domingo, 28 de febrero de 2016

Cartas marcadas (relato)

Mario Szichman




Cuando los habitantes del pueblo de Pinie Ostropoler empezaron a buscar el paradero de sus familiares, el cartero tomó la costumbre de llamar primero dos veces y al final tres, hasta que no quedó un solo habitante en condiciones de recibir la correspondencia.
En las mañanas de ese azaroso año de 1939, el cartero aparecía con su traje de un gris impecable, sonreía y traía las buenas nuevas. En la tarde, se presentaba vestido de luto riguroso y entregaba las instrucciones a alguno de los vecinos. Nunca faltaba un habitante del pueblo que pensara,  “Algo habrá hecho algún familiar del vecino para merecer las instrucciones”, y sus sospechas solían confirmarse. Las instrucciones ordenaban al vecino dirigirse al árbol centenario del pueblo y recoger el mensaje abandonado encima de la cuarta rama contando desde abajo. De esa manera se enteraba que el familiar había perdido el paradero luego de infiltrarse.
Las instrucciones eran siempre firmadas por Un Amigo. Habitualmente, el vecino liaba sus enseres domésticos, se dirigía al puerto, y zarpaba en un barco especialmente fletado rumbo a otras tierras, oprimido por la culpa, nunca por el temor, porque Polonia era un país dotado de leyes de un profundo contenido humanista, una tradición hermosa acompañaba a sus habitantes y qué paz les daba Dios.
Una de las pocas veces en que se alteró esa rutina fue con la madre de Schmulik, el portador de pruebas de imprenta. Hasta el momento de recibir las instrucciones y enterarse que su hijo había perdido el paradero luego de infiltrarse, la señora se había sentido muy orgullosa de su Schmulik. Su hijo tenía como paradero oficial una fábrica de almanaques situada en la región montañosa de N..., y la señora estaba convencida de que ese destino era inalterable pues había enseñado a su Schmulik la fábula del niño malo secuestrado por el mono en la región montañosa de R... tras sacar las manos de los bolsillos. Schmulik quedó tan asustado por la fábula, que nunca se atrevió a manipular sus botones o su salario. Además, en el paradero de N... se ganaba dinero a manos llenas.
Cuando la pobre señora recibió las instrucciones, le pidió a su amigo Pinie que la acompañara al árbol porque no sabía cómo trepar. Pinie recogió el mensaje y de esa manera la señora se enteró de que su hijo había perdido el paradero. “Si se hubiera preocupado por el paradero de su joyita”, decía el mensaje firmado por el mismo amigo, “a estas alturas sabría que está sacando las manos de los bolsillos. De ahí a la infiltración hay un solo paso”.
La señora se preguntó en qué había fallado. ¿Tal vez le había dado a su Schmulik una educación secular? Pero es que esa era la única forma de sacarlo del gueto. Otros muchachos de la generación de Schmulik habían decidido sacar las manos de los bolsillos en algún momento de su pubertad y ahora andaban todo el día con la nariz metida en algún rollo talmúdico, intentando descubrir su paradero en un inalcanzable pasado de esplendor, mientras sus mujeres se sacaban el pan de la boca para atender a la prole. Pero no su Schmulik.  Él había decidido quedarse con las manos en los bolsillos y su nariz le servía para buscar el paradero correcto, especialmente en invierno, cuando la usaba como timón de su trineo. Por otra parte, en la fábrica de almanaques hebreos donde trabajaba Schmulik había poco interés en el pasado. En ese año de 1939 muchos judíos sólo deseaban conocer un porvenir impreso en letras de molde, pues lo consideraban inalcanzable. Eso incentivaba la demanda de almanaques donde el futuro apareciese plagado de estaciones y de ceremonias encargadas de evocar primero a sus mártires y luego a sus héroes. Era grato enterarse que las matanzas de Chmelnitski siempre eran abrogadas por las victorias de Bar Kojba.
En ese contexto, se cotizaba muy bien la capacidad de Schmulik de conservar las manos en los bolsillos, pues sus largos brazos creaban grandes huecos utilizados por los tipógrafos para atiborrarlos de galeradas. Con un leve balanceo del rostro, Schmulik se acoplaba al paradero del viento y partía raudo rumbo a las imprentas, duplicando la velocidad de los otros portadores.
El dueño de la fábrica de almanaques recompensaba esa habilidad depositando en la gorra de Schmulik 200 zlotys por mes que le permitían pagar su pensión en casa de una familia encargada de meterle la cuchara en la boca, desabrocharlo y remendarle los bolsillos. Como Schmulik era muy frugal, lograba ahorrar 120 zlotys mensuales que le enviaba a su madre a través de Nusn el aguatero.
Schmulik había ganado ocho condecoraciones como mejor portador de pruebas de imprenta, y las medallas tintineaban orgullosas en su gorra. El dueño de la fábrica de almanaques había insinuado inclusive la posibilidad de habilitarlo como socio. Y, de buenas a primeras, se lamentó la madre ante Pinie, todo eso estaba a punto de ser arrojado por la borda porque al impertinente de su hijo se le había ocurrido sacar las manos de los bolsillos. Pero ese impertinente me va a escuchar, continuó la señora mientras Pinie miraba hacia todos lados con preocupación.
En vez de sentirse culpable por el mensaje en el árbol y liar sus bártulos, la madre de Schmulik decidió descubrir el paradero de su hijo para reprocharle su intempestiva decisión de arruinarse.
Pinie escuchó las cuitas de la señora y le recomendó tener paciencia. Tal vez Schmulik no necesitaba seguir usando un paradero. Pero la señora rehusaba conformarse. Argumentaba que todos necesitaban un paradero.
Pinie sugirió que el hijo podría haber sacado las manos de los bolsillos para agarrar una botella y, embrutecido por el alcohol, había amanecido casado con una cíngara. En una de esas, mientras la señora se preocupaba inútilmente, su hijo se aprestaba a darle la gran satisfacción de hacerla abuela.
La madre de Schmulik regañó a Pinie por su insensibilidad. Cómo se veía que no se había desvivido por educar a un hijo. Schmulik nunca hubiera hecho algo semejante. Para aplacarla, Pinie le aconsejó que tratara a su hijo como a un joven respetuoso de las tradiciones, pero ingrato y a punto de perder el paradero. La señora se sintió mucho mejor con ese consuelo y mandó una carta a la fábrica de almanaques donde trabajaba Schmulik, exigiendo conocer su paradero. Ella era de esas madres chapadas a la antigua, solo interesada en desvivirse por su hijo, según informaba en su carta.
Cuando la señora recibió un telegrama colacionado donde se indicaba que la empresa no podía brindar ese tipo de información, decidió modificar el método y empezó a propalar sus reclamos en los sobres. A veces dirigía sus quejas a “Esos que no les preocupa la angustia de una madre”, y otras a “El ingrato a punto de perder el paradero”, pero ninguna de sus cartas obtuvo respuesta.
La madre de Schmulik volvió a pedirle consejo a Pinie. ¿Qué le recomendaba hacer? Ella no pensaba descansar hasta localizar el paradero de su hijo. ¿No sería mejor ir a la policía y consultar en la sección de personas desaparecidas? Pinie le rogó a la señora no involucrar a las autoridades hasta saber a qué atenerse. ¿Acaso se había olvidado de lo ocurrido a Guitele? Ella también había buscado el paradero de un medio hermano acusado de infiltrarse. Recién cuando el medio hermano fue encontrado por las autoridades, Guitele recordó que antes de desaparecer había estado completo. Pinie le aconsejó a la señora esperar un poco. Lo mejor era hacer discretas indagaciones. Él se ocuparía del asunto.
