miércoles, 30 de noviembre de 2016

Alfred Bester y The Demolished Man: recuerdos del futuro


Mario Szichman



Tal como señalaba Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”. Me costó mucho entender la frase –soy lerdo para aprender—pero creo que se trata de un postulado muy sabio. Vivimos traduciendo obras, de la literatura al cine, del cómic a la filosofía, de la escultura al teatro. Y cada medio impone su marca en el producto. Hay horrendas versiones cinematográficas de novelas famosas, y versiones de malas novelas transformadas en buenas obras de teatro, o en excelentes películas.
Clint Eastwood, que de policía sin escrúpulos en sus interpretaciones de Dirty Harry, se ha convertido en un gran director de cine —basta ver esa joya que es Play Misty for Me— lamentaba que sus colegas se empecinaran en hacer nuevas versiones de filmes exitosos. “No se trata de recrear películas de calidad”, dijo en una de sus entrevistas, “sino de hacer adaptaciones buenas de películas malas”.
El envase de un género artístico suele exhibir o disimular la calidad de una obra y estipular la recepción del crítico. Erskine Caldwell, uno de los mejores narradores norteamericanos del siglo veinte, autor de Tobacco Road, de La chacrita de Dios, de Journeyman, inició su carrera de manera circunspecta, como hombre de letras, publicando en una editorial prestigiosa. Nada ocurrió. Recién cuando decidió probar con el marketing de sus obras en editoriales conocidas por sus lurid portadas –era habitual que sobresalieran los senos de la blusa de una mujer seductora—alcanzó enorme fama, y gran cantidad de críticas despectivas. En esa ocasión, el medio fue el mensaje de manera muy concreta. Podría hacerse un buen análisis sondeando el modo en que fueron criticadas y recibidas sus más famosas novelas a través de las distintas editoriales y de las portadas donde se explicitaba la mercancía ofrecida.
Buena parte de la mejor literatura norteamericana tuvo el desdichado envase de los cómics, en los cuales aparecieron obras maestras del policial o de la ciencia ficción. Y ese envase propició el desdén de los críticos. Hasta que esos relatos fueron llevados a medios más prestigiosos, y resucitaron convirtiéndose en clásicos.
The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers es, en opinión de varios críticos, la mejor novela policial que se haya escrito en los Estados Unidos. Rogers ocupa un lugar muy especial porque ha logrado combinar el suspenso con la novela de horror, los mitos infantiles, y el acertijo. No hay muchas novelas donde el nombre del asesino aparece en el título, como en The Red Right Hand. Pero, su inicial aparición en un cómic postergó la fama.
Algo similar ocurrió con Jim Thompson. The New Republic, al informar del resurgimiento de “Big Jim,” tras algunos años de olvido, lo hizo de manera memorable. “Como los filmes de Clint Eastwood” dijo la revista, “su obra nutre a la clase baja rural, a camioneros, venidos a menos, psicópatas, y profesores de literatura. Jim Thompson es uno de los mejores narradores norteamericanos.También el más aterrador, pues ha hecho un pacto con el diablo”.
Para ese renacimiento, no hubo que cambiar una coma a las 29 novelas de “Big Jim”, solo transportarlas a la serie Vintage Crime/ Black Lizzard, una división de la prestigiosa editorial Random House.
Por cierto, fue Vintage Books la casa que contribuyó a poner nuevamente en el radar la novela de ciencia ficción The Demolished Man, de Alfred Bester (1913—1987). Aunque Bester no contó con la persistente fama de Richard Matheson (Soy Leyenda, El Hombre Menguante), o de Ray Bradbury (Fahrenheit 451), o de Phillip Dick (The Man in the High Castle), pertenece al núcleo selecto de los grandes de la ciencia ficción gracias a The Demolished Man y The Stars My Destination. Tiene también cuentos ya convertidos en clásicos, como The Men Who Murdered Mohammed, donde un hombre que sorprende a su mujer en los brazos de otro hombre intenta vengarse asesinando a sus antepasados, y a famosos héroes y villanos de la historia, sin obtener resultado alguno: la mujer persiste impávida en su aventura amorosa.
Quizás el problema con la narrativa de Bester es su envase. Aunque corresponde al género de la ciencia-ficción combina elementos que discrepan con sus esenciales atributos: tiene un raro sentido del humor, y una predilección por lo siniestro. Al lector de ciencia ficción no le gusta emerger de la aventura en que está sumergido para ser frenado por un sarcasmo, o por algo que puede desviarlo hacia el mundo del horror, como ocurre con The Demolished Man.
La narración ganó en 1953 el primer Premio Hugo a la mejor novela. Ese galardón equivale más o menos al Nóbel de Literatura en el territorio de la ciencia ficción, y muchas de las novelas galardonadas son muy superiores a tradicionales novelas de reconocidos autores.
La premisa de la novela de Bester es que en un futuro lejano, en el año 2301, las armas de fuego serán piezas de museo, y un ejército de personas con poderes telepáticos se encargará de supervisar la mente de los habitantes de nuestro planeta, a fin de evitar que cometan crímenes.  El conflicto se inicia cuando un magnate de los negocios necesita librarse de un poderoso rival , abriendo las puertas a la destrucción de la sociedad.
El gran riesgo del narrador, que por cierto lo comparten muchos escritores de ciencia ficción, es crear un nuevo mundo, “con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”, como decía Borges.
Alfred Bester      

