Mario Szichman
Los seres humanos tienen la maldición
de soñar. Aproximadamente una tercera parte de cada día la dedicamos a dormir. Cuando el sueño es demasiado poderoso, debido
a factores puramente físicos, el ser humano sufre pesadillas.
En algún momento del siglo XX el
psicoanálisis, con Sigmund Freud a la cabeza, tomó los sueños por asalto. Las
pesadillas pasaron a un segundo plano. Después de todo, soñamos lo que soñaron
nuestros ancestros. Freud decía en su Interpretación
de los sueños que las canciones de cuna, y nuestros juguetes de infancia, sirven
de vehículos para transitar nuestro primitivo pasado, y retroceder a la época
de las cavernas. La realidad de nuestra especie animal siempre se despoja de
sus afeites en la profundidad de la noche.
Ernest Jones fue uno de los pocos
discípulos de Freud que se encargó de analizar las pesadillas en su clásico
ensayo On the Nightmare (1931).
Súcubos e íncubos eran en realidad demonios eróticos, más propensos a visitar
doncellas que a damas felizmente casadas, o aquellas amadas con bastante
frecuencia. Cuando alguien señalaba que las
pesadillas demostraban que quien las padecía seguía vivo, Jones sugería lo
contrario. Muchas personas, tras sufrir una agobiante y asfixiante pesadilla,
deseaban estar muertas.
Sebastian Junger
Abundan
los sueños premonitorios en el libro de Sebastian Junger The
Perfect Storm: A True Story of Men Against the Sea. Es, básicamente, la
historia de un grupo de seis pescadores que a fines de octubre de 1991, lidiaron
con una tormenta perfecta, y sucumbieron a ella.
Tal vez la abundancia de pesadillas en
los pescadores, antes de emprender una aventura, cuenta con una poderosa razón
externa: según Junger: “más personas mueren a bordo de lanchas pesqueras, que
en cualquier otro trabajo en Estados Unidos. Las posibilidades de sobrevivir
son mayores para quien se lanza en paracaídas sobre un bosque en llamas, o para
un policía neoyorquino, que para un pescador en el área de Flemish Cap”.
Varios de los seres que convivían o
cohabitaban con alguno de los seis protagonistas de la tragedia del Andrea Gail: sus compañeros de tareas,
sus esposas o amantes, estaban
convencidos de que se aproximaba una catástrofe. La habían anticipado en sus
sueños, o mejor dicho, en sus pesadillas.
El Andrea
Gail era un navío cuya tripulación se dedicaba a la captura del pez espada,
o Emperador. (El segundo nombre refleja mejor su majestad y poderío). El pez espada no es un animal fácil de
capturar. Su tarea principal es nadar a través de cardúmenes de otras especies,
blandiendo su espada en todas direcciones, y despanzurrando la mayor cantidad
de incautos posibles. Una vez concretada la matanza, se dedican a celebrarla
con gigantescas comilonas.
“Los peces espada han atacado lanchas”,
dice Jurgen, “han arrastrado a pescadores a sus muertes en el mar, han
destripado a marineros en la cubierta de sus buques”. Por cierto, el nombre
científico del pez espada es Xiphias gladius,
una redundancia para explicar su temible poderío. La primera palabra significa
“espada” en griego, y la segunda nombra también a la espada, aunque en latín.
Esa espada, una extensión ósea de la mandíbula superior, dice el autor, “está
afilada en los costados, y puede alcanzar hasta un metro cincuenta de largo”.
Cada ejemplar puede alcanzar un peso de más de doscientos kilos. Es una
formidable máquina de matar.
EL INFIERNO TAN TEMIDO
El Andrea
Gail desapareció frente a las costas de Nova Scotia el 28 de octubre de
1991. Sus únicos restos fueron algunos bidones de combustible, un tanque de
propano, y varias piezas de un equipo de radio.
Desde hace más de dos décadas, Junger
se dedica a explorar los lugares más inhóspitos y peligrosos del planeta como
periodista y productor de documentales. Su libro Fire es una colección de artículos donde reseña algunas de sus
tareas más peligrosas. Hizo una entrevista al líder afgano Ahmad Shah Massoud, quien
encabezó la resistencia contra los invasores soviéticos y luego contra los
talibanes. La entrevista de Junger a Massoud, conocido como El león de
Panjshir, fue una de las últimas que se le hicieron. Massoud fue asesinado
frente a una cámara de video por dos miembros de al—Qaida, el 9 de septiembre
de 2001, exactamente dos días antes de los ataques a las torres gemelas de
Nueva York, y a un ala del Pentágono, en las afueras de Washington, D.C. El
retrato que hizo Junger de Massoud sugiere que había otra alternativa a los
talibanes afganos.