La señora agradeció a Pinie las molestias que se estaba tomando y de inmediato envió un mensaje al dueño de la fábrica de almanaques, expresando preocupación por el paradero de Schmulik, un hijo respetuoso de las tradiciones, aunque ingrato y a punto de arruinarse la vida. En la postdata, la señora rogaba al cielo que no hubiese nada sospechoso en los paquetes transportados por su Schmulik.
El dueño de la fábrica de almanaques examinó con preocupación el mensaje de la señora. Dos  horas después, recibió una carta bastante ominosa que lo invitaba a dirigirse al árbol centenario del pueblo. Tras enterarse que había enlodado su apellido por culpa de un infiltrado, el empresario embaló sus pertenencias, entre ellas varias cajas con almanaques flamantes, abandonó su casa a altas horas de la noche, y zarpó rumbo a otras tierras en un barco especialmente fletado, el Baronesa Cracovia. El barco obtuvo negativa de asilo en Southampton y Reijkiavik y terminó varado en el Mar de los Sargazos. Algunos de los paquetes con almanaques fueron lanzados al mar cuando el capitán decidió aligerar la carga y terminaron recalando en las costas de Calais. Los criptógrafos del servicio de inteligencia francés analizaron los almanaques y determinaron que se trataba de textos cifrados de espías alemanes confirmando la invulnerabilidad de la Línea Maginot.
 A todo esto, la carta enviada por la pobre señora al dueño de la fábrica de almanaques fue encontrada por un guardia forestal que la desplegó, alisó sus dobleces, la examinó a la luz de una linterna, se acomodó la gorra, se rascó la cabeza, pensó: “Algo habrá hecho para merecer el mensaje”, y de inmediato hizo sonar su silbato a fin de dar aviso a las autoridades.
La policía recibió órdenes de rodear discretamente las imprentas para capturar a Schmulik. Estaban al tanto de las señas del infiltrado: andaba generalmente con las manos metidas en los bolsillos y portaba paquetes de naturaleza sospechosa.
Las pesquisas policiales tuvieron éxito. Un desconocido, con la gorra cubierta de medallas, cruzó en su trineo un puesto de control llevando dos paquetes sospechosos en los huecos que formaban sus largos brazos. Cuando le preguntaron que llevaba consigo, dijo: “Pruebas de galera, para allá”, y señaló la imprenta con la nariz porque sus manos estaban metidas en los bolsillos. Los policías intercambiaron entre sí miradas significativas y lo dejaron infiltrarse.
 No habían pasado ni diez minutos cuando llegó a la imprenta el comando antibombas e hizo detonar una carga explosiva en los paquetes sospechosos. Donde hasta ese momento se erigía la imprenta quedó un agujero que delineó el contorno de los cimientos. Y justo en el centro del agujero estaban los restos de un trineo, una gorra cuajada de medallas y dos sospechosos paquetes algo descalabrados, pero compaginables. Contenían pruebas de imprenta repletas de inscripciones foráneas.
 El jefe de policía temió una conjura y llamó a un experto en lenguas muertas que confirmó sus peores sospechas. Alguien, en 1939, en Polonia, se dedicaba a calentar la cabeza de los judíos dándoles ínfulas de futuro. ¡Y qué futuro! Los miembros de la raza elegida se proponían llegar en pocos meses al año 5700. El jefe de policía ordenó erigir barricadas en las principales vías de acceso a las imprentas para evitar la presencia de nuevos infiltrados.
Al otro día, la madre de Schmulik fue informada de la muerte de su hijo en un enfrentamiento con las fuerzas del orden. En las medallas de su gorra se habían hallado microfilms detallando un complot de varios fabricantes de almanaques hebreos destinado a sembrar la disensión.
Esa noche, los tres principales fabricantes de almanaques hebreos, temiendo haber sembrado la disensión, liaron sus bártulos, entre ellos algunas cajas con almanaques flamantes, abandonaron sus casas a altas horas de la noche, y zarparon en un barco especialmente fletado, el Condesa Petrovia, rumbo a otras tierras, abrumados por la culpa, nunca por el temor. Los pasajeros consiguieron negativa de asilo en Hamburgo y Oslo. Finalmente, el barco encalló en Amberes y los pasajeros fueron internados como prisioneros de guerra en un campo de concentración. Algunos de los paquetes fueron analizados por criptógrafos del servicio de inteligencia de Bélgica, quienes determinaron que se trataba de mensajes cifrados de espías alemanes recomendando respetar la neutralidad de ese país.
Entre tanto, en el pueblo de Pinie, la policía logró sofocar la disensión haciendo detonar los paquetes sospechosos que Schmulik había depositado en los umbrales de diferentes imprentas antes de enfrentarse con las fuerzas del orden. Cuando no quedó una sola imprenta intacta, los fabricantes de almanaques hebreos se reunieron en la parte del establo que les permitían usar de sinagoga e hicieron un análisis de coyuntura. ¿No estaría pasando el antisemitismo por la zona? indagaron. Pero un delegado del Congreso Judío les pidió que bajaran los humos porque a) no estaban en Alemania, donde la política oficial era meterle a cada judío la estrella amarilla; b) tampoco en Ucrania, donde la política oficial era sacar a los judíos a la calle con una cadena al pescuezo y hacerlos pelear con el oso, en tanto el jefe de la estación se negaba a venderles boletos para viajar en el techo del tren y c) ni por supuesto en Rusia, donde el Zar tenía como política oficial negar la participación de las Centurias Negras en los progroms mientras Rasputín le iba curando todos los hijos que la conspiración judeo-masónica había dejado hemofílicos. Al no ser el antisemitismo una política oficial, lo mejor era acudir a las autoridades locales, recomendó el delegado del Congreso Judío alzándose las solapas porque el calor irradiado por los cuerpos desnutridos no alcanzaba a compensar el frio proveniente del agujero donde antes había un techo.
 Pinie mencionó, entonces, ante el delegado la desgracia de la pobre señora. Uno de sus mensajes había caído en manos de las autoridades locales y ahí tenían los resultados. La ignorancia sobre el paradero de su hijo había causado la detonación de las imprentas.
 ¿No andaría el tesorito metido en algún lio? pregunto el delegado. Porque había imprentas e imprentas. No era lo mismo una imprenta ortodoxa que una imprenta de progressivers (progresistas). Ahí tenían a los judíos húngaros, por ejemplo. A ellos les habían comenzado a detonar las escuelas. Pero había escuelas y escuelas. No era lo mismo una escuela ortodoxa que una escuela de progressiver idn. Podían preguntarle al húngaro Lubcek, allí presente.
