Mario Szichman
Para Carmen Virginia Carrillo por transformar
un sendero narrativo plagado de obstáculos,
en una autopista sin paradas intermedias.
La escritora
Nadine Gordimer solía recordar el “imposible objetivo” que George Lukacs asignaba
a los escritores: “llegar a la cima de un resbaloso mástil, que nunca cesamos
de escalar”.
Por supuesto, la
imposibilidad del narrador para llegar a la cima es relativa. La construcción
de un relato nunca se expone, solo se muestra el producto final. Y, a
diferencia de cualquier otra construcción, nadie impone plazos, excepto en lo
que se define como “literatura comercial”. Si un autor de éxito firma un
contrato que lo obliga a producir tres novelas en cinco años, es mejor que cumpla
con su promesa. Los contratos imponen severas penalidades a quienes incumplen
sus cláusulas.
Es afortunado que
la narrativa hecha por profesionales siempre haya contado con la imaginación
dialógica, o con esos seres que desde las sombras, sin hacer alharacas,
contribuyen de manera decisiva a plasmar un producto.
La imaginación
dialógica también puede sintetizarse en el editor, el alter ego del escritor. Algunos, en Estados Unidos, han conseguido
tanta o más fama que los escritores, como es el caso de Maxwell Perkins, editor
de Francis Scott Fitzgerald, de Thomas Wolfe, y de otros personajes que nunca
han sido radiados de los estantes de las bibliotecas, o del favor del público.
F. Dostoievski
¿Qué hace tan
fértil la propuesta de Bakhtin? Su indagación del diálogo polifónico.
Dostoievski habla con las voces y opiniones de todos los personajes, señala
Bakhtin. Nadie se queda con la última palabra. Ni siquiera el autor. Y eso trae
fructíferas consecuencias. En el caso de
Tolstoi, a pesar de la maestría de obras como La guerra y la paz, o Ana Karenina, el autor sigue siendo el
dictador, su opinión es la que se impone.
Recuerdo
magníficos episodios de La guerra y la
paz, pero uno que me llamó la atención, ocurre casi al final. Natasha, su
protagonista, tras entregarse de pies y manos a una pasión amorosa, logra
“sentar cabeza”. Y es la voz de Tolstoi, no la opinión de algunos de los
personajes, la encargada de dictar normas morales. Tras disfrutar de la
apacible dicha conyugal, la dama se convierte pronto en una matrona, adquiere
varios kilos de peso. Una de las tareas que emprende con más gusto es examinar
los pañales sucios de uno de sus hijos, antes de enviarlos al lavadero.
L Tolstoi
Tolstoi no lo
dice con estas palabras, pero, aunque en prosa muchos más bella, ofrece su
dictamen: eso es lo que debe hacer una mujer de la nobleza rusa: encargarse de
sus hijos, abandonar su coquetería, y complacer exclusivamente al marido. Por
suerte, Balzac nunca siguió esa norma. De haberla acatado, no hubiera podido escribir ni un veinte por
ciento de sus novelas.
La actitud de
Dostoievski de hacer hablar la novela de manera polifónica, tiene vastas secuelas. Si el autor abandona su solapada
actitud de actor principal, muchas cosas cambian. Inclusive la idea de nuestra
presencia en este mundo. Aunque Crimen y
Castigo exhibe una constante presencia de la muerte –basta ver lo que
ocurre con la usurera y su dulce e ingenua hermana asesinadas por el estudiante
Raskolnikov, o con el consejero Marmeladov, padrastro de la angelical
prostituta Sonia Marmeladov— nadie muere para siempre. Integra un más allá que
moldea la existencia de los seres vivos. En cambio, en el caso de Tolstoi, la
muerte es la verdad definitiva, como se verifica en La muerte de Ivan Ilich.
Dostoievski usaba
la muerte como un ingrediente más. Formaba parte de diferentes episodios de
nuestra vida. Nunca parece alejada de la resurrección. Además, la vida resulta
inagotable porque la función principal de toda especie es reproducirse. Y si
bien la muerte es un corte drástico, nada impide el proceso eterno de las
generaciones.
Esa perpetua
asechanza de la vida hace menos lúgubres las narraciones de Dostoievski. Y desde el punto de vista del lector, cuenta
con enorme tracción. Vivir es hablar, canjear ideas, entrar en conflicto para
defender esas ideas, inclusive morir por ellas. En realidad, si se analiza un
poco, podrá descubrirse que el teatro, perpetuo diálogo, es mucho más cercano
al ser humano que ese híbrido denominado novela. El problema está en la
duración.
Aunque algunos
autores han intentado escribir obras de teatro prolongadas hasta la
exasperación, como es el caso de Karl Kraus y su obra Los últimos días de la humanidad, el intento ha tenido escasos
seguidores. Ningún espectador está dispuesto a pasar siete u ocho horas sentado
en una sala de teatro. En cambio la novela acepta todos los tamaños y formas,
desde setenta páginas, como El coronel no
tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, hasta las tres mil
quinientas de A la búsqueda del tiempo
perdido, o Las mil ochocientas de La
guerra y la paz. Ese ser solitario que es el lector, disfruta examinando un
mundo repleto de congéneres, y, al mismo tiempo, en absoluta soledad.
Nadie puede
exigirle a un elenco teatral que frene su actuación, vuelva sobre algunos
puntos que resultan inexplicables, y reanude luego su tarea. Pero la lectura,
mucho más flexible, permite el retroceso.
