Mario Szichman
Si Estados Unidos
no existiese, Hollywood lo hubiera inventado. Hollywood ha fraguado o recreado,
o glorificado, o puesto en la picota todo lo que ha ocurrido en Estados Unidos.
Nos ha hecho confiar muchas veces en una historia apócrifa, parcamente
aproximada al entorno, aunque formidable como mito. Según decía un personaje en
el filme The Man Who Shot Liberty
Valance: “When the legend becomes
fact, print the legend.” Cuando la
leyenda se transforme en realidad, imprima la leyenda.
The
Federal Bureau of Investigation, el FBI, fue reformulado por Hollywood
convirtiendo a sus agentes en seres infalibles durante la era de su padre
fundador, Edgar J. Hoover. En ocasiones, en
numerosas ocasiones, hubo más éxitos del FBI en la pantalla grande, que en
la vida real. Inclusive los gangsters,
que durante la época de la Gran Depresión solían ser más populares que sus rastreadores,
necesitaron trocarse en agentes del orden en la pantalla grande, a fin de
atenuar el impacto de los fiascos cometidos por el FBI.
Un caso en
cuestión fue el de James Cagney, el más adorado de los hombres malos del cine,
quien se transmutó en agente del FBI en el filme G Men.
La película que
lo catapultó al estrellato fue The Public
Enemy (1931). En el filme Cagney interpretó a Tom Powers, un gangster casi inimitable… Hasta que el
actor lo recreó en 1949 en White Heat,
seguramente, el mejor policial norteamericano de todos los tiempos. (“Made it, Mom. Top of the World!”
proclamó el criminal, mientras el mundo ardía en torno suyo).
En 1935, Cagney
pasó del lado de la ley en G Men. Según
historiadores cinematográficos, el filme fue resultado de presiones ejercidas
por el FBI contra la productora Warner
Brothers, acusada de glorificar a los delincuentes en tiempos de la Gran
Depresión.
Aunque los malhechores
recibían su merecido al final de la película, durante los primeros setenta
minutos disfrutaban de gran libertad,
del poder y del lujo en medio de una fenomenal crisis económica. La
contrapartida era que los encargados de proteger a los ciudadanos parecían
ineptos cuando intentaban aplicar la ley.
Cagney aceptó en G Men el rol del abogado James “Brick”
Davis, quien rehusaba defender a clientes de dudosa reputación. Tras el
asesinato de su amigo, Eddie Buchanan (Regis Toomey), Davis ingresaba al FBI, con
el propósito de llevar al homicida ante la justicia.
Al cumplirse el
vigésimo quinto aniversario del FBI, en 1949, la película fue reestrenada. Se le añadió una escena al comienzo en que un
alto funcionario del cuerpo policial, interpretado por David Brian, presentaba
una proyección del filme a un grupo de novatos del FBI, a fin de que estudiaran
la historia del buró.
Fue una pena que
en ese mismo año, el director Raoul Walsh estrenara el mejor y más devastador
film de gangsters en la historia de
Hollywod, White Heat. En la película
Cagney alcanzaba la cumbre del sadismo y del incesto, al interpretar a Arthur
"Cody" Jarrett, un psicótico enamorado de su madre, Ma Jarrett (Margaret Wycherly), quien
hasta lo sentaba en su falda para calmar sus intolerables migrañas. El padre de
Cody había fallecido en un asilo para enfermos mentales.
LEYENDAS A
PERPETUIDAD
En cierto modo, Casablanca (1942), protagonizada por
Ingrid Bergman y Humphrey Bogart, es un subproducto de esos policiales. Es imposible que sin Bogart en el rol
protagónico, la película hubiera alcanzado el estatus de leyenda. ¿Y quién era
Rick Blaine? El dueño de un club nocturno y una sala de juegos en Casablanca,
un poco el líder del demimonde, donde
se mezclaban el consumo ostentoso, la promiscuidad sexual, la drogadicción y el
juego. Aquello que transmutó a Casablanca
fue el trasfondo: la segunda guerra mundial, y el flujo de refugiados.
El guion
cinematográfico se basó en la obra de teatro Everybody Comes to Rick's escrita por Murray Burnett y Joan Alison
en 1940, antes del ingreso de Estados Unidos en la segunda guerra mundial. La
obra recién fue estrenada en el teatro Whitehall de Londres, en 1991, varias
décadas después que Ilsa (Ingrid Bergman) y Rick se enamoraran en París y se
reencontraran en Casablanca, con el agónico propósito de rehusar la tentación y
aceptar el deber patriótico de combatir el nazismo.
La productora
Warren Brothers compró los derechos de filmación de Everybody Comes to Rick's
porque su trama enaltecía las actividades de la resistencia francesa y
denunciaba la barbarie nazi.
Gracias a la
actuación de Humphrey Bogart, el protagonista, Rick Blaine, fue un triunfo de
la ambigüedad. Enmascarado en el cinismo, jugando a la imparcialidad, Rick
adquirió una tonalidad trágica que inclusive influyó en la carrera posterior
del actor. En una época donde se enfrentaban millones de soldados del Eje
constituido por Alemania, Japón e Italia, contra las fuerzas aliadas de Estados
Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, la individualidad parecía cosa del
pasado. El hombre masa, sin rostro, sin ideales, y sin principios, ocupaba el
centro del escenario. Y súbitamente aparecía Rick para demostrar, con acciones,
no discursos, que existían valores individuales por los cuales valía la pena
luchar.
En Hollywood
sabían que el público no glorificaría a un héroe de cartón. Una clara dosis de
pesimismo gobernaba los actos de Rick. Así como una fuerte cuota de recelo. Y
sin embargo, Rick también sugería la necesidad de proteger causas, aunque
fuesen perdidas, o estuviesen a punto de perderse.