 El húngaro Lubcek explicó a los asistentes que la detonación de las escuelas ortodoxas hacia retornar a los hijos al hogar mientras que la detonación en las escuelas dc los progressiver hacía perder a los hijos dos veces. Cuando detonan una de nuestras escuelas, dijo Lubcek, nuestros hijos se quedan todo el día jugando en casa. No se cansan de jugar. Entonces, todos nos arrepentimos, vamos a la sinagoga, el rabino lee un capítulo del Talmud donde todo está previsto en función de los pecados cometidos y reconstruimos la escuela a marchas forzadas para que nuestros hijos no se vean privados de los beneficios dc la educación. El gobierno envía un comunicado dirigido a la noble y sufrida comunidad hebrea prometiendo el condigno castigo a los culpables y el padre Zósimo, capellán del capítulo local de las Centurias Negras, asiste a la reapertura del establecimiento. En cambio, cuando detonan las escuelas de los progressiver, todos los estudiantes pasan a la clandestinidad, el gobierno descubre un complot para entregar las gargantas de sus prohombres a la guillotina de Moscú y nunca falta algún subversivo que es asesinado por sus propios cómplices para poder echarle la culpa a la policía.
 Los asistentes a la reunión decidieron entonces elevar un petitorio ante las autoridades locales rogando fuera considerado su caso. Al fin y al cabo, ellos fabricaban almanaques ortodoxos, no progressiver.
 Los fabricantes de almanaques fueron recibidos por el alcalde con los brazos abiertos ya que la detonación de las imprentas le había impedido seguir percibiendo un impuesto del 20 por ciento a las actividades foráneas. El alcalde les ofreció té con limón, y todos celebraron cuando lo bebió a la usanza rusa, con un terrón de azúcar entre los dientes. Tras elogiar a la noble y sufrida colectividad hebrea y anunciar otro impuesto a las actividades suntuarias a ser recolectado por su hijo el primero y quince de cada mes, el alcalde ordenó al jefe de policía ofrecer protección a los fabricantes de almanaques. Pero, lamentablemente, el exceso de celo policial afectó las actividades comerciales y la mayoría de los fabricantes de almanaques, con los ojos arruinados por la profusión de faroles busca huellas que escudriñaban sus locales y con sus traseros lastimados por perros guardianes imperfectamente entrenados, zarparon en un barco especialmente fletado, el Duquesa Monrovia. Los viajeros consiguieron negativa de asilo en La Habana y Barranquilla, atravesaron el Estrecho de Magallanes y de allí el barco encauzó hacia el Mar de los Sargazos, donde quedó varado cerca del buque Baronesa Cracovia.
Entre tanto, los fabricantes de almanaques hebreos que no lograron abordar el Duquesa Monrovia a tiempo con el resto de sus colegas fueron convocados a la oficina del jefe de policía. En el escritorio del funcionario había una jarra de vidrio donde habían estampado una etiqueta de cartón que decía: Fondo de Responsabilidad Ciudadana. El jefe de policía informó que los había llamado para exhortarlos a continuar con su labor. Les recordó que su país había sido bendecido por leyes de un profundo contenido humanista, una bella tradición era defendida por sus pobladores, y Dios les garantizaba paz.  Nadie estaba obligado a coser una estrella amarilla en sus ropas, o a pelear en la calle con el oso, que por cierto, era un manso animal, y además los jefes de estación permitían a los judíos viajar en los techos de los trenes. Solo había que tener cuidado agachando la cabeza al entrar a toda velocidad en un túnel.
El funcionario les recordó que estaban viviendo en el año 1939, que esa era Polonia, no la tierra prometida, y se había enterado, con cierta alarma, que la noble y sufrida comunidad judía pensaba llegar en pocos meses más al año 5700. La población nativa pensaba que esa diferencia en años era un injusto privilegio. ¿Por qué no intentaban –era una sugerencia, no una orden– que el calendario hebreo se aproximara de manera gradual al calendario gregoriano? Si los fabricantes de almanaques lograban reducir la brecha, les estaría muy agradecido. Apelaba exclusivamente al sentido del deber siempre exhibido por los responsables ciudadanos allí presentes. Bueno, las personas responsables allí presentes. La cuestión de la ciudadanía vendría más tarde. Por cierto, cualquier contribución de doscientos, quinientos o mil zlotys al Fondo de Responsabilidad Ciudadana sería muy bien recibido.
Los fabricantes de almanaques, acatando la solicitud del jefe de policía, decidieron en ese mismo momento comenzar a producir calendarios que permitieran cerrar la brecha con los calendarios gregorianos. La victoria de Bar Kochba continuó siendo señalada, pero no la matanza de Chmielnicki. De esa manera, los fabricantes de almanaques borraron de un plumazo cuatrocientos años de infortunio.
Entusiasmados por la tarea, los fabricantes de almanaques comenzaron a competir entre sí  intentando evitar muchos años de calamidades.
Al poco tiempo, siglos de desdicha fueron obliterados para siempre. Un día, el vocero de los fabricantes de almanaques informó orgulloso al jefe de policía: “Ya pasamos de los 5700 años a los 4383, pero eso es solo el comienzo. En poco tiempo más, contaremos con menos historia que los suizos”.
Debido a la premura con que actuaban los fabricantes de almanaques, se cometieron algunos errores. En una oportunidad fue descartado el año 1492. De esa manera, se eliminó la expulsión de los judíos de España, y quedó América por descubrir.
En el ínterin, la pobre señora que había perdido el paradero de su hijo en el enfrentamiento con las fuerzas del orden recibió 120 zlotys de Nusn el aguatero acompañados del recorte de un periódico donde se mencionaba la extraña aparición de un hombre con las manos enfundadas en los bolsillos diez minutos antes de detonar imprentas hebreas en lugares tan remotos como Radom, Kielce y Piotrkow. La última deflagración, decía el corresponsal, había propulsado al desconocido hacia el buque Duquesa Monrovia, que tenía programadas escalas en La Habana y Barranquilla.
 La madre, loca de contenta, fue corriendo a mostrarle el recorte al jefe de policía quien, al descubrir la reaparición del sosías de un muerto tras un enfrentamiento con las fuerzas del orden, consultó en la sección de personas desaparecidas, sacó a un desaparecido de la lista, lo incluyó entre los muertos en un enfrentamiento con las fuerzas del orden, ubicó al hijo de la pobre señora en el sitio dejado vacante por el reaparecido y decidió capturar al infiltrado vivo o muerto.
En un primer momento, el jefe de policía pensó en seguir sofocando los focos de disensión con la ayuda del comando antibombas. Pero seguidamente, tironeado entre los cismáticos y el servicio de rentas internas, citó a los fabricantes de almanaques y les ordenó reportar de inmediato la presencia de cualquier infiltrado que tuviese como señas visibles las manos en los bolsillos. Además, a partir de ese momento los almanaques hebreos deberían registrar exclusivamente fechas patrióticas polacas, que llevaban un recargo del 10 por ciento a las actividades oriundas. Mientras se estableciera la nueva oficina recaudadora, el gravamen podía ser depositado en su cuenta personal. Aceptaba también dinero en efectivo.
Los fabricantes de almanaques hebreos aceptaron de buena gana las exigencias. No tenían problema alguno en denunciar la presencia de infiltrados ya que, según les habían informado, el último paradero conocido del sosías de Schmulik era en el Duquesa Monrovia, cerca del Mar de los Sargazos, y les entusiasmaba la idea de compartir sus almanaques con los polacos pues eso podría incrementar las ventas. Por otra parte, era grato tratar con funcionarios probos.