Por suerte, Bester knew best. Sabía que si el lector no conectaba el mundo de su narrativa con el territorio que suele transitar de manera habitual, abandonaría su novela en la segunda página. Bester enfundó su mundo de ciencia ficción en otro subgénero: el policial. Luego que el magnate Ben Reich consuma su asesinato, las fuerzas del bien, encarnadas en el inspector de policía Lincoln Powell, tratan de aprehender al criminal.
Un factor que usó Bester fue la telepatía. Muy influido por el psicoanálisis, logró hacer de ese policial futurista un combate mortal entre mentes muy desarrolladas. En ocasiones, el texto tiene matices surrealistas. Los enemigos intentan enfrentarse bloqueando sus respectivos pensamientos, a fin de que nadie husmee en ellos. En un capítulo, ese combate se resuelve por medios tipográficos, donde abundan las interrupciones, y los double entendre, abriendo el camino a la ambigüedad, y al humor subido de tono.
La hazaña de Bester consistió en insertar los productos de una cultura avanzada en géneros no muy acreditados, y a un ritmo muy veloz. Además, eludió el error de muchos escritores de ciencia ficción, que primero construyen su mundo, y solo después lo hacen habitable. El cosmos del escritor no difiere mucho del nuestro. Solo muestra excentricidades en los seres humanos que pertenecen a subculturas. Pero no se trata de monstruos de tres cabezas, sino de marginados: estafadores, adivinos, acompañados de funcionarios que intentan activar o desactivar la acción de la justicia.
Y finalmente, ese mundo exterior termina siendo ocupado por la fantasía del magnate Reich, una fantasía edípica, dominada por El Hombre sin Rostro, y por Craye D'Courtney, el enemigo al que asesina. Ocurre que Reich es el hijo bastardo de su competidor, resultado de un  breve affair de su madre. Y Barbara D'Courtney, única testigo de la muerte de su padre, y a la cual Reich desea eliminar, es su hermanastra.
Una vez arrestado y condenado, Reich es sentenciado a la temida demolición. Se lo despoja de sus recuerdos y de su conciencia, y queda convertido en una especie de zombie. (En la década del cincuenta eran frecuentes las teorías,y en ocasiones las prácticas, del lavado de cerebro).
Una de las hipótesis subterráneas de Bester era que las personalidades muy fuertes representaban un peligro para la sociedad, debido a su capacidad para burlar la ley. Observando la cantidad de psicópatas que gobiernan o intentan gobernar el mundo, su hipótesis no resultó herrada.
Bester apuntó a los deseos humanos más a que a sus inventos científicos. Y así creó una bella, inquietante fábula, que lejos de envejecer, mejora con el tiempo. Es muy difícil identificarse con máquinas, o con su tecnología. Es preferible pensar en los seres que habitan este mundo. Ya no usamos carrozas. Ni luchamos con arcos y flechas. Pero la naturaleza humana cambia muy poco. Y seguimos identificándonos, y padeciendo los mismos complejos, que llevaron a Edipo y a Electra a su destrucción.


domingo, 27 de noviembre de 2016

¿Qué habría ocurrido si Miranda, y no Bolívar, hubiera sido el Libertador de Venezuela?



Mario Szichman



La profesora Libertad León González (Universidad de Los Andes-NURR) presentó en fecha reciente, en el IV Congreso de Semiótica y Educación, que se realizó en Trujillo, su ponencia La novela histórica de la emancipación, diálogos discursivos en la red. En su trabajo analizó La tragedia del generalísimo (1989) de Denzil Romero, y mis novelas Los papeles de Miranda (2000) y Las dos muertes del general Simón Bolívar (2004).

Existe una doble generosidad en la profesora León González; no solo por ubicar mis textos junto al narrador venezolano Denzil Romero, sino por brindarme espacio en la literatura de un país al que no pertenezco por origen; solo por devoción. No voy a explicar de manera detallada todo lo que debo a Venezuela —a la Venezuela de verdad, que concluyó en esa tragedia bufa rebautizada como chavismo—. Me basta señalar que Venezuela me protegió, me dio trabajo, me brindó entrañables amigos, y, algo para mí importante: una voz, y la libertad de expresar mis opiniones, aunque en ocasiones hayan sido virulentas, y en otras, injustas.
Nadie me cerró la puerta de los periódicos o revistas porque mis criterios fuesen polémicos. Cuando viví en Venezuela (1967-1971—1975-1980) fui alentado por escritores venezolanos para que ofreciera mis discrepancias, no mis halagos.
Recuerdo que en cierta ocasión, criticaron la página editorial de The Wall Street Journal porque uno de sus columnistas, Alexander Cockburn, era un izquierdista de barricada, y lo acusaban de tener muchos prejuicios contra el capitalismo. Fue entonces que el editor de la página publicó un artículo diciendo: “No contratamos a Cockburn por su imparcialidad. Lo contratamos, de manera exclusiva, por sus prejuicios”. Me han acusado de muchas cosas, y de arbitrario, entre ellas, pero nunca me han denigrado por aburrir al lector, por defraudarlo, o por menospreciarlo.
Escribí La trilogía de la patria boba porque Nelson Luis Martínez, el director del periódico Últimas Noticias de Caracas, me proveyó de toda una biblioteca sobre la historia de Venezuela, comenzando por varias biografías del Precursor Francisco de Miranda, que sigo considerando el héroe imperfecto más grande de América Latina.

