Mario Szichman
En la década del veinte
del siglo pasado, dos grandes biógrafos y
novelistas, Emil Ludwig y
Stefan Zweig, alcanzaron vasta fama a nivel
mundial. Ambos eran de origen judío. Ludwig se llamaba en
realidad Emil Cohn. Había nacido en Breslau, en la
actualidad, una ciudad polaca. Fue criado como un gentil, posiblemente
porque su familia se resistía a vivir en un gueto. En cierta ocasión,
Ludwig señaló: “Muchas personas han vuelto al judaísmo desde el surgimiento
de Adolf Hitler. Pero yo he sido un judío desde el asesinato
de Walther Rathenau” en 1922. “A partir de esa fecha, he
puesto siempre énfasis en mi condición de judío”.
Stefan Zweig
Zweig nació en
Viena, Austria. Su fama lo llevó a recorrer toda Europa entre el fin de la
primera guerra y la llegada de Hitler al poder en 1933. Se codeó con las
celebridades de su tiempo, y fue amigo personal
de Sigmund Freud, Romain Rolland y Arthur Schnitzler.
Escribió el libreto de la ópera La mujer silenciosa, con el famoso
compositor Richard Strauss. Su biografía de la reina de Francia María
Antonieta, guillotinada durante la Revolución Francesa, fue llevada al cine
por Metro-Goldwyn-Mayer teniendo como actriz principal
a Norma Shearer.
En tanto
el background de Ludwig lo obligó a trabajar desde joven como
periodista –fue corresponsal extranjero del Berliner Tageblatt en
Viena y en Estambul durante la primera guerra mundial- Zweig,
proveniente de una familia muy rica, pudo dedicarse desde joven a su tarea de
escritor.
La celebridad mayor de
Ludwig proviene de la biografía de Napoleón, aunque
también escribió biografías de Simón Bolívar, Abraham Lincoln, y
Bismarck. Pero por alguna extraña razón, el libro sobre Bonaparte tocó en muchos
lectores una vena muy romántica. Ludwig convirtió al emperador de los franceses
en una especie de superhombre, pese a su menguada estatura. Recuerdo a un amigo
mío, que en su adolescencia solía usar chaleco debajo de su chaqueta, con
el exclusivo propósito de apoyar su mano izquierda en un bolsillo de la
prenda, imitando la pose favorita de Napoleón.
Ludwig tenía una actitud
más populista que Zweig en sus biografías y novelas, y una mayor
claridad mental en relación al fascismo y al nazismo, movimientos políticos que
repudió desde el comienzo. Entrevistó a Benito Mussolini, a
Mustafá Kemal Atatürk, el fundador de la República de Turquía, y a
José Stalin, entre otros temibles líderes. Existe un interesante detalle
en la entrevista a Stalin. El dictador soviético la censuró, y eliminó
varios párrafos. Recién décadas más tarde, Grover Furr, profesor
de la universidad de Montclair, en Canadá, logró restaurar el texto
completo, en el cual Stalin decía: "No voy a intentar cambiar las
mentes de aquellos que me consideran ´un zar cruel´ o ´un noble bandido´”.
Por si las moscas, Stalin capitán decidió prescindir de esas posibles alusiones
a su personalidad.
Ludwig
nunca llegó en sus textos al nivel de Zweig. Carecía de esos
matices que convertían a una celebridad en un ser humano. Basta leer Fouché de Zweig para
comprobar la diferencia. Al trazar el épico y deleznable retrato del jefe de
policía de Napoleón, uno de los seres más indignos de esa “resplandeciente
galaxia de canallas” que integraban el estado mayor de Bonaparte, según
la sabia expresión de William Faulkner, el autor mostró su conocimiento
del psicoanálisis, y de las personalidades escindidas. Fouché era un
marido devoto, un padre ejemplar. Al mismo tiempo, era un homicida en
serie, que ordenó durante la Revolución Francesa los “bautizos” y “casamientos”
republicanos. (Consistían en transportar en barcazas a bebés o a cónyuges,
y ahogarlos en un río).
Otra diferencia
entre Ludwidg y Zweig es que Ludwig fue
siempre claro en su desafío al nazismo. En una carta abierta a The New
York Times publicada el 21 de febrero de 1944, sugirió a los
aliados explotar la propaganda antisemita de Hitler a fin de alentar la
disensión entre los nazis y otros grupos en Alemania. “El fanatismo de Hitler
contra los judíos puede ser explotado por los aliados”, escribió
Ludwig. “Las tres potencias (Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión
Soviética) pueden enviar una proclamación al pueblo alemán y al gobierno,
amenazando que la ulterior matanza de judíos podría involucrar terribles
represalias tras la victoria”.