Sin embargo, al revisar los calendarlos nativos, encontraron una inesperada dificultad. Tal vez porque los almanaques eran elaborados en imprentas de mala calidad, tal vez por descuido de los historiadores, la mayoría de las fechas patrióticas polacas coincidían con la celebración de algún pogrom.
 Los fabricantes de almanaques hebreos estaban en un real dilema. Si colocaban las fechas patrióticas perderían a todos sus clientes judíos. Si las obviaban, se acabaría la protección de las autoridades locales. Perplejos e indecisos, optaron por pedir una cita a su protector. El jefe dc policía los recibió en su despacho y les dijo que estaba a sus órdenes. Los fabricantes de almanaques plantearon su dilema y el jefe de policía dijo que ese era un país libre. No había censura previa, apertura de la correspondencia, leyes excepcionales o suspensión de las garantías constitucionales, una tradición hermosa acompañaba a sus habitantes y qué paz les daba Dios. Si deseaban seguir fabricando almanaques sin mencionar las fechas en que se había derramado la preciosa sangre polaca, pues allá ellos.
De inmediato, cinco de los seis fabricantes de almanaques acopiaron sus pertenencias y zarparon en el Princesa Moscovia, intentando reunirse con sus antiguos colegas. Los viajeros fueron rechazados en Valparaíso y El Callao. Inclusive las autoridades bolivianas se ofrecieron a negarles asilo, pese a carecer de salida al mar. Finalmente, el barco tropezó con los paquebotes Baronesa Cracovia y Duquesa Monrovia en el Mar de los Sargazos. Los macilentos pasajeros del Baronesa Cracovia y del Duquesa Monrovia fueron transbordados al Princesa Moscovia.
Luego de encontrar negativa de asilo en puertos menores, el Princesa Moscovia encalló en Amberes, cerca del Condesa Petrovia. Mientras los pasajeros combinados de los cuatro barcos eran internados en un campo de prisioneros, estalló la Segunda Guerra Mundial y los nazis los liberaron confundiéndolos con croatas, la crema de la crema de los antisemitas. Los fabricantes de almanaques recogieron sus menguantes pertenencias y partieron en caravana hacia Francia en momentos en que el ejército alemán atravesaba sin problemas la inexpugnable Línea Maginot. Allí los sorprendió el devastador conflicto bélico y para sobrevivir debieron esconderse en cuevas y alimentarse de trufas y de fresas silvestres. Cuando llegó la Liberación, fueron puestos frente a un pelotón de fusilamiento, primero por afrontar las penurias como duques, en base a trufas y a fresas, y segundo porque los mensajes cifrados de sus almanaques habían preconizado la invulnerabilidad de la Línea Maginot permitiendo que los patriotas se durmieran sobre sus laureles.
En cuanto a la madre de Schmulik, siguió recibiendo durante los primeros años de la guerra 120 zlotys mensuales de Nusn el aguatero y 200 zlolys del último fabricante de almanaques que había quedado en el pueblo. Lo único que pedía en canje era garantías sobre la ausencia definitiva de Schmulik.
El fabricante decidió usar el infalible recurso del favor oficial para seguir en el negocio y plagó sus almanaques de fechas patrióticas previamente inexistentes y a buena distancia de los pogroms. Todos quedaron contentos, especialmente los polacos, porque en su vida habían imaginado la existencia de tantas victorias.
Sin embargo, ni con la mejor buena voluntad era posible obtener todos los meses una abundancia de fechas patrióticas. Algunos meses podía arreglarse incluyendo la aparición milagrosa de la Virgen. En materia de apariciones milagrosas, ni los españoles lograban superar a los polacos. En otros meses, el fabricante de almanaques agregaba leyendas como “No olviden que el mes entrante tendremos abundancia de fechas patrióticas”, o “Faltan apenas quince días. ¿Qué son en definitiva dos semanas cuando se avecina una importante fecha patriótica?” Pero había un mes recalcitrante. No existía una sola fecha patriótica capaz dc conjurar entusiasmos ni aparición milagrosa de la Virgen. Y para completar el infortunio, al mes siguiente había una victoria de los patriotas que les había dejado irredento cien mil kilómetros cuadrados de territorio.
 El fabricante de almanaques pensó, pensó, y al final encontró lo que suponía era una buena solución: En el mes recalcitrante incorporó la leyenda, “Afortunadamente, una vez pase la victoria del mes siguiente, tendremos algo que celebrar”. Pero él no pudo celebrarlo.
 En cambio, la madre de Schmulik pudo festejar el rencuentro con su hijo. Un día recibió una carta de Schmulik anunciando su retorno y contando su odisea, desde su escape de las detonaciones hasta su llegada a España. La primera deflagración, explicó a su madre, lo había lanzado lejos de la fábrica impidiéndole recoger su gorra repleta de medallas. Una vez desalojado del lugar, estuvo muy ocupado depositando pruebas de galera de almanaques hebreos en las puertas de otras imprentas, pero las detonaciones lo fueron propulsando cada vez más lejos, hasta que se quedó sin trabajo. En ese momento, advirtió que había perdido todo propósito caminar con las manos en los bolsillos. Intentó probar en otros campos de actividad pero se había corrido la voz de que su nariz atraía al comando antibombas como a un imán y optó por alejarse de todos los conocidos. Decidió embarcarse en el Duqucsa Monrovia. Mientras se despejaba el panorama, decía el hijo de la pobre señora, era mejor viajar,  ponerse en contacto con la naturaleza, pernoctar cada noche bajo un cielo distinto, y el Duquesa Monrovia reunía las condiciones ideales gracias a la falta de derecho de asilo otorgada a todos sus pasajeros.
El hijo narró brevemente su internación en un campo de prisioneros, su fuga a Francia con los fabricantes de almanaques, su decisión de seguir viaje a España. En Cádiz había trabajado cargando leña en un astillero hasta reunir dinero suficiente para pagar su pasaje de regreso. Calculaba que en pocos días más llegaría al pueblo. Tal vez, decía a su madre, podrían reunirse junto al árbol centenario.
Esta vez, la pobre señora decidió pedir consejo a Pinie antes de actuar. Pinie le sugirió que había hijos e hijos. No era lo mismo un hijo ortodoxo que un hijo progressiver. El problema con los hijos ortodoxos era que retornaban al hogar en tiempos difíciles. En cambio, los hijos progressiver se morían dos veces. ¿Por qué no considerar a su hijo un progressiver y perderlo por segunda vez?
A la mañana siguiente, la pobre señora fue llorando a la redacción del periódico Tribuna Libre y anunció que ya no necesitaba buscar el paradero de su hijo pues le habían informado de su muerte. Esa misma noche, la pobre señora puso en un baúl sus escasas pertenencias y partió a reencontrarse con su hijo.
Días después, el alcalde leyó en Tribuna Libre que el hijo de la pobre señora había sido asesinado por sus propios compañeros, ansiosos de poder echarle la culpa a la autoridad constituida. Sin perder un momento, el alcalde exigió la renuncia del jefe de policía, por haber atribuido esa muerte a un enfrentamiento con las fuerzas del orden. Además, decidió aumentar a tres las rondas cotidianas del cartero buscando compensar el declive de la recaudación impositiva con el decomiso de la propiedad ausentista.
  




miércoles, 24 de febrero de 2016

Sin retorno de Raquel Moraleja, Crónicas Marcianas de una España en crisis


Mario Szichman


La novela corta es quizás el género más difícil cuando se trata de narrar. William Faulkner instauró una escala decreciente de problemas a la hora de producir textos de ficción. En una entrevista dijo que intentó primero la poesía, y falló, luego el cuento, y no le fue muy bien, y finalmente optó por la novela. Solía decir que no era un novelista exitoso, sino un poeta y un cuentista fracasado. No voy a cuestionar sus afirmaciones en el territorio de la poesía, aunque algunos de sus poemas son muy buenos, pero sí el veredicto sobre sus cuentos, todos ellos de primera. En cuanto al recinto de la novela, Faulkner se lleva por los cachos a la mayoría de los grandes escritores, ya se trate de Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, o Norman Mailer.
Curiosamente, Faulkner no aludió en la entrevista a la novela corta, un híbrido que impide margen de error alguno. Y ocurre que Faulkner produjo en ese ámbito A Rose for Emily, y The Bear, obras maestras de la literatura universal, que se continuará leyendo como él deseaba se leyera el Ulises de Joyce: con fe, “Del mismo modo en que el predicador baptista semi analfabeto enfrenta la lectura del Antiguo Testamento”.  

Sin retorno, de Raquel Moraleja San José (Editorial Verbum de Madrid, 2016), es una de esas novelas cortas que acata los cánones de Faulkner, una fábula escapista de quien carece de toda posibilidad de escape. Usa como marco referencial, utópico, un posible viaje a Marte en el cual se inscribe un tal “Federico Ruiz Arias. Fecha de nacimiento: 22 de abril de 1988. Lugar de nacimiento: España”. Y aunque Federico es el narrador, la protagonista que se roba la novela se llama Celeste, una gran creación literaria. Celeste es una piedra imán, atenta a todo lo que ocurre en el exterior, aunque una enfermedad la mantiene confinada en su apartamento. “Su cuerpo no tenía defensas” y “pillaba todas las enfermedades del mundo”.  Y agrega el protagonista: “No sé cómo siempre se puede enterar de todo sin salir de sus siete metros cuadrados de mundo”.  
La declarada admiración de la escritora por Ray Bradbury, el epígrafe de sus Crónicas Marcianas (“Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños…”) es en realidad un comentario irónico. Raquel Moraleja no escribe sobre Marte sino sobre España, una España que nunca aparece en los folletos distribuidos por las agencias de turismo, la España que hace algunas décadas reveló Luis García Berlanga en Bienvenido Míster Marshall, o radiografió con cruel mano maestra Luis Buñuel en Viridiana. Es la España del feísmo cotidiano, sin una aséptica mano de cal, aunque con abundantes afeites.
La novelista nos muestra básicamente la relación entre Fernando y Celeste (“¡Fede es el novio de la niña fantasma” es el rumor que hacen correr sus allegados). Se trata de un amor adolescente, cuyo único escape es la muerte –para Celeste– y la huida – ¿a Marte?—para Fernando. Pero es, además, un gran collage, una colcha de empatados retazos de lo que es hoy la España libre de la peseta y con el respaldo, o la carga, de su afiliación a la Unión Europea. Un país que cuenta, además, con una clase política más cercana a Marte que los protagonistas de Sin retorno.
Raquel Moraleja no necesita de extensas explicaciones sociológicas para describir el paisaje urbano que padece el protagonista. Trabaja, como Walter Benjamin, aquello que se hace imagen, “pues sabemos que pronto no estará entre nosotros”.  En una parte de la novela dice Fernando: “Dejamos atrás las calles del barrio. Vi pasar los videoclubs y ciberclubs que pronto cerrarían, las papelerías donde compraba mi material escolar y que ya han cerrado, la casa de comidas donde trabajaba y aún trabaja mi madre, los primeros locutorios que se abrieron en la ciudad, las fruterías que eran de nuestros vecinos y luego pasaron a ser de latinoamericanos y ahora están regentadas por asiáticos”. Es el inmovilismo de la fragmentación, el avance en el deterioro o la clausura, el cambio de paisaje donde se alternan los propietarios, y en que los muertos siguen arrojando su pesada carga sobre las memorias de los vivos.
“La vida en las entrevías siempre ha sido complicada”, nos dice Federico. “Aquí hubo una batalla. Me contaba mi padre que cuando él era joven y fue lateral izquierdo en el club del barrio, de una buena patada, además de hierbajos secos, del páramo brotaban tibias y falanges. Incluso una vez, me dijo, un delantero había chutado un cráneo que estalló contra la portería en mil pedazos. Todo polvo y recuerdos de abuelos y bisabuelos que murieron ya nadie recuerda bien por qué”.
Cada tema que aborda Raquel Moraleja, ya se trate de la familia, de los adolescentes –especialmente feroces adolescentes– del ámbito de estudio o de trabajo, parece marcado con un hierro candente.  
Federico, o Fede reflexiona: “Sé que no me merezco ir a Marte. Ni siquiera estoy seguro de querer ir. Todo esto lo hago porque Celeste me lo ha pedido”. Pero es necesario escapar. Huir de una familia que se desmigaja lentamente, de una vecindad donde ocurren escasas cosas, siempre lamentables. En un futuro cargado de falsas esperanzas, siempre acecha el espectro del despido.
Pero el motor de la narración es Celeste, “la niña fantasma”, tan restringida en su sexualidad como en las cuatro paredes de su apartamento, y con unas enormes ganas de vivir, pues ya le han diagnosticado que su enfermedad terminal no prolongará su vida más allá de la veintena. Celeste es la ficha que nunca termina de encajar en el casillero vacío, no obedece a ninguna de las reglas del verosímil. Es el personaje más vivo en un mundo donde, más allá de ciertos rutinarios gestos de resistencia, el mañana se parece excesivamente al ayer.
“Celeste siempre habla con tono de alarma, como si cada mañana fuese un nuevo último día”, dice la narradora. “Esta chica cetrina casi transparente”, con “pelo pajizo”, “los labios amoratados y la estatura de una niña de diez u once años” tiene la “actitud de profeta apocalíptico y conspiranoico”. Celeste reside en “un pequeño cosmos encerrado en esa habitación que permanece siempre con las persianas bajadas, oculta de los efectos nocivos de los rayos del sol y de las brisas de aire contaminado y de los insectos voladores, tenuemente iluminada con esas antiguas lámparas de lava verde y roja, y con una maqueta del sistema solar colgando del techo con hilo de pescar”.  
La constante cercanía de la muerte no ha doblegado a Celeste. Enclaustrada en su habitación, no anhela nada del mundo exterior o, al menos, de su tétrica periferia. Como un sabio loco, rodeada de recortes, de libros, de pósters, quiere trascender un recinto terrestre que le ha brindado escasos incentivos. Ella es el mascarón de proa que traza el camino de Fede. No es un camino sin hollar. Ya Bradbury lo anticipa en el epígrafe. Quienes arriben a Marte deberán afrontar el miedo o la ausencia de él, arrostrar la felicidad o la desdicha, y solo les queda la esperanza de librarse de “mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas”.
La esperanza adquiere confines cada vez más lejanos. Federico no confía mucho en el nuevo mundo; afortunadamente, Celeste sí cree. Aunque “Está preocupada por la política interplanetaria que esta expedición pudiera violar”, se muestra “emocionadísima, como si fuera a ser ella la colonizadora. Celeste dice que éste es un viaje para malditos. Que los ingenieros, físicos, biólogos, médicos y todas esas personas importantes se forman durante años para entrar en exclusivos procesos de selección que quizá con el tiempo los lleven al espacio exterior. Y luego estamos los que no merecemos ir”.  El único deseo es “Abandonar la Tierra para siempre y empezar una Historia nueva en otro planeta”.
Dicen que tras leer Almas Muertas de Nikolai Gogol, y de reír hasta las lágrimas con las desventuras de Chichikov, el pérfido negociante de almas, Alexander Pushkin exclamó: “¡Dios mío, qué triste es Rusia”! Después de leer Sin retorno, de Raquel Moraleja en una sola sesión, de trasegar la historia de Fernando y de su asexuada amante Celeste, de disfrutar de sus peripecias, de engancharse con sus personajes, el lector puede emitir una opinión similar sobre la España de la actualidad.  
Y sin embargo, y sin embargo, “Quizá Marte sea un hogar. Puedo imaginarme allí arriba. El frío y la oscuridad serán infinitos. Algunos dicen que es rojo y otros que fue erigido con ciudades ajedrezadas y canales purpúreos. No importa cómo sea. Tan solo importa que el viaje dure eternamente”.  
Le deseamos buen viaje a Federico. Ojalá que Celeste encuentre su nueva vida en una estrella lejana. Nadie puede privarnos de la vida mientras existimos, nadie puede negarnos la ilusión, entorpecer nuestra dicha, o impedirnos emerger del desencanto. Siempre es posible abrir una ventana y descubrir, como en Sin retorno, que los astros pueden ser el último refugio de nuestra dicha, o, como En el tiempo del desprecio, de André Malraux, que afuera no acecha el enemigo sino la noche, los mansos animales de la noche, el perfume de la noche. Después de todo, como señalaba el libro de Job, “La vida es una tentación prolija”.

(Sin retorno obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa “Novelas Ejemplares, Facultad de Letras de la Universidad de Castilla-La Mancha”, tras ser seleccionada entre 496 novelas recibidas de todo el ámbito iberoamericano).



domingo, 21 de febrero de 2016

La comedia humana y el reciclaje de profesiones


Mario Szichman


           
Hay filmes que definen toda una época. No pretenden ser excepcionales, pero necesitan abordar algún tema que está en el aire, brindarle consistencia y un conflicto que lo catapulte a un final tragicómico. Como es, en definitiva, la vida.
Office Space, con guion y dirección de Mike Judge, es uno de esos filmes. Narra la historia de un grupo de empleados atrapados sin salida en las oficinas de una moderna corporación. Hasta que un día, el management decide brindarles una salida: echar a varios de ellos para reducir gastos y aumentar las ganancias de la empresa.
Algunos de esos empleados, aterrados ante la reducción de personal, convencidos de que pronto les llegará el turno, urden una maniobra para convertirse en millonarios. Uno de ellos, experto en computadoras, diseña un programa para retener fracciones de centavo de cada transacción comercial que realiza la empresa. Como se trata de centenares de canjes diarios, los empleados empiezan a acumular decenas de miles de dólares en escasos días. El esquema falla cuando se enteran de las penas de cárcel que deberán pagar por la infracción. Arrepentidos, deciden entregarse a la justicia. En realidad, el quiebre ocurre cuando descubren que no podrán recibir en la cárcel visitas conyugales.  (Afortunadamente, Office Space tiene un final feliz. Siempre antes de ir a ver una película, averiguo dos cosas: si tiene un final feliz, y si algún perro es maltratado o muere. Elimino de mi lista todo filme que cumple con uno de esos dos requisitos).   
En general, las corporaciones norteamericanas se distinguen porque hay cada vez menos soldados y cada vez más generales. Trabajé en dos de ellas como periodista, durante casi tres décadas. Recuerdo especialmente a un supervisor. No era un autómata, o uno de esos stuffed shirt que encubren su incompetencia con arrogancia y una buena dosis de estupidez. El supervisor que causó mi admiración lideraba a un grupo de periodistas encargado de realizar investigaciones de corporate malfeasance,  chanchullos en las grandes corporaciones. Y los viernes, antes de comenzar su tarea, invitaba a todos los empleados del grupo a desayunar, a cambiar ideas, a congeniar. Los empleados le tenían gran afecto porque siempre asumía su responsabilidad cuando se registraba algún problema, nunca tenía la excusa chavista de que la culpa, infaliblemente, la tiene el otro.  
El supervisor era tan bueno, que lo echaron a patadas escaleras arriba, luego de que el management buscó alguna implausible excusa. En realidad, a los ejecutivos les disgustaba su buen ejemplo, pues podía cundir de manera peligrosa. Ignoro qué nuevas tareas le asignaron. Tal vez no le estipularon tarea alguna. Quizás confiaban en que su sentido del honor lo obligaría a renunciar, o a pedir el retiro. Sabía tres idiomas, además del inglés, y era lo que se llama “un hombre de mundo”.  
Mientras permanecí en la empresa siempre lo veía solo, muy amable, muy sonriente, dispuesto a responder a cualquier pregunta de sus exsubordinados. Se la pasaba tomando infinidad de apuntes, o consultando libros, o frente a su computadora. Estoy seguro de que le subieron el sueldo, además, de reducirle la responsabilidad a cero. En muy escasas ocasiones alguien desea ser un burócrata. Seguramente, el exsupevisor se moría de aburrimiento. O quizás, bajo su máscara de sanidad anidaba un bombardero loco.
Me hacía recordar un poco al Milton de Office Space, un empleado que, sin saberlo, ha sido despedido de la empresa, aunque sigue recibiendo el salario por un error de la oficina de contabilidad. Milton cumple todos los días su horario en la compañía, aunque sus jefes no le asignan tarea alguna. La manera sutil de ponerlo de patitas en la calle es obligarlo cada semana a cambiar de cubículo en la oficina, hasta que finalmente un día se encuentra en una especie de prisión. Al menos el último cubículo es un cuarto sin ventanas, y el espectador duda que exista alguna salida. Pero Milton encuentra la salida, descubre además una crecida cantidad de cheques de viajero de su odiado jefe, quema la empresa y se va a disfrutar de su retiro en un balneario mexicano. Y está dispuesto a que si las Margaritas no satisfacen su paladar, también incendiará el sitio vacacional.
Pensaba en Office Space porque hay toda una temática en el cine y en la narrativa norteamericana ligada con esas bruscas transformaciones de Doctor Jekyll en Míster Hyde. La comedia que para mí sigue siendo ejemplar es El mundo está loco, loco, loco, loco, dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Spencer Tracy,  Milton Berle, Sid Caesar, Buddy Hackett, Ethel Merman y Mickey Rooney. Es la historia de un grupo de personas, de diferente estrato social, que intenta encontrar un tesoro enterrado por un mafioso. El tesoro transforma a seres amables, civilizados, en monstruos de codicia, ansiosos por obtener el tesoro y eliminar a sus rivales durante la frenética búsqueda.

INVESTIGACIÓN DE UN CIUDADANO
POR ENCIMA DE TODA SOSPECHA

Cuando estaba escribiendo El imperio insaciable (Editorial PuntoCero, Caracas, 2010), un libro sobre la crisis económica de 2009 en Estados Unidos, empecé a recopilar historias de personas que habían cambiado de profesión para enfrentar los nuevos tiempos de apuros. Había miembros de sectas religiosas que se convertían en vendedores a domicilio tras ofrecer Biblias de puerta a puerta, hijos que se disfrazaban de sus madres muertas para seguir cobrando sus pensiones, y abogados que se convertían en juez y en parte, y contrataban asesinos para triunfar en juicios criminales. Algunos temas son más dramáticos que otros, y el del abogado Paul Bergrin me parecía excelente para una novela.
Tras recibirse de abogado, Bergrin comenzó a trabajar en la fiscalía del estado de Nueva Jersey, donde procesó a asesinos y a narcotraficantes. Luego, vino su primer reciclaje: de fiscal se convirtió en abogado defensor. (Del mismo modo en que los secretarios de gabinete se reciclan tras abandonar el cargo y pasan a trabajar como gerentes de corporaciones, generalmente las mismas corporaciones a las que beneficiaron durante su paso por el gobierno). En su rol de abogado defensor, Bergrin representó como clientes a algunos acusados por las torturas y vejámenes a que fueron sometidos prisioneros Iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. También defendió a los astros del rap Lil' Kim y Queen Latifah, y a miembros de pandillas callejeras de Newark, en Nueva Jersey.  
Muchos se preguntan si Bergrin quedó contaminado por trabajar durante bastante tiempo con seres al margen de la ley. No es frecuente, pero suele ocurrir en ocasiones. Lo cierto es que el 20 de mayo de 2009, Bergrin fue acusado en la corte de distrito de Newark de haberse convertido en juez y en parte. Al parecer, su exitosa defensa de criminales “se basaba en un brutal cálculo” resumido “en un lema: Sin testigos, no hay caso”. (The New York Times, 21 de mayo de 2009).
La necesidad de obtener dinero, mucho dinero, parece haber sido el móvil principal de Bergrin, quien era “un hombre extravagante, propietario de un Mercedes y de un Bentley, amigo de estrellas de cine y quien gustaba alardear de sus casas playeras en Nueva Jersey en el Caribe”, dijo el diario.  
El abogado fue acusado de orquestar el homicidio de un testigo clave al filtrar su nombre a narcotraficantes que lo mataron a plena luz del día en una calle de Newark; de viajar a Chicago para contratar a un hitman (asesino profesional) a fin de que eliminara a otro testigo en un caso diferente, y de entrenar a algunos testigos para que mintieran al prestar testimonio.
          Tal vez donde Bergrin mostró mayor audacia fue en el caso de Norberto Vélez, acusado de asesinar a su esposa de 27 puñaladas, delante de su hija de ocho años. “La niña cambió su historia entre el momento del asesinato de su madre y el día que prestó testimonio en el juicio a su padre”, dijo el diario. Luego, la niña “admitió ante el tribunal que Bergrin la había adiestrado para que mintiera al presentar testimonio”. El único consuelo fue que, en ese caso, el testigo principal no fue asesinado.
         No corrieron la misma suerte otros testigos. En cierta ocasión, Bergrin defendió a William Baskerville, un poderoso narcotraficante de Newark. Según documentos del tribunal, un testigo confidencial, Deshawn McCray, conocido como Kemo, iba a prestar testimonio contra Baskerville. Entonces, el abogado se reunió con un primo del acusado, y le dijo “Sin Kemo, no hay caso”.
         Tres meses después, McCray fue acribillado a balazos en una emboscada. La fiscalía debió retirar los cargos contra Baskerville.
         Cuando las autoridades hicieron un conteo de los testigos que solían caer muertos en los casos que defendía Bergrin, entraron en sospechas. En el 2008, la fiscalía acusó a Vicente Esteves de dirigir una banda de narcotraficantes en el condado de Monmouth, en Nueva Jersey, y ordenó grabar las conversaciones entre Bergrin y uno de sus cómplices. Así se enteró de que Bergrin planeaba asesinar a un testigo conocido como Junior el Panameño, antes de que declarara ante el tribunal donde debía ser juzgado Esteves.
            En una de las conversaciones, Bergrin aconsejó al hitman encargado de librarse de Junior el Panameño saquear el apartamento del testigo, para hacer creer que el homicidio había formado parte de un robo.
          “Tiene que parecer un robo; esto no puede lucir como un asesinato”, dijo Bergrin al asesino, según documentos de la corte.
            Para la fiscalía, indicó el periódico, el caso de Bergrin refleja también los problemas que causa la crisis económica en el sistema judicial. Es difícil proteger a testigos “en una época en que cuenta con escasos recursos para custodiarlos”, dijeron los fiscales.
         El tema de la codicia ha sido tratado en el cine estadounidense hasta la saciedad. Todo un género, el gangster film, se basa en ella. Aunque la cinematografía europea cuenta con excelentes ejemplos, como lo demuestran los filmes protagonizados por Jean Gabin o Lino Ventura en las décadas de los cincuenta y los sesenta, el muestrario es exiguo. En cambio Hollywood produjo entre 1930 y 1950 más de un centenar de películas con ese tema, lanzando al estrellato a figuras como James Cagney, Paul Muni, Humphrey Bogart, Dana Andrews, Edward G. Robinson o John Garfield. Varios de esos filmes son clásicos del cine. Sus diálogos se repiten como mantras. Y, en todos los casos, aquello que más interesó a los guionistas y directores fue descubrir al Míster Hyde en todo Doctor Jekyll. Es increíble cómo la necesidad de obtener dinero por medios ilícitos puede convertir a un ciudadano respetuoso de la ley en un patrocinante de asesinatos. O en funcionario público de regímenes autoritarios.








miércoles, 17 de febrero de 2016

¡Esa voz! ¡Esas voces! Mariel, de José Prats


Mario Szichman
“--¿Para qué existes?--”
“–Para armar una réplica–”
Samuel Beckett
Esperando a Godot



Una persona avanza por el pasillo de un edificio, abre la puerta de su apartamento, y presiente que lo aguarda una voz. No una presencia física, solo una voz. Y antes de que encienda la luz, la voz empieza a explicar sus atributos.  A poco de hilvanar algunas sentencias, el inquilino o dueño del apartamento prefiere no encender la luz. Se dirige a tientas hacia una silla, o un sillón, y se limita a escuchar, pues todo está condensado en ese tono de voz. No solo eso, la voz va construyendo el escenario,  delinea personajes, anima la vida de una ciudad. Nada más que la voz. Exclusivamente la voz. 
Eso es lo que ocurre en la primera parte de la novela Mariel, de José Prats Sariol (Editorial Verbum de Madrid, 2014).

Recuerdo que hace algunos años entrevisté al novelista Robert B. Parker, un eximio narrador de historias policiales. Parker me dijo que los escritores se dividían en dos categorías, aquellos que tecleaban con ambas manos, y quienes lo hacían con una sola, pues la otra estaba enfundada en esos guantes que concluyen en una cabeza de felpa, y suelen ser usados por los ventrílocuos. El novelista aseguraba que la segunda categoría de autores eran fuera de serie. Podían desdoblarse y dialogar, en lugar de monologar.
Todos los protagonistas de Mariel –que además, de manera uniforme, se llaman José, o sus variantes– usan el monólogo para crear un coro de voces. Y pueden armar desde pequeños ámbitos hasta urbes completas.
En el monólogo de la primera parte, Joselín, afincado en el puerto de Mariel, entabla un diálogo con José, un abogado habanero. En realidad, recuerda a esos aplausos que se ofrecen con una sola mano. El único que habla es Joselín, un gran maestro de ceremonias.
Un narrador tradicional explicaría de esta manera las tareas de Joselín como anfitrión: “Chistó al mozo del bar Dos Hermanos y le hizo señas para que trajera ron blanco, uno para él, otro para su invitado”. Pero no José Prats, no su protagonista, quien le dice al abogado habanero: “Ahora verá cómo el silbido le hace mirarme”, aludiendo al barman. Y luego “Este dos con el índice y el anular es tan claro como la luz verde del semáforo”. La señal para exigir las bebidas. 
Primero la voz, luego el gesto. El ron “en strike” no solo sirve para beber, también  explica el clima: “La llovizna del frente frío merece el ron en strike”. Esa llovizna, a su vez, pronostica otro cambio de tiempo anticipado por “el correr de las nubes grises”. Es un alivio. ¿Le gusta al Pepe habanero el cambio de tiempo? “¿Lo prefiere?” pregunta Joselín a su invisible interlocutor. “Yo también, unos grados menos y un poco de sombra nunca le viene mal a esta isla enceguecedora”.   
Las reacciones del escucha solo son reseñadas por el dueño de la voz. “Usted tiene una buena risa” dice el protagonista, halagado por el invisible, mudo oyente. “¿Verdad que ser espontáneo abre puertas?”
Hay países del Caribe que parecen construidos por Walt Disney, y otros simulan ser dirigidos por Howard Hawks, con guión de Ernest Hemingway. A poco de andar, el lector de Mariel se deja transportar por la voz de Prats a un mundo que evoca una película de Humphrey Bogart, digamos To Have or to Have Not.
El drama de Cuba, la tragedia de Cuba, la apariencia de Cuba, tiene como ingrediente esencial su revolución. Pero Cuba no es China, no es Vietnam, no es Rusia. Su tradición no es milenaria. Ningún país de América lo es. Y en aquellas naciones donde sí existió una cultura indígena, como en México, en Guatemala, o en Perú, sus habitantes rechazan a muerte la idea de ser precolombinos. Sin embargo, hay un antiguo, soterrado, pasado en Cuba que le ha brindado peculiaridades poco exploradas en otros países. La inmigración china a Cuba representó un factor importante, y sus secuelas están tan presentes hoy, como hace más de un siglo.  
La segunda parte de Mariel, esta vez en tercera persona, trabaja justamente las consecuencias de esa incómoda amalgama de culturas a través del periodista José Chuang Yemáyez, hijo de chino y de mulata.  Es el momento en que la novela, en vez de hablar, comienza a ser hablada. Estamos en plena revolución, inmersos en el fervor de un mundo tan flamante como el primer día de la creación. Es necesario acabar con los viejos hábitos, las antiguas astucias, y dedicarse a construir el Hombre Nuevo. Pero el hombre viejo se resiste. Inclusive las virtudes de quienes más se empeñan en forjar a Prometeo, son apenas de la lengua para afuera. La franqueza es reemplazada por la simulación. En todas partes, el Hermano Grande vigila. No como en 1984 de Orwell, sino en estilo caribeño. Pero la vigilancia existe, y quien no acata la senda decidida por los burócratas, pronto pierde prebendas, vacaciones al exterior, o la obtención de un vehículo. Y suele acabar marginado.
Por el cuerpo de José Chuang Yemáyez, protagonista del segundo capítulo, pasan muchos de los dilemas de la Cuba en dos tiempos. No es un contrarrevolucionario, pero sí un hombre crítico. Trata de acomodarse a esa incómoda modernidad,  inclusive logra progresar en el periodismo porque sabe callar a tiempo y no pone en entredicho las decisiones de sus jefes. Sin embargo, hay algo que no lo convence del todo. Son demasiados años de simulación, un tiempo excesivo de lidiar con mediocres como para que el cuerpo aguante.
El quiebre de Chuang no es a través de una explosión sino de una sumatoria de pequeñas decepciones. Su cuerpo comienza a escindirse, y explora, como alternativas, un retorno a sus raíces chinas, o una indagación de la fe cristiana.
Como lo señala Prats, “Cuba era un país sin grandes recursos, asediado por la nación más poderosa del mundo”. Esa maldición es eterna. El asedio nunca cesará; tampoco la paranoia. Por lo tanto, mejor acomodarse al lecho de Procusto tendido por un régimen que administra sus favores a cuentagotas para la mayoría de la población, y en cierta medida mayor, a sus elegidos.
No solo las experiencias revolucionarias, o tumultuosos períodos históricos buscan alterar lo que podríamos considerar “la naturaleza” humana. Freud decía que somos, esencialmente, animales provistos de prótesis. No existimos como seres auténticos, pues no vivimos en la tundra o en el bosque: habitamos una sociedad. La sociedad nos moldea, nos hace exitosos o mediocres, nos brinda un lugar, o lo escamotea debajo de nuestros pies. Algunas sociedades se preocupan menos que otras por nuestro bienestar o nuestro acatamiento. Pero todas ellas nos quieren a su imagen y semejanza.  
La Cuba descripta por Prats recuerda esos experimentos reseñados en Seeing Like a State, de James C. Scott. Desde las alturas del poder es factible observar la realidad de una manera esquemática, ignorando al ser humano, excepto para vigilarlo y tomar control de su vida. Tal vez el subtítulo del libro de Scott ofrezca una idea mejor: “Cómo ciertos esquemas para mejorar la condición humana han fracasado”.  
La idea central del ensayo es que la llamada “ingeniería social” suele planificar exclusivamente para el desastre. Ya se trate de una ciudad –Brasilia es el modelo perfecto de una pesadilla urbanística– o de la naturaleza. La colectivización de las tierras en Ucrania durante la época de Stalin no sólo privó a cientos de miles de propietarios de sus tierras, sino que condenó a millones de personas a espantosas hambrunas.
            El modelo de devastación impuesto en Ucrania fue luego copiado, con matices, por la dirigencia china durante “El gran salto adelante”, que entre 1958 y 1962 causó la muerte de entre 15 y 42 millones de personas.
Planificar “desde arriba” no es monopolio de los autócratas, sino de una mentalidad que precede a la Revolución Francesa. Scott menciona lo que ocurrió en Prusia durante el siglo dieciocho, cuando ingenieros forestales intentaron crear madera para usos exclusivamente comerciales.
“El anhelo era implantar bosques perfectamente legibles”, dice Scott. “Se plantaron árboles de la misma edad y de la misma especie. Los árboles crecían en líneas rectas, en espacios llanos, rectangulares, libres de toda clase de arbustos y de cazadores furtivos”. Pero, el plan contravenía a la naturaleza, que ama la mezcla de especies, y a la sociedad, que tiene usos destinados a los arbustos y a las hierbas que prosperan a su alrededor. En el lapso de un siglo, la naturaleza se vengó. Esos bosques tan higiénicos, tan libres de toda contaminación, se infectaron de muerte y fueron flagelados por toda clase de plagas.
El tercer capítulo de Mariel es un gran panorama de la Cuba pre y post revolucionaria esbozado a través de otro José, en este caso un oportunista fracasado, cuyo único objetivo en la vida parece haber sido ingresar al partido Comunista. José termina emulando al personaje de Ante la ley, de Kafka. Cuando llega su agonía debe resignarse a aceptar, como le señalaba el guardián al campesino, que la única entrada tan anhelosamente avizorada, le estaba destinada, “y ahora voy a cerrarla”.  
En el cuarto capítulo de Mariel se reitera la pareja de José, el habanero, y de Joselín, quien llevaba la voz cantante en el primer capítulo, tramaba sombras, y fraguaba tres dimensiones y personajes de carne y hueso, en base a su voz, en ocasiones mediante chistes. El monólogo es reemplazado por una carta donde el habanero repite la hazaña de violinista manco del habitante de Mariel.  
Es la primera vez que escuchamos al habanero Pepín, “hablar”, o al menos manifestarse por medio de la escritura, a través de su “Carta Habanera”.   
El coloquio en dos tiempos, el del primer y cuarto capítulo, es bastante siniestro, pues no existe la menor comunicación entre ambos personajes. Cada uno habla, pero a destiempo. ¿Qué es esa aceptación total del Otro sino la forma más prístina del diálogo de sordos? ¿En qué mundo residen donde existe la palabra, pero ninguna clase de intimidad? Es como si dos robots divulgaran sus experiencias sin buscar respuestas. ¿Alienación contemporánea? ¿O un régimen político que perdura más que el otoño del patriarca?
Lo  bueno del caso es que Mariel no es una novela política. O cargada de consignas. O, mejor dicho, la política pasa por el cuerpo de cada personaje, por sus ambiciones y por sus deseos. Es una comedia humana sin grandes gestos, sin frases altisonantes. Pero está cargada de seres de carne y hueso, y de mucho humor. No olvidemos que Cuba se ha convertido en uno de los últimos anacronismos del socialismo proletario. Ni China, ni Rusia, ni Vietnam son ya dictaduras del proletariado. China y Rusia son poderosas plutocracias. Cualquiera de sus dirigentes podría ubicarse sin rubores y con gran destreza en la junta directiva de una corporación. En cuanto a Vietnam, parece seguir el mismo camino. Como rémoras del pasado quedan Corea del Norte y Cuba. Pero tampoco en la Cuba actual, aún con otro de los hermanos Castro en el poder, parecen existir muchos deseos de abrillantar las credenciales revolucionarias.  
El capítulo final de la novela, Coda, es una muy especial vuelta de tuerca: pone a los personajes en presencia de José Prats, su autor. Así comienza: “BIENVENIDO A SU FAMILIA. Presentía que cuando Mariel se publicara usted vendría a compartir con nuestro Alcatraz inefable, bebería espejo con ron, salitre y marginalidad con ron en la roca, en la porosa roca de hielo dentro del vaso turbio. Ah, querido progenitor, esta noche en el Dos Hermanos será como si la Caída y la Creación fueran un único y simultáneo suceso”.  
Cuando el autor quiere dialogar con sus creaciones, uno de los presentes le dice: “Ni José el periodista con Ceremonia del té, ni Pepín el historiador con Cualquiera, ni Pepe el abogado con Carta habanera, ni muchísimo menos yo con mi Dos Hermanos, podemos ser entrevistos”.
En todos los José que lidian en Mariel hay una pugna entre la verdad y las máscaras que adoptamos para sobrevivir. La máscara parece triunfar siempre, especialmente en épocas de tribulación.


De José Prats Sariol (La Habana, 1946) dijo José Lezama Lima: “Armado de un sentido crítico que colma en la balanza la trenza de la lechuza y el arcoíris del sunsún”, para caracterizar su internacionalmente reconocida obra. A sus novelas Mariel, Lila y Guanabo gay, se suman varios libros de cuentos, y entre sus libros de crítica literaria: Por la poesía cubana, Criticar al crítico. Este año también aparecerá Sangre en Níjar (cuentos) y en 2017 Pobre corazón (novela).