Todos los géneros
literarios han perdido en algún momento su popularidad. Pero la narración
siempre ha salido ilesa, tal vez por su capacidad de adaptarse a cada época. Es
el gran parásito de variadas culturas. Absorbe todo lo que flota en el medio
ambiente, y lo devuelve estructurado. Nos permite entender no solo el lugar que
ocupamos, sino las preocupaciones, anhelos y desdichas percibidos por nuestro
aparato psíquico.
LA TRANSGRESIÓN COMO NORMA
Prácticamente una vez cada año, o cada dos
años, reviso un libro titulado Plot,
de Ansen Dibell. Su propósito central es enseñar los distintos modos de
escribir ficción. Pero cada vez que lo reviso, me sorprende con sus originales
planteos. Aunque Dibell nunca menciona la imaginación dialógica, usa el
concepto de manera constante. Y su sabiduría nos permite redescubrir soterrados
procesos mentales.
En primer lugar,
dice la autora, nunca pensamos de manera cronológica. Nos interesa muy poco lo
que hacemos durante la mayor parte del día. Muy escasos eventos nos obligan a
actuar. Vivimos aferrados a lo imprevisto, a todo aquello que altera nuestra
rutina.
Aunque somos
animales de costumbre, el conflicto es primordial, y siempre nos sorprende. Nuestro
contacto con el mundo, y especialmente con el ser humano que habita ese mundo,
abunda en sorpresas. Nunca advertimos con absoluta lógica la manera en que
interactuamos. Tal vez en la ficción descubrimos nuestro alter ego, la posibilidad de funcionar de una manera diferente. Aquella
narrativa que atrapa nos permite pasar en limpio nuestras imprecisas
experiencias. Nadie supone que una novela puede alterar nuestra conducta,
nuestra visión del mundo, o cambie nuestra forma de vivir, pero es obvio que tiene
una profunda influencia en nuestras acciones.
Ansen Dibell
dedica Plot a revelar los misterios
de la escritura, la técnica para buscar atajos, y atrapar al lector, que es, en
definitiva, el objetivo de cada escritor. Y también nos muestra los tropiezos
que han tenido algunos grandes de la literatura, los falsos comienzos, cómo se encarrilaron
por la senda de la creación.
H Melville
Ignoraba, por ejemplo,
que el protagonista de Moby Dick se
llamaba al principio Bulkington. Herman Melville dedicó a Bulkington su primer
capítulo. Y luego, en el segundo,
decidió arrojar al personaje literalmente por la borda del velero Pequod. Ocurre que el narrador descubrió
otro personaje: el capitán Ahab, una de las grandes creaciones de la literatura
moderna. Pero, como señala Dibell, Melville no era muy prolijo en sus
correcciones. Olvidó eliminar a Bulkington, y el pobre caballero merodea de
manera inexplicable al comienzo del relato.
Para Dibell, el inicio
de una narración puede ser también el final. A Christmas Carol, de Charles Dickens, se inicia con este párrafo:
“Para comenzar, Marley estaba muerto”. Y luego, el autor retrocede para
explicar la final redención del avaro Scrooge. Lo hace a través de la norma y
la transgresión. Dickens nos exhibe a su protagonista como un muerto en vida, un
ser incapaz de todo calor humano, una máquina de obtener dinero, con el
propósito final de nunca malgastarlo. Esa es la norma de vida de Scrooge.
Si el avaro sigue
por ese camino, no hay historia. Todo relato necesita un conflicto. Y también,
la transgresión de la norma. Leemos Ana
Karenina o Madame Bovary porque
las protagonistas son infieles a sus maridos. Leemos The Sound and the Fury porque escasos de sus personajes acata las
reglas de la normalidad. Solo Dilsey, la criada negra. Leemos The Getaway de Jim Thompson, porque las
bibliotecarias no suelen dedicarse a atracar bancos.
Dibell también
nos aclara que es desacertado poblar un relato de misfits, seres inadaptados. Alguien debe fijar una norma, hacer
explicable la transgresión.
Leer Plot ofrece además el goce vicario de
mostrar los entretelones de cómo se confecciona una escritura. Permite eludir
callejones sin salida, abre, inclusive, horizontes impensados.
¿Por qué ciertos
comienzos nos exigen paciencia, y otros nos precipitan en un vacío del cual
solo podemos emerger al concluir una lectura? Kafka era un narrador nato. Basta
revisar el comienzo de El Proceso: “Alguien
debió haber dicho mentiras acerca de Joseph K.” enuncia en el primer párrafo. “El sabía que no había hecho nada
malo, pero una mañana, fue arrestado”.
Sin embargo ¿qué
ocurre con el comienzo de A la búsqueda
del tiempo perdido, de Marcel Proust? Se prolonga varias páginas, es
cierto, pero en su transcurso, Proust va erigiendo “El edificio enorme del
recuerdo”. No hay una sola página de su enorme, inolvidable novela, capaz de
aburrirnos o decepcionarnos.
La creación de
ese híbrido llamado novela, acepta toda clase de propuestas, marcha por toda
clase de complicaciones. Y cuando se trata de una gran obra nos conduce, de
manera irremisible, hacia un clamoroso final.
Dibell, en su
escueto libro, ofrece una gama de posibilidades que enriquecen la faena
narrativa. Es el mejor sucedáneo de un buen editor, aquel capaz de transformar un
sendero narrativo plagado de obstáculos, en una autopista sin paradas
intermedias.
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