Rick era un
enigma ambulante. Su rostro de jugador de póquer era acompañado por un diálogo
muy escueto y preciso, y una self—deprecating
ironía que lo hacía sobresalir del resto. Esos atributos pueden observarse en
otros filmes de Bogart de la década del cuarenta, entre ellos To Have and to Have Not, una especie de Casablanca para pobres, o Key Largo. Hasta en films policiales
como The Big Sleep, o The Maltese Falcon, el espectador tiene
la impresión de que los directores no contrataron a Humphrey Bogart, sino a
Rick Blaine.
Quizás uno de los
aspectos más interesantes de Casablanca
es lo bien que se ensambló la película con tantos elementos dispares.
Noah Isenberg en
“We’ll Always Have Casablanca: The life,
legend, and afterlife of Hollywood’s most beloved movie”, sugirió que el
filme fue una colcha de retazos empatados. En primer lugar, la melodía central
de Casablanca, escrita por Herman
Hupfeld, apareció por primera vez en el musical de Broadway Everybody’s Welcome in 1931, once años
antes del estreno de la película. La crítica Jody Rosen dijo que la composición
no despertó mucho interés al comienzo. Pero en el contexto de la guerra,
adquirió especial importancia por su “wistful
longing”, su nostálgica añoranza.
“No se trata de
una melodía que hace mención a la satisfacción romántica en el presente”, dice
Rosen. Cuando vemos a Ingrid Bergman y a Humphrey Bogart intentando controlar
sus impulsos, es obvio que la melodía permite a los frustrados amantes aceptar
un eterno, insatisfecho deseo e instalarse en un mundo de fantasía imposible de
transformarse en realidad cotidiana.
LA REALIDAD
DETRÁS DEL MITO
La prehistoria de
Casablanca puede encontrarse en un
viaje que hizo a Europa Murray Burnett, coguionista de la obra teatral Everybody Comes to Rick's. Burnett, un
judío, profesor de inglés con aspiraciones de dramaturgo, visitó Europa en 1938
acompañado de su esposa.
En Amberes, la familia
de la esposa de Burnett les pidió ayuda. Tenían parientes en Austria que
deseaban huir. Pero los nazis habían impuesto las llamadas Leyes de Nuremberg,
que prohibían a los judíos llevarse su dinero o sus bienes a otro país. Como
los Burnett eran ciudadanos estadounidenses, no estaban sujetos a esas
regulaciones.
Murray Burnett
pudo conocer, en vivo y en directo, cómo funcionaba la maquinaria nazi. Y
también descubrió el llamado “refugee
trail,” el sendero de los refugiados, que aparece trazado en un globo
terráqueo al comienzo de Casablanca:
de Marsella a Marruecos, de allí a Lisboa, y finalmente a través del Atlántico,
hacia Estados Unidos.
Los Burnett lograron
contrabandear buena parte de los valores de su familia fuera de Austria,
valiéndose justamente de su condición de norteamericanos. “Cuando subimos al
tren”, recordó el dramaturgo, “Yo llevaba anillos de diamantes (de sus
familiares) en cada dedo. Y mi esposa lucía un pesado abrigo de piel en pleno
agosto”, el mes más caluroso del año en Europa occidental.
La otra parte de
la trama fue urdida luego que los Burnett cruzaron la frontera austríaca.
Una noche,
mientras visitaban un club nocturno en los suburbios de Niza, al sur de
Francia, observaron la presencia de muchos militares. El barman les comentó que
el sitio era frecuentado también por refugiados de varios países. Y el
encargado de animar la velada era un pianista negro, procedente de Chicago.
“¡Qué escenario para una obra de teatro!” le comentó Burnett a su esposa.
De retorno a
Manhattan, Burnett, junto con Joan
Allison, escribieron en 1940 la obra Everybody
Comes to Rick’s. Pero en ese momento, no había ningún empresario teatral
interesado. Por lo tanto, vendieron la obra a Warner Brothers, un estudio conocido por sus puntos de vista
antinazis.
Quizás la suerte
mayor de Burnett y Allison fue que Everybody
Comes to Rick’s llegó a las oficinas de Warner Brothers al día siguiente
del ataque japonés a Pearl Harbor.
LA LEYENDA
PERSISTE
Tras su estreno
inicial, la principal atracción de Casablanca
fue Humphrey Bogart, no la espléndida Ingrid Bergman, cuya luminosa
presencia persiste invicta entre las grandes actrices de Hollywood.
Stefan Kanfer,
uno de los biógrafos de Bogart, dijo que tras la muerte del actor, The Brattle Theatre, un cine de la
universidad de Harvard, inició la exhibición anual de sus filmes.
“Empapados de
agonía romántica”, dijo Kanfer, “los estudiantes se identificaron con la noble desdicha
pasional de Rick Blaine, tras abandonar a Ilsa. Una y otra vez los estudiantes
regresaron al Brattle. Lucían trench coats (impermeables) y de su
labio inferior colgaba un cigarrillo. Cantaban La Marsellesa, y repetían de memoria las frases” pronunciadas por Bogart
en el filme.
Lucy Scholes
reconoció en The Times Literary
Supplement, que hay películas mejores que Casablanca. “Pero ninguna otra demuestra de manea más conspicua la
visión mitológica de Estados Unidos”, un país “duro en el exterior, con una
moral en su interior. Capaz de sacrificio y de romance, sin necesidad de
sacrificar el individualismo que conquistó un continente”.
Cuando
“observamos hoy Casablanca”, añade Scholes, “recordamos la compasión y el
heroísmo que nos exigen las crisis humanitarias”. Rick Blaine “sigue siendo, todavía,
la clase de héroe que el mundo necesita en la actualidad”.
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