Jurgen también escribió en Fire sobre el trágico conflicto en
Sierra Leona por la posesión de diamantes, acerca del genocidio en Kosovo, una
región de la ex Yugoslavia, y enumeró los peligros de combatir incendios en los
bosques de Idaho.
Pero The Perfect Storm es in a class by itself. En tanto sus artículos periodísticos
son los de un testigo privilegiado, su recreación del hundimiento del Andrea Gail y las últimas horas de vida
de sus tripulantes se basa en conjeturas y escasos datos verificables. Como
esos animales prehistóricos que los zoólogos reconstruyen a partir de un fémur,
la odisea de la lancha Andrea Gail es
revisada a través de los testimonios de quienes no tuvieron parte alguna en la
tragedia. Puede tratarse de un radioaficionado que captó señales de distress, de capitanes de otras lanchas
que recibieron pedidos de ayuda desde cientos de kilómetros de distancia, o de
familiares que antes de despedir a los tripulantes, pudieron conversar con
ellos.
Una de las historias que cuenta Junger,
y que tiene la sobriedad del Hemingway joven, es la de Murph, uno de los
tripulantes de la lancha. Cuando Murph conoció a Debra, su futura esposa, le
dijo que su oficio le impediría cumplir los treinta años de edad. Pero Debra
estaba muy enamorada, y se casó con él. Tuvieron un bebé, pero el matrimonio duró poco. Si bien
Debra estaba enamorada de Murph, no podía tolerar que su marido estuviese
siempre navegando.
Días antes de su último viaje, Murph
visitó a sus padres en Bradenton, para despedirse. Su madre le recordó que
debía estar al día con su seguro de vida. El seguro incluía cobertura de su
sepelio y un lote de tierra en un cementerio. Murph se encogió de hombros y
pidió a su madre que dejara de preocuparse por su entierro. Estaba predestinado
a morir en el mar.
Jurgen revivió el evento analizando
otras historias similares a las del Andrea
Gail. Es una formidable reconstrucción porque pone en el tapete, como si
fuera un gigantesco juego de ajedrez, todo aquello que contribuyó a la
desventura. Eso incluye desde el análisis del buque, de proa a popa, el
carácter de cada tripulante, gracias al testimonio de sus amigos y seres
queridos, el mecanismo de las mareas, la convivencia o falta de convivencia de
los marinos, o sus sueños, enunciados en noches de borrachera, los riesgos de
graves heridas y mutilaciones, a bordo de una embarcación donde todo es
inestable.
La precisión con que Junger dibuja el
escenario, es uno de los grandes logros del relato. Eso incluye la historia de
Gloucester, un área que desde hace más de dos siglos aloja a pescadores, hasta
la evolución y declinación de la industria pesquera en la Nueva Inglaterra. En
la actualidad, aunque los riesgos siguen siendo los mismos, la industria ha
logrado desarrollar técnicas para capturar enormes cantidades de pescado. Una
de ellas consiste en el desarrollo de largas líneas de pesca, algunas de más de
60 kilómetros de largo, en que se enganchan hasta mil anzuelos de acero
inoxidable con sus correspondientes carnadas.
Inclusive el título del relato es
excepcional. Porque es muy verdadero. Bob Case, meteorólogo del Servicio Nacional
Meteorológico en Boston, señaló los atributos de la tormenta que acabó con el Andrea Gail y sus tripulantes.
“Los meteorólogos encuentran perfección
en las cosas más extrañas”, escribe Junger. En el caso del Andrea Gail, tres sistemas
climáticos completamente independientes, se combinaron para crear un fenómeno
que ocurre solo una vez cada siglo. ´Mi Dios´, pensó Case, éste suceso es uno
de ellos. Se trata de una tormenta perfecta´”.
Y añade Junger: ahí descubrió en qué
consiste una tormenta perfecta. “Es aquella que no podría haber sido peor”.
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