Zweig fue muy cauteloso al
lidiar con el Tercer Reich. Escribiendo en la revista New Yorker, Leo
Carey recordó que el escritor rehusó hacer declaraciones contra el
nazismo, o enfavor de causas judías. El escritor Klaus Mann, hijo
de Thomas Mann, no logró que Zweigcolaborara en la publicación
de emigrados que dirigía. En cierta oportunidad lo criticó por su decisión
de “mantenerse objetivo, comprensivo, y justo, contra nuestro letal
enemigo”.
¿Cuáles eran las
verdaderas razones de la actitud de Zweig? Recuerdo que en
mi infancia judía, un sector de mis familiares, proveniente de Europa
oriental, especialmente de Rusia, Ucrania y Besarabia, exhibía un
genuino odio por todo lo que representaba el nazismo y el
fascismo. También había dos o tres familias de origen judío,
provenientes de Alemania y de Austria, que se negaban a juntarse con la
chusma. Sus valores eran de la alta sociedad. Se negaban a hablar
el idisch (un crítico dijo que en mis novelas de La trilogía
del Mar Dulce, el idisch funcionaba “como el idioma de la
culpa”). El interés de esos familiares lejanos era la Europa culta. Podían
citar en francés, y leían a escritores franceses e ingleses.
La política nunca marcha
al ritmo de la historia. Y el caso de Zweig lo refleja. Tanto él
como la capa de judíos que lo rodeaba, consideraban el nazismo apenas un
fenómeno. Pronto pasaría de moda, se ilusionaban, y ellos podrían
volver a vivir como antes de la guerra. Argumentaban que Hitler era
un advenedizo, como su elenco estable. Se negaban a aceptar que el nazismo
reflejaba aspectos muy desagradables del pueblo alemán. (Es un poco como la
barbarie chavista. Muchos creen que está muy lejos de representar a los
venezolanos en su conjunto). Apenas el pueblo alemán reaccionara ante
tanta depredación y mal gusto, indicaban,los judíos podrían retornar a sus
hogares y a sus costumbres. La Alemania del Tercer Reich era una
anomalía. Nada tenía que ver con el pueblo de Beethoven o
de Rathenau.
No trato de disculpar
a Zweig, pero sí entender a un ser honesto, atribulado, que en su vida
personal brindó toda clase de beneficios a otros intelectuales.
A algunos los ayudó inclusive con dinero, y promovió las obras de
otros con incansable generosidad.
Siempre me fascinó la
autobiografía de Zweig The World of Yesterday,
posiblemente su obra más reveladora. La terminó de escribir en 1942,
exactamente un día antes de suicidarse con su esposa, en Petrópolis,
Brasil. En ese libro, Zweig explicaba que había crecido en
un mundo pretérito, donde los seres humanos nacían y morían en un reducido
espacio. Eran bautizados en una iglesia o en una sinagoga,
y enterrados en un cementerio situado a una distancia de no más de
dos kilómetros de esos centros de oración. Era un mundo de nutridos
ancestros. Y algunas familias, por supuesto de personas pudientes, solían
exhibir sus árboles genealógicos.
En esa aterradora
década que incluyó la segunda guerra mundial (y que culminaría en 1945 con
la devastación de Hiroshima y Nagasaki, en Japón) toda forma razonable de vida
y muerte fue anulada. Los cementerios fueron reemplazados por fosas comunes, el
cuerpo de los seres humanos fue utilizado en la producción de jabón, y la
religión secular de las multitudes enardecidas sustituyó a las viejas formas de
culto.
Zweig pudo transitar
en la llamada “paz de veinte años”, entre la primera y la segunda guerra
mundial, disfrutando de gran fama y de mucha admiración y a veces
de maledicencia. Pero en un momento dado, el equilibrio se rompió.
Abandonó el Viejo Mundo, se fue a vivir a Nueva York, y finalmente recaló en
Brasil, con su segunda esposa, Lotte Altmann.
El 22 de febrero de 1942,
la pareja se dirigió al dormitorio de su vivienda en Petrópolis. Ambos se
acostaron en la cama. Lotte se había puesto un quimono, Stefan hasta se
había anudado una corbata en torno al cuello de su almidonada camisa. Murieron
pocos minutos después, tras tomar una enorme dosis de barbitúricos.
En su nota de
suicidio, Zweig lamentó que “mi propio lenguaje haya desaparecido de
mi persona, en tanto mi casa espiritual, Europa, ha logrado
destruirse por su cuenta”.
Todos sus libros
publicados en Alemania fueron destruidos en las hogueras alzadas por
la juventud nazi. En el párrafo final de su nota, Zweig escribió:
“¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá que puedan ver el amanecer, tras esta
noche prolongada! Soy demasiado impaciente, y he decidido anticipar
mi partida”.
Uno no puede imaginar un
final similar para Ludwig. Creía que había que enfrentar al nazismo
de manera directa. Nunca intentó atemperar sus convicciones.
Cuando un mundo se
derrumba, no todos reaccionan de la misma manera. Ludwig
y Zweig podrían representar las dos caras de una misma moneda
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