Esa trilogía fue una gran divisoria de aguas. Publiqué Los papeles de Miranda en 1980, tras veinte años de sequía. No era sequía por falta de manuscritos, sino por ausencia de editoriales  interesadas en mi narrativa.  Puse fin a la sequía cuando, en vez de insistir en narraciones sobre una familia judío argentina, opté por sumergirme en la novela histórica, y ni siquiera de la Argentina, sino de Venezuela. Un extraño en tierra extraña encontró terreno fértil para su imaginación en la tierra roja y heroica, como la calificó Enrique Bernardo Núñez,  otro grande entre los grandes de Venezuela. (La profesora Margot Carrillo ha escrito un bello trabajo, El sentido de la modernidad en Cubagua, que nos permite advertir la sabiduría con que Nuñez hilvanaba textos de una asombrosa modernidad. Eso lo demostró en Cubagua y en La galera de Tiberio).
Leer el texto de la profesora León González  fue, realmente, como instalarme en la máquina del tiempo. (En esta época estoy muy obsesionado con el tema del viajero del tiempo). Su análisis de la novela histórica, es ejemplar. Señala que tanto Denzil Romero como el que esto escribe “realizan un tratamiento diferente de la narración, de los acontecimientos, de la acción y los personajes. La distancia está en el giro formal que toman los elementos simbólicos intrínsecos como el mito y el logos”.
Hay otro punto que me interesa destacar: “Los personajes en la novela histórica latinoamericana actual y en particular, en las novelas seleccionadas”, dice la profesora León González, “transforman lo mítico en celebración del lenguaje. La narración en primera persona (el subrayado es mío) diversifica las visiones del mundo en los personajes protagonistas, dando lugar más allá de una dialéctica, a una dualéctica de voces, juicios falsos y hasta cuestionadores de los destinos, en cada episodio de vida relatado”.
Creo que es un muy buen hallazgo, en un texto repleto de ellos. Y me gustaría explicitarlo. La presión que una persona recibe desde la escuela primaria para honrar a sus héroes, es una gran censura que afecta a un escritor de novelas históricas. Todos los héroes observan el horizonte de perfil, todos están montados en caballos –también de perfil. Cada gesto invoca a la gloria. Quienes lo rodean están enterados, desde el principio, que San Martín, Bolívar, Miranda, Páez, son seres superiores. Además de pronosticar el futuro, eran infalibles. La profesora Libertad León González ha abierto la puerta a una premisa que cambia el sentido del hecho histórico, al aludir a la primera persona del singular. (Solo los héroes epónimos usan la primera persona del plural).
Cuando se escribe una novela histórica desde la primera persona, el cuerpo se entromete, abre el terreno a las enfermedades, y obviamente, a la sexualidad. Me imagino, para dar un ejemplo, cómo sería una novela acerca de Jesús narrada en primera persona. (Tal vez existe). Soslayemos las enfermedades y las pasiones. ¿Cómo podemos percatarnos de los apóstoles desde la mirada y la opinión de Jesús? ¿Hablaba con ellos sobre mujeres, aunque fuese simplemente para mencionar sus actividades reproductivas? Por lo menos en The Gnostic Gospels, Elaine Pagels hace referencia a un Jesús que era criticado por los apóstoles pues mostraba un amor demasiado humano, por María Magdalena.
En mis novelas puse a hablar a Miranda y a Bolívar, en primera persona. Una tarea que para un porteño de Buenos Aires, no fue fácil. El che debió ser reemplazado por el tú, junto con los aforismos. La figura que habla desde la primera persona no es la que podemos describir desde la tercera persona del singular. Y la mirada es muy diferente. Ahí está el caso de Bolívar, un hombre que nunca miraba a los ojos, como un villano del gran guiñol. Y que tal vez lo era. Fue quien entregó a Miranda a los españoles, junto con uno de sus subalternos, Carlos Soublette. Y ordenó el fusilamiento del general Manuel Piar, uno de los grandes héroes de la independencia, tras un juicio amañado. El fiscal fue Soublette.
Miranda contemplaba el mundo de una manera diferente. Era, también, un viajero del tiempo. Participó en tres revoluciones: la de Estados Unidos, la de Francia, y finalmente, la que ahogó en sangre la Gran Colombia.  Era, ciertamente, el más universal de los americanos. Dicen que fue amante de Catalina de Rusia. Es bastante improbable, pero es obvio que la emperatriz fue su protectora. Conoció a las principales figuras de la revolución americana, se sintió cómodo en sus salones. Tuvo la desdicha de apostar por los girondinos, el bando equivocado en la Revolución Francesa. Y lo pagó caro. La guillotina fue en varias ocasiones muy proclive a cercenar su cuello. Era un militar de la vieja escuela, y cuando retornó en segunda ocasión a la Capitanía General de Venezuela –la primera fue en 1806, en una fracasada expedición a la Vela de Coro—no solo era ya un anciano, sino también un anacronismo. Él había conocido los horrores de la Gran Revolución en Francia. Y los patriotas que lo recibieron al principio con muestras de júbilo y abominaron luego de él, estaban en otra cosa. El gorro frigio formaba parte de la indumentaria.
¿Qué influencia pueden tener los padres de la patria en el desarrollo de un país? La profesora León González indaga en uno de los temas fundamentales de esa pregunta, a través de la confrontación de Bolívar con Miranda luego que los españoles acabaron con la primera república. No imagino a Miranda firmando el decreto de guerra a muerte, no puedo imaginar a Bolívar sin ese decreto que concluía: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.  (15 de junio de 1813)
Todos los futuros son imprevisibles, se forjan y se desechan cada veinticuatro horas. Pero, ni aún el peor de los opresores lidia con sus enemigos de la misma manera con o sin un decreto de guerra a muerte. Y el mismo Bolívar lo comprobó siete años más tarde, cuando firmó con el general español Pablo Morillo el “Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra”, en Santa Ana, estado Trujillo, poniendo fin a la guerra de exterminio.  
Creo que un padre fundador puede alterar el futuro de una nación. Miranda retornó muy tarde a la Capitanía General de Venezuela, cuando ya los dados estaban echados. Quizás era inevitable lo que ocurrió después. Quizás. Pero las huellas que dejó Bolívar en la lucha por la independencia, son casi imposibles de borrar. Su herencia política dejó a Venezuela convertida en un cuartel. ¿Cuántos años de democracia real ha existido en el país en los dos últimos siglos? Cuando se analiza la horrenda Venezuela actual, vale la pena preguntarse si Bolívar no era, en el fondo, un protochavista. O si su principal enemigo, José Tomás Boves, era muy diferente a él.
Leer, y releer el inteligente trabajo de la profesora León González, ayuda a formularse muchas preguntas incómodas. Y en esta ocasión, más que nunca. Creo que los próceres trazan o dificultan nuestro destino. La obscena manera en que Hugo Chávez usufructuó el mito bolivariano, fue posible porque existía en Bolívar algo que lo permitió.
Nada surge de la nada.  Cada pueblo lidia con sus problemas de una manera diferente. Oliver Cromwell se entronizó como dictador en Inglaterra, pero pagó caro su audacia. Nadie paga cara su audacia en Venezuela. Sobran los antecedentes. Hay una inmensa capacidad de olvidar con toda premura, y de sumergirse en nuevos disparates.  Y también una gran ineptitud para avizorar el futuro, sentarse a reflexionar.
La profesora León González ha ofrecido en su ensayo otro buen punto de partida para analizar  lo que ha ocurrido y está ocurriendo en Venezuela. Nunca le di mucha importancia a la novela histórica, aunque, por cierto, quizás la mejor narración que se ha escrito, es una novela histórica: La guerra y la paz, de León Tolstoi.
En un trabajo anterior, “Los años de la guerra a muerte y la lógica del tramposo” (http://marioszichman.blogspot.com/2016/11/los-anos-de-la-guerra-muerte-y-la.html) señalé justamente cómo la lucha por la independencia en la Capitanía General de Venezuela tenía atributos del juego de azar, plagada de apuestas imposibles de ganar.
Si se observa lo que ha ocurrido en el país a partir de 1999, se verá que la casualidad ha primado sobre cualquier plan o proyecto de país. Un amigo mío me contó que al comienzo del gobierno de Chávez su hermano, un contratista de obras, presentó a un militar bolivariano un proyecto, creo que para la construcción de un depósito. Nada importante,  pero necesario. Cuando el contratista le entregó el proyecto, junto con un cálculo de costos, el militar abrió una de las gavetas de su escritorio, extrajo una gran cantidad de bolívares –menos devaluados que en la actualidad—y se los entregó, contante y sonante. El contratista le explicó que él no trabajaba así. Iba a presentar un recibo del dinero, y necesitaba varios documentos para certificar  la ejecución de la obra, con el propósito de presentarlos ante un ministerio. Fue entonces cuando el militar lo miró despectivo a los ojos, y le dijo: “Chico, ¿tú qué eres, un paranoico?” le ordenó que le devolviera el dinero y lo echó de su despacho.
Esa es la manera casual de trabajar en la Venezuela actual. Nadie debe rendir cuentas de nada. Bueno, quita y no pon, como dicen los españoles, y se acaba el montón. Y el país se convierte en una sociedad de irresponsabilidad ilimitada. ¿Dónde aprende un pueblo sus modales, o su futuro?
Cada vez estoy más convencido de la utilidad de la novela histórica. Es como una especie de pentagrama. Permite descubrir la música que deseamos escuchar, y también evita que desentonemos. Tal vez los ejemplos de Miranda y de Bolívar parecen muy lejanos en la historia. Pero las opciones que presentan están tan vigentes hoy, como la época en que transitaron por el mundo. (Me sigo quedando con Francisco de Miranda).






miércoles, 23 de noviembre de 2016

La isla del Tesoro: del padre muerto al padre ausente




La mayoría de los seres humanos
padecen vidas de tranquila desesperación.
Henry David Toreau



Hay narradores que pertenecen más al siglo veintiuno que al siglo diecinueve: entre ellos Edgar Allan Poe, Fiodor Dostoievski, y Robert Louis Stevenson. Sin importar la extensión de su prosa —Dostoievski escribía largas novelas, lo mejor de Poe y de Stevenson se condensa en menos de quinientas páginas— existe un ascetismo en sus textos que parte de sus inquietudes esenciales y de un concepto de la literatura como un arte comunal. Esa noción ha sido desarrollada por el teórico Angus Fletcher (Allegory: The Theory of Symbolic Mode; Time, Space, and Motion in the Age of Shakespeare, entre otros textos). Su tema central es que ciertos narradores trascienden su época marchando a los orígenes. Sus fuentes pueden ser la Biblia, la Ilíada, el Lazarillo de Tormes, o los cuentos de Andersen, esto es, “creencias antiguas y una tradición común”, dice Fletcher.
Esa pauta fue precedida por Miguel de Cervantes, por John Bunyan en su Pilgrim Progress, por Daniel Defoe, y por Jonathan Swift. En todos los casos, existe una emigración del héroe rumbo a lo desconocido, abundan las aventuras, y el final no es siempre feliz.
Hay tres protagonistas en La isla del tesoro: Jim Hawkins, el niño/adolescente, su padre desvalido y muerto, y Long John Silver, el cocinero/pirata, un jano bifronte que comienza representando la figura del padre protector y se convierte luego en perseguidor del hijo adoptivo.
Los primeros capítulos de la novela, que transcurre a mediados del siglo dieciocho, representan la puesta en escena de una obra de gran guiñol, tras la aparición de “El viejo lobo de mar” en la posada Admiral Bebow, propiedad de los progenitores de Jim Hawkins. En la novela abundan nombres que marcan  un atributo, o los apodos, otro atributo de la literatura comunal.
Bunyan usó ese recurso hasta la saciedad en Pilgrim Progress. Esa alegoría cristiana está repleta de nombres que informan de la naturaleza de sus personajes. El protagonista se llama Christian, y es el epítome de un buen cristiano. La tarea de Christian es abandonar La Ciudad de la Destrucción, y llegar a la Ciudad  Celestial, el paraíso.  En el camino se cruza con seres como Obstinate, quien se rehúsa a acompañar a Christian en su viaje, y con Pliable,  que como su nombre lo indica, es flexible, acepta la influencia de sus líderes, y por lo tanto, secundará al héroe en su aventura. ​

VILLANOS DE NOVELA

El viejo lobo de mar —su verdadero nombre es “Billy” Bones, y bones  significa huesos y alude al esqueleto— se apodera de la imaginación del adolescente cuando le promete un modesto pago a cambio de vigilar el área donde se encuentra la posada. El veterano marino teme el arribo de un hombre con una pata de palo. Estamos ya en el territorio de los temores infantiles, agravados porque el padre de Jim agoniza en un cuarto de la posada.
Al principio, Bones se convierte en la gran atracción del mesón. Todas las noches se sienta en una mesa alejada del resto de los comensales, bebe ron de manera continua, y narra sus hazañas, además de amedrentar a los parroquianos. La madre de Jim Hawkins teme que la presencia del viejo pirata disminuya la concurrencia de lugareños. Pero ocurre todo lo contrario. Las aburridas vidas de los clientes se animan gracias a “Billy” Bones y a sus relatos de aventuras.
El personaje “frecuentaba mis sueños”, dice el protagonista. “En noches tormentosas… lo veía de mil formas diferentes, y con un millar de diabólicas expresiones”. En ocasiones, “la pierna estaba cortada a la altura de la rodilla, y en otras, surgía de la cadera. También a veces, era una monstruosa criatura que solo poseía una pierna, y en el medio del cuerpo”. Stevenson estaba al tanto de los símbolos fálicos, mucho antes que Sigmund Freud. También conocía al público a quien se dirigía, y sabía que los niños también pueden disfrutar del terror.
Pero quien aparece en la posada no es un hombre con una pata de palo, sino un marinero con ambas piernas, “Black Dog”, un excompañero del pirata, quien lo aterra con sus predicciones. Finalmente, un mendigo ciego le entrega al expirata el famoso “Black Spot,” uno de los grandes artilugios literarios de Stevenson. The Black Spot era una pieza circular de papel o de cartón. Un lado estaba oscurecido con hollín, el otro lado portaba un mensaje con una sentencia de muerte, y debía ser colocado en la palma del acusado.
Aterrado por la visita de sus excompañeros, el expirata le confiesa al protagonista que es buscado porque se apropió de un mapa  donde se halla marcado el sitio de un tesoro escondido.
“Billy” Bones sufre un ataque de apoplejía, y muere.  Jim y su madre descubren un cofre dentro del cual está el mapa. El médico del pueblo, el doctor Livesey, examina la carta náutica, y deduce que alude a una isla del Caribe donde un famoso pirata, el capitán Flint, enterró un gran tesoro. Luego, el señor Trelawney, terrateniente del distrito, propone adquirir un barco e ir en busca del tesoro. El doctor Livesey es designado médico de a bordo, y Jim actuará como grumete. 
La pareja que procreó a Jim desaparece totalmente de la escena, como es habitual en las novelas de aventuras, y el padre muerto del protagonista es reemplazado por uno de los grandes villanos de la literatura moderna: Long John Silver. Excepto por el doctor Jekyll y su alter ego, Míster Hyde, no existe en la narrativa de Stevenson un personaje más cautivante que ese presunto cocinero y real jefe de una banda de piratas ansiosos por quedarse con el botín.
Long John Silver tiene una pata de palo, y es curioso que Jim no lo vincule con ese pirata citado al comienzo del relato por “Billy” Bones. La combinación de su destreza física, su amabilidad y sentido del humor, cautivan al protagonista. Long John Silver es una versión mejorada del padre del protagonista.
Stevenson intuyó desde el principio que ese antihéroe se iba a devorar la novela, al punto que el primer título que pensó fue The Sea Cook, el cocinero del mar. Pero si Stevenson advertía el enorme potencial de Long John Silver, estaba al tanto de sus riesgos. ¿Cómo lidiar con ese villano que ponía en duda inclusive al progenitor de Jim? El narrador tuvo la súbita inspiración de desenmascarar al jefe de los piratas en la famosa escena del barril de manzanas. Mientras Jim pasea por la cubierta del barco donde viajan hacia la isla del tesoro, siente hambre, y se dirige a un barril para recoger el fruto. Apenas queda una manzana en el fondo del tonel.
Jim se apresta a tomarla cuando escucha pasos, y decide refugiarse en el barril. Quienes se aproximan son Long John Silver y uno de los marineros. En esa ocasión, el jefe de los piratas revela el plan para apropiarse del tesoro y asesinar a quienes fletaron el barco, junto con los tripulantes leales.
Es posible que Stevenson haya lamentado transformar a Long John Silver en un villano. De todas maneras, hasta en su rol de traidor, el jefe de los piratas se sigue deglutiendo las escenas. Basta leer sus monólogos y explorar sus argucias. El lector se siente tentado a perdonarle sus triquiñuelas, y a veces, a justificarlas. Y Stevenson tuvo al menos la generosidad de permitir al pirata huir con parte del tesoro.
Narrada a un ritmo vertiginoso, la novela es una obra de la modernidad. Otras narraciones del siglo diecinueve que han sido llevadas al cine, tuvieron que ser despojadas de buena parte de sus primeros, tediosos capítulos. Pero no La isla del tesoro. Quizás ayudó el hecho de que fue inicialmente serializada en una revista para lectores juveniles.
La novela es muy gráfica en la descripción de aventuras, pero su contenido es tan especial, que inclusive su transfiguración en un cómic no le hace perder interés alguno.
Tras releerla, analicé La isla del tesoro, clásicos en cómic, una versión en forma de historieta publicada este año por la editorial Verbum, de Madrid, con dibujos de Arianna Ricardo, y guion de Carlos Peinado Gil. Debo confesar que me acerqué al cómic con bastante aprensión. Recuerdo que en mi infancia, había varias editoriales que publicaban ese tipo de cómics, aunque en blanco y negro, y a veces, en blanco y sepia. Era difícil entusiasmarse con esas historietas, quizás porque los dibujantes no solían compenetrarse de la mentalidad infantil.
Pero, por lo demás, es un buen cómic. Los dibujos tienen primeros planos de gran eficacia, y las escenas elegidas ofrecen una buena ambientación. En los cómics hay solo dos posibilidades: o nos atrapan, o resultan insulsos. El cómic de La isla del tesoro atrapa, y la trama es muy fluida.
Leer la versión original de la novela, y su transcripción al cómic sirve también de ayuda a los escritores. Quien desee capturar el interés de niños y adolescentes, mejor que se emancipe de novelas excesivamente amuebladas, o de personajes con dramas existenciales. En vez de poner el carro antes que los caballos, Stevenson puso el diálogo y las descripciones al servicio de la aventura.
La isla del tesoro nunca ha pasado de moda, ha sido un perpetuo best–seller, entre otras cosas, porque trata a sus lectores infantiles o juveniles como adultos, y no les ahorra la descripción de toda clase de calamidades.
Pero es, además, una novela optimista: enseña a tener paciencia y conquistar coraje a quienes padecen vidas de tranquila desesperación.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Los años de la guerra a muerte y la lógica del tramposo


 Mario Szichman


            
      En cada apuesta se juega al todo o nada. La apuesta es un recurso que, según Walter Benjamin, “invalida el criterio de la experiencia”. Alain decía por su parte que el concepto del juego se basa en su falta de antecedentes y consecuentes. Cada envite es único. La tradición cesa de funcionar. La realeza primordial es la aristocracia de los naipes. Y a veces, hasta las barajas pierden a sus monarcas.
El novelista argentino David Viñas indicaba que todo escritor usaba “manchas temáticas” en su trama. En el caso de Los años de la guerra a muerte, la tercera parte de La Trilogía de la Patria Boba, utilicé la metáfora del juego de naipes como mancha temática central.  
La segunda versión de ese texto (2012) me permitió cruzar un umbral en relación a Los papeles de Miranda y Las dos muertes del general Simón Bolívar, las dos previas novelas de la trilogía. Eso se debió no solo a razones literarias, sino también a motivos personales, inclusive un episodio traumático que funcionó como divisoria de aguas. 


El resultado es que Los años de la guerra a muerte pasó de ser el patito feo de la trilogía a una de mis novelas más aceptadas. Contribuyó de manera decisiva la edición a cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo. Aunque hay unas cien páginas nuevas, la profesora Carrillo libró a la novela de su hojarasca. Además, varios de los personajes secundarios pasaron al primer plano. 
Voy a usar datos de época y la memoria, no la revisión del texto, para explicar cómo ocurrió esa metamorfosis.  v
El 16 de enero de 1813, en Cartagena de Indias, el jefe patriota Antonio Nicolás Briceño, también conocido como El Diablo Briceño, anunció en un decreto que “El fin principal de esta guerra es el de exterminar en Venezuela la raza maldita de los españoles de Europa sin exceptuar los isleños de Canarias”. El Diablo también fijó los ascensos militares en base a las cercenadas cabezas de españoles. “El soldado que presente 20 será hecho abanderado en actividad”, decía el decreto, “30 valdrán el grado de Teniente, 50 el de Capitán”, y suma y sigue. 
El Libertador Simón Bolívar dictó luego, el 15 de junio de 1813, su Decreto de Guerra a Muerte –el mismo día en que los españoles fusilaron al Diablo Briceño. Con inimitable estilo, Bolívar señaló en su decreto: “Españoles y canarios contad con la muerte aunque seáis indiferentes, si no obráis por la liberación de América, Venezolanos contad con la vida aunque seáis culpables”.  
La ferocidad del decreto anticipó lo que ocurriría durante los siete años siguientes en la Capitanía General de Venezuela. Finalmente, Bolívar y el general español Pablo Morillo firmaron el 27 de noviembre de 1820  un Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, en Santa Ana, estado Trujillo. (¡Salud, trujillanos!), poniendo fin a la guerra de exterminio.  
Bolívar pasó a segundo plano en Los años de la guerra a muerte, y su sitio fue ocupado por su primo, José Félix Ribas, un excelente militar de gran coraje. Eso me obligó a buscar dos personajes secundarios que pudieran ocupar el centro del escenario. Uno de ellos es el pintor Eusebio. Está inspirado en un dibujante que conocí cuando era director del suplemento cultural del periódico Últimas Noticias, de Caracas. Nunca tropecé con un dibujante igual. No hacía croquis, simplemente tomaba un plumín, lo mojaba en un frasco de tinta china, y creaba impresionantes imágenes labradas como joyas.
En la novela, Eusebio recibe órdenes de Ribas de pintar batallas. En uno de los cuadros, registra, sin saberlo, la muerte a lanzazos de José Tomás Boves, el formidable caudillo español que enfrentó a los patriotas y creó una democracia bárbara. La mayoría de los venezolanos siguieron sus banderas, luego que los patriotas cometieron el desatino de transfigurar las monedas de oro y plata en papel moneda que no valía ni la hoja en que estaba impreso. Seguían en ese sentido, la costumbre de los revolucionarios franceses, quienes convirtieron el dinero contante y sonante en asignados. Y lograron los mismos resultados: empobrecer a la población. Por cierto, Ribas era un gran admirador de la Gran Revolución, y en su cabeza solía encasquetar un gorro frigio. 
Una vez los españoles capturaron y decapitaron a Ribas, el dibujante Eusebio hizo un bosquejo de la cabeza del general patriota, que tras ser cocinada, quedó depositada en un plato, y rodeada de legumbres, como si se hubiera tratado de una vianda. Esa cabeza tuvo más vida que su poseedor. Finalmente, los españoles la introdujeron en una pequeña jaula, y la colgaron, creo que de un farol, cerca de la residencia de los Ribas, para que su esposa, al despertar, observara el deteriorado rostro de su marido. Eso se prolongó algunos años.  
El segundo personaje secundario/central, El hombre de hielo, fue una total invención, aunque se basó en Frederic Tudor, un increíble personaje, un empresario de Boston y un fanático religioso, que logró concretar su sueño de vender hielo en los trópicos. Lo descubrí en el libro The Frozen-Water Trade, de Gavin Weightman, que es realmente una joya. Además de su inusitada información, está muy bien escrito. 
Si Eusebio es el personaje encargado de preservar en el lienzo episodios históricos, el hombre de hielo es el encargado de preservar cabezas cortadas. Cuando el Diablo Briceño intenta demostrar a los realistas que su decreto de guerra a muerte no es una balandronada, ordena decapitar a dos pacíficos ancianos españoles, y envía una de las cabezas a Bolívar, y la otra a un coronel colombiano. El primer párrafo de una de las cartas estaba escrito con la sangre de uno de los ejecutados. Todo ese horrendo episodio, precisamente documentado, tuvo como corolario final que Bolívar ordenara la destitución de Briceño, y que la esposa del Diablo le enviara a su cónyuge una carta donde consideraba ese episodio de gran guiñol como una simple travesura.
Y fue ahí donde pedí ayuda al hombre de hielo. Pues las cabezas de los ancianos españoles demoraron varios días en llegar a sus destinatarios. Y su transporte, en un clima tropical, implicaba la veloz descomposición de la carne. El hombre de hielo cumplió con su cometido, y logró preservar las cabezas hasta que llegaron a los despachos de los jefes patriotas.

LA LÓGICA DEL TRAMPOSO

La mancha temática de Los años de la guerra a muerte es la suerte. Y una de las maneras de encarnarla, es en los juegos de azar. En la época en que transcurre la novela hubo una súbita proliferación de casinos, y de lugares donde los exclusivos protagonistas eran los naipes. Las guerras napoleónicas, y su repercusión en América Latina —en cierto modo, Napoleón fue el gran partero de nuestra historia, tras secuestrar en Bayona a los monarcas españoles, al príncipe heredero Fernando de Asturias, y al valido Manuel Godoy— permitieron transportar los juegos de azar en las faltriqueras de oficiales y suboficiales. Tras el ajetreo de las batallas, los militares se morían de aburrimiento. Aparte de los escasos prostíbulos, las diversiones eran exiguas. De allí la proliferación del juego de azar.   
En el Memorial de Santa Helena, Napoleón criticaba el juego de naipes. Decía que “todos los jugadores pierden su estima ante mis ojos”. Hay sin embargo una anécdota, capaz de explicar los vínculos entre el general de fortuna y el juego de azar. De acuerdo a una de las versiones, cuando Napoleón preparaba la campaña de Italia, en 1796, envió a su lugarteniente, el general Jean-Andoche Junot, con el dinero que había recolectado, para que lo apostara en un casino. Cuando Junot retornó de la casa de juego con buenas ganancias, Napoleón le dijo que era insuficiente y lo envió otra vez a jugar y en esa oportunidad, volvió a multiplicar el dinero. Eso demostraba que era un afortunado líder. De esa manera incrementó la apuesta y el riesgo, como lo hizo muchas veces en el campo de batalla, hasta Waterloo.
En La Condición Humana, de André Malraux, el traficante de armas Clappique juega a las cartas el destino de los revolucionarios. Es el único que puede avisar a los comunistas sobre la inminencia de una salvaje represión. Pero Clappique,  clavado a su silla, derrocha en la mesa de ruleta las vidas de los revolucionarios. Pues el juego de azar es siempre asocial. No hay ley alguna que pueda imponerle normas. Cada jugador sólo puede triunfar si los demás pierden.
Ese aspecto del desafío hizo que dedicara varias páginas de la novela al juego de azar. Además, visitaba territorio seguro. Tenía los ejemplos de La piel de zapa, de Balzac, y su maravilloso comienzo, y de El jugador, de Dostoievski.
Bolívar, aunque abominaba de los naipes, solía jugar en ocasiones para matar el aburrimiento. José Félix Ribas era un fervoroso apostador, al igual que varios de sus compañeros de juerga y de revolución. En su biografía de Ribas, Juan Vicente González dice que “Para entretener la juventud ociosa de Caracas y dar pábulo a su imaginación inquieta, amiga de novedades y peligrosas empresas Vasconcelos”, otro de los patriotas de esa época, “la reunió en su casa e hizo nacer el amor al juego en el espíritu de los principales mancebos”. 
José Antonio Páez, quizás el padre fundador de Venezuela, era otro fervoroso apostador. En el Diario de Bucaramanga, Bolívar le sugirió a su autor, Perú de Lacroix, que esa pasión por el juego llevó a Páez a ordenar el asesinato del general francés Serviez. 
“Como el Libertador había hablado un poco antes del general francés Serviez, le pregunté qué había de cierto sobre su muerte", narró Perú de Lacroix. "El Libertador me respondió que todas las sospechas cayeron sobre el general Páez. La rivalidad de éste para con Serviez era grande y su enemistad también; sus méritos le ofuscaban y codiciaba su dinero. Lo cierto es que para esa época Páez estaba sin dinero y poco días después del asesinato y muerte de Serviez le vieron muchas onzas de oro en el juego”. Por supuesto, para cubrirse las espaldas, Bolívar añadía a continuación: “Es tan horrendo y tan atroz el crimen que mi espíritu rechaza las vehementes sospechas que existen todavía sobre el general Páez”.
Jugar a las cartas podía también definir un compromiso político. Antes de la Revolución Francesa, los rostros que engalanaban los naipes eran de reyes y reinas. Cuando tras la revolución muchos aristócratas comenzaron a atisbar la eternidad a través de la ventana nacional de la guillotina, los reyes comenzaron a trocar sus cabezas por las de genios: el Genio de la Guerra, el Genio de la Paz, el Genio de las Artes, o del Comercio. Las reinas se transmutaron en Libertades, o en Virtudes, y los sirvientes en Igualdades. Borrados quedaron los signos de la realeza: coronas, flores de lis, y blasones heráldicos. (The History of Playing Cards, Edited by Ed. S. Taylor and others. Charles E. Tuttle Company. 1973). 
¿Jugaban nuestros héroes con barajas españolas o francesas? Es difícil pensar a Ribas, al Diablo Briceño, a Miranda, sobando cartas en que aparecían la sota de bastos, o el dos de oro. En cambio es tentador concebir al acomodaticio Marqués de Casa León como un comodín de naipes, factible de adquirir su valor absorbiendo los atributos de la persona con que se vinculaba. ¿Qué rostro adquiría Casa León al servir a Miranda o a Bolívar? ¿Con qué apariencia se presentaba ante Boves? 
Si las cartas de azar son el azar total, que decide destinos de manera imparcial  ¿no será la tarea del tramposo el imponerle normas, trabando así sus engranajes mediante una carta marcada, o una bolilla cargada en una ruleta? ¿No será la lógica del tramposo el equivalente, a nivel de la macronomía, del dumping, de los subsidios a la producción, del monopolio y de otros equivalentes usados por el gran capital para imponer su voluntad?
¿Era el marqués de Casa León un excepcional tramposo, que sabía cómo barajar las cartas para caer siempre parado? ¿Era un protagonista diabólico, o una baraja más en una enorme apuesta que en 20 años de guerras intestinas despilfarró millares de vidas? ¿Supo apostar Bolívar a ese juego mejor que ninguno? ¿Fue la guerra a muerte su apuesta máxima? Basta recordar que esa guerra a muerte se disputó siempre con el mismo mazo de naipes. Las tropas que primero sirvieron a las órdenes de Boves actuaron posteriormente, con la misma valentía y salvajismo, a las órdenes de Páez.
Y al final el Libertador, un gran apostador que era reacio a jugar, tropezó con la dura realidad. En el juego de la política su influencia terminó siendo tan imperceptible como, según él mismo expresó, la de ese “loco griego que pretendía desde una roca dirigir los buques que navegaban alrededor”.
Casi doscientos años después, en Venezuela, otros apostadores siguen arriesgando el destino del país intentando dirigir, desde una roca, los buques que navegan alrededor, usando la vociferante ingenuidad de quien cree haber encontrado un método infalible para ganar en la ruleta. 
La mancha temática del juego del azar sigue teniendo vigencia, y creo que también sus consecuencias. Es una grata ilusión pensar que un país es dueño de su destino cuando su destino se juega, en realidad, con grandes capitales, en las grandes capitales, aunque allí también suele imperar la lógica del tramposo. 


miércoles, 16 de noviembre de 2016

Matadero 5, de Kurt Vonnegut. Un viajero del tiempo incapaz de abandonar su pasado


Mario Szichman

“There is nothing intelligent
to say about a massacre”
(No hay nada inteligente que
decir acerca de una matanza)
Kurt Vonnegut,
Slaughterhouse-Five




Llegó a la oficina de la editorial Putnam luciendo chaqueta blanca y pantalones de un marrón claro. Era un hombre muy alto, con abundante cabellera blanca, de esos que siempre necesitan inclinar la cabeza antes de atravesar el dintel de una puerta. Recordaba a Mark Twain, aunque era mucho más delgado. Sus dedos estaban manchados de nicotina. Su hábito lo tenía a maltraer luego de que en New York, y en otras partes de Estados Unidos, se dictaron ordenanzas prohibiendo fumar en sitios públicos. A cada rato alguna señora que pasaba a su lado en la calle agitaba las manos en todas direcciones intentando disipar el humo que surgía de un cigarrillo fumado por el escritor.
Kurt Vonnegut se desplazaba como si a sus zapatos le faltaran los cordones. Un colega amigo, que se dirigió a su vivienda en Upstate New York en busca de ayuda, porque su carro se había accidentado –ignoraba quién era el propietario— me comentó su aspecto desaliñado, su insólita hospitalidad, y también la ausencia de cordones en sus zapatos.

Lo entrevisté el 5 de septiembre de 1990. Y tengo un grato testimonio para recordar la fecha. Vonnegut tomó mi ejemplar de Slaughterhouse 5, que había llevado para que lo dedicara, y en las dos páginas finales me dibujó una caricatura de su perfil, e incluyó la fecha.



Vonnegut era una celebridad, de esas que son fáciles de reconocer en la Quinta Avenida. Durante la guerra de Vietnam fue uno de los héroes de los campus universitarios. Era un favorito de los adolescentes. Solo J.D. Salinger y su The Catcher in the Rye lo superaban en popularidad.

La fama era resultado de una de sus novelas: Slaughterhouse-Five, Matadero Cinco. Se trata de una novela de infinita confección: demoró un cuarto de siglo en terminarla. Afortunadamente, la publicación llegó justo a tiempo. Lo trocó en un best-seller, y pudo cancelar sus deudas, pues sus años de labor lo dejaron al borde de la quiebra. Otra ventaja secundaria fue que permitió al público redescubrir sus obras anteriores, entre ellas las formidables Cat´s Cradle, Breakfast of Champions, Welcome to the Monkey House, Hocus Pocus, y especialmente Mother Night (uno de sus personajes reside en uno de mis manuscritos).
Nuestra amistad se forjó gracias a Louis Ferdinand Celine, aunque hacía décadas de su fallecimiento. No creo que Vonnegut le haya entregado a muchos críticos literarios su número de teléfono. (Siempre respondió a mis llamadas). En el curso de la entrevista que le hice tras su publicación de Hocus Pocus  hice un comentario sobre Celine. La mirada de Vonnegut se encendió, y a partir de ese momento, desplegó su inteligencia en tecnicolor.
Tenía una gran admiración por el autor de Viaje al fin de la noche, y compartía su horror por la guerra, aunque no sus desagradables convicciones políticas. Me comentó que en cierta ocasión, tras concluir la Segunda Guerra Mundial, y cuando Celine se había convertido en un apestado, luego de una campaña en su contra que tuvo entre sus protagonistas a Jean Paul Sartre, un periodista lo entrevistó. El narrador francés dijo al periodista: “Merezco el Premio Nobel de Literatura. Inclusive acepté ponerme vaselina en el trasero para recibirlo”.
Vonnegut era una anomalía en el ambiente literario neoyorquino. Reclutaba sus amistades entre escritores europeos, y uno de sus predilectos era el alemán Heinrich Böll. (Cuando se refería a Norman Mailer era siempre bajando el tono de voz. No creo que gozara de sus simpatías. Mailer era un peligroso enemigo, proclive a las trifulcas callejeras).
El curriculum de Vonnegut no era el habitual. Había trabajado varios años para General Electric como agente de publicidad, y luego en periódicos, revistas, y agencias publicitarias. Tampoco sus novelas y cuentos pueden ingresar en la narrativa tradicional. Mezclan el análisis de la sociedad norteamericana con viajes espaciales, o visitas a remotos lugares del mundo donde ocurren los más peculiares incidentes, a veces animados por feroces dictadores. Por ejemplo, en Cat´s Cradle, el protagonista viaja a la ficticia isla caribeña de San Lorenzo, cuyo hombre fuerte, Papá Monzano, amenaza a cada miembro de la oposición con empalarlo en un gigantesco gancho.
Sus conocimientos de antropología le permitieron a Vonnegut crear una isla muy especial. Sus habitantes practican una religión denominada Bokonism, que predica el amor al prójimo, utiliza rituales que convocan a la paz, entre ellos una abundante actividad sexual y, al mismo tiempo, poseen una idea muy cínica y nihilista acerca de nuestro paso por la tierra. 
Vonnegut tiene una virtud que escasea en el mundo de la literatura: todas sus novelas son buenas. (Comparte ese mérito con Mark Twain y Jim Thompson). Pero Slaughterhouse-Five es muy especial, por su trasfondo personal e histórico.
Thomas Meaney dijo en The Times Literary Supplement que, en la primavera de 1945, tres semanas después de la rendición de los nazis en Europa, el soldado (private first class) Kurt Vonnegut, informó a su familia que proseguía con vida. Su unidad de infantería había sido destruida en las Ardenas por una división de tanques Panzer, en una de las batallas más sangrientas de la segunda guerra mundial. Luego, el tren lleno de prisioneros en el que viajaba rumbo a la ciudad de Dresde, fue atacado por la RAF de Gran Bretaña. (El tren no tenía en el techo de sus vagones marcas que identificaran a sus viajeros).
Dresde, una ciudad abierta, una de las escasas intactas en la devastada Alemania durante buena parte de la guerra, fue atacada por la aviación aliada con bombarderos pesados norteamericanos e ingleses. Vonnegut explicó a su familia que “la tarea combinada” de los bombarderos “causó la muerte de 250.000 personas en veinticuatro horas y destruyó a la que era, posiblemente, la ciudad más bella del mundo. Destruyó todo, pero no pudo destruirme a mí”.1
Vonnegut y algunos de sus compañeros lograron sobrevivir a la devastación buscando refugio en el frigorífico del matadero donde habían sido encerrados por sus captores, el “matadero cinco”.
La experiencia cambió su vida, y su idea del mundo. Era un curioso pacifista. Estaba contra toda guerra. Pero había una excepción: no estaba en desacuerdo con el bombardeo atómico a Hiroshima y a Nagasaki. Me dijo en la entrevista que de no haber sido por esos ataques a Japón, la guerra podría haberse prolongado varios años, y la cifra de muertos hubiera sido mucho más grande.
La trama de Slaughterhouse Five es muy curiosa. Nunca se sabe dónde termina la ficción, y comienzan a intervenir los recuerdos personales del narrador. Vonnegut solía informar que en tal o cual episodio protagonizado por su pasivo héroe Billy Pilgrim, no había ficción alguna. Era lo que recordaba de su estadía en Dresde.
Al mismo tiempo, la técnica de la ciencia ficción le permitía un feroz distanciamiento de la tragedia. Está, por ejemplo, la famosa escena en que Pilgrim explica el bombardeo de Dresde al revés: “Los bombarderos abrieron las puertas donde estaban las bombas, ejerciendo un milagroso magnetismo redujeron los incendios, se concentraron en contenedores cilíndricos de acero, y alzaron los contenedores para guardarlos en las bodegas de los aviones”.
Más tarde, Vonnegut nos hace descender a la realidad. He aquí su descripción al día siguiente del bombardeo a Dresde:
“Había centenares de cadáveres. Al principio no echaban mal olor. Eran como figuras de cera en un museo. Pero luego, los cadáveres se pudrieron y comenzaron a licuarse. Olían a rosas, y a gas mostaza”.
Aunque todas las novelas de Vonnegut eran buenas, Slaughterhouse Five es excepcional. Fue escrita en una prosa tan sencilla, que brilla “como guijarros en una playa”, según hubiera aseverado Hemingway. Tiene humor, inclusive ese producto casi exclusivo del mundo anglosajón, the gallows humor, que suele traducirse como humor negro, aunque es el humor que merodea a escasos pasos del cadalso. Y describe el extraño peregrinaje de Billy Pilgrim, otro peregrino, por el caótico mundo de la segunda guerra mundial, y de la posguerra.
Vonnegut es producto del trauma de Dresde. Nunca pudo liberarse de él. Su peculiar humanismo, su ironía, su original prosa, la descripción de seres humanos que la habitan, todo está condensado en Slaughterhouse Five. Tuvo la virtud de usar a un viajero del tiempo sin cualidades especiales o extrañas máquinas volantes, para escribir una gran tragedia encubierta en una comedia humana. Inclusive la técnica de colocar a Billy Pilgrim en discordantes situaciones luego de atravesar una puerta, o despertar de una pesadilla, ha tenido fuerte influencia en la manera de contar.
Algunos han criticado la pasividad de Billy Pilgrim. Pues como viajero del tiempo, y del futuro, sabe lo que va a ocurrir, y nada hace por impedirlo. Pero convertirlo en un personaje activo hubiera acabado con la novela. Pilgrim es apenas un testigo, el alter ego del novelista. Su misión es registrar la desdicha y la locura humana, exhibir sus consecuencias. Evita el juicio, se niega a dictar cátedras de moral.
Ni siquiera confió mucho en la condición humana, aunque me citó durante la entrevista una frase de Proust: “Lo milagroso en el mundo no es que exista tanta gente mala. Lo milagroso es que pueda existir entre esa gente mala, tanta gente buena”.
Siempre mostró gran paciencia con el prójimo, lo aceptó como era, soñó con otros mundos, otras experiencias humanas, capaces de ofrecer distintas respuestas a nuestra eterna angustia, nuestra persistente desesperación. Sabía, además, que preferimos las máscaras a la verdad.
Una de sus frases más famosas, que usa en Mother Night es la siguiente: “We are what we pretend to be, so we must be careful what we pretend to be.Somos aquello que pretendemos ser. Por lo tanto, debemos ser muy cuidadosos con aquello que pretendemos ser.
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1. Vonnegut siempre insistió, y también cuando le hice el reportaje, que en Dresde murieron más personas que en Hiroshima. Pero excelentes historiadores como Richard Evans señalan que la cifra de muertos oscila entre algo menos de 25.000 y algunos millares por encima de 35.000. La fuente básica es el trabajo del historiador alemán Götz Bergander, y su ensayo de 1977 Dresden im Luftkrieg: Vorgeschichte-Zerstörung-Folgen. Bergander calcula que una cifra superior a los 35.000 alemanes perecieron en Dresde, la mayoría, incinerados en gigantescos incendios.