake de la historia
de María y Jesús”, señaló el escritor, “si bien debo reconocer que el padre de
la criatura no era precisamente José”.
El libro se
convirtió en un bestseller, Truman
Capote escribió un elogioso comentario, y por una casualidad que se pareció
bastante a un milagro, los derechos de filmación pasaron de William Castle, un
productor y director de mediocres películas de horror, a Paramount Pictures, que contrató como director a una joven promesa
del cine polaco: Roman Polanski.
“El resultado fue
la más fiel adaptación de una de mis películas”, me dijo Levin. No sólo
Polanski incorporó páginas completas del diálogo de la novela. Hasta usó los
colores específicos mencionados para la decoración del apartamento. Y el
director mostró ser un creador tan o más obsesivo que Levin.
“En una escena,
Guy, el protagonista (interpretado por John Cassavetes) dice que desea comprar
una camisa que ha visto anunciada en la revista The New Yorker”, me contó Levin. Pues bien, Polanski quiso que en
el filme apareciera el ejemplar de la revista donde Guy había descubierto la
camisa. “Debo confesar”, indicó Levin, “que incluí el detalle de la revista sin
verificar si publicitaba camisas de hombre. Me imaginé que The New Yorker debía divulgar avisos de camisas. Luego descubrí que
había estado equivocado. Tuve que confesarle a Polanski que el detalle era una
pura invención”.
El filme se
convirtió en un enorme éxito de taquilla, que volvió a propulsar las ventas de
la novela. Cuando entrevisté a Levin, en 1991, ya había vendido más de cuatro
millones de ejemplares.
Levin demostró en
la novela su enorme capacidad para decir más con menos. Y Polanski fue un
obediente ejecutor de sus deseos. En los segundos finales de la película, la
cámara muestra, en un cuadro de menos de un segundo de duración, los
aterradores ojos del bebé procreado por Rosemary Woodhouse. La imagen, pese a
su fugacidad, tiene una enorme carga. Levin me dijo que muchas personas lo
detenían en la calle para preguntarle si realmente se veían los ojos del bebé
en el filme. “Unos decían que habían visto los ojos, y otros decían que no.
“Pero los ojos sí aparecían”, me dijo el autor. “En apenas un cuadro. Por lo
tanto, si alguien parpadeaba, no alcanzaba a observarlos”.
Con el pasaje de
los años, la versión cinematográfica de Rosemary´s
Baby, y la novela, siguieron divergentes caminos. Aunque Polanski trató de
ser fiel al texto, mucho más que Hitchcock al pulp de Robert Bloch en que basó Psycho, la novela ha envejecido menos que la película. Y eso, pese
a que Manhattan ha registrado cambios espectaculares en materia de modas,
vestimentas, edificios, costumbres y personajes.
Tal vez la
sabiduría mayor de Levin fue confrontar los efímeros personajes que constituyen
la escena social de Manhattan con los protagonistas, Rosemary y Guy, un actor
desesperado por pasar de telenovelas y anuncios publicitarios a la pantalla
grande y al teatro. La contrapartida a Rosemary y Guy son Minnie y Roman
Castevet, una pareja de ancianos excéntricos y entrometidos, que resultan ser
discípulos del diablo. La fascinación con un edificio peculiar, transformado en
personaje, aparece por primera vez en Rosemary´s
Baby. Se trata de un antiguo inmueble, el Bramford, donde se han registrado
desagradables episodios, inclusive asesinatos tras rituales satánicos.
De nuevo, usar a
Manhattan como trasfondo, redituó grandes beneficios a Levin. Uno de los
problemas con las novelas de horror es el lúgubre decorado. La neblina, las
noches tempestuosas acompañadas de rayos y truenos, son obligatorias en esos
relatos. Manhattan actúa como contrapeso, permite el retorno a una vibrante
normalidad, mientras avanza el embarazo de Rosemary y el entorno se hace cada
vez más siniestro.
En ese contexto,
Levin consiguió persuadir al lector que Minnie y Roman Castevet son, en
realidad, emisarios de Satán, que Guy, el esposo de Rosemary, ha hecho un pacto
con el demonio, que le permite avanzar en su carrera de actor, y que el bebé es
en realidad el Anticristo.
Durante el
proceso de creación, y tras estudiar famosas novelas del género, Levin
descubrió que el mayor suspenso debe preceder la aparición del pánico. Un día,
mientras asistía a una conferencia (“A la que no presté la menor atención”, me
dijo) descubrió que un feto podía convertirse en algo siniestro si el lector
percibía un desarrollo maligno, diferente al esperado. “Imagínese”, me dijo,
“Nueve meses de espera, mientras el horror va germinando lentamente en el
vientre de la heroína”.
El tema era
delicado. Podía causar repulsión y disgusto. “Sólo me quedaban dos
posibilidades”, indicó. “O la infortunada heroína había quedado embarazada por
mediación de un extraterrestre o su seductor había sido el diablo”. El extraterrestre no convenció al novelista.
Carecía de atractivo o de verosimilitud. En cambio el diablo… “Entre un
extraterrestre y Satán, la elección estaba decidida”. Luego hizo una pausa, y
me dijo sonriendo: “Sin embargo, debo reconocer que ni por un momento creí en
sus poderes demoníacos”.
Millones de
lectores nunca compartieron el escepticismo de Levin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario