Los papeles de Miranda
constituye la primera parte de mi Trilogía
de la patria boba, que fue seguida de
Las dos muertes del general Simón Bolívar, y de Los años de la guerra a muerte. Esta novela dio origen a dos
galardones muy preciados: el del historiador y político Domingo Alberto Rangel
y el ensayo de la profesora Carmen Virginia Carrillo “El precursor de la
independencia hispanoamericana a tres voces”, que leyó en el Congreso de
CRICCAL organizado por la universidad de La Sorbona, en París, en 2010, y que
tuvo el título general de Las
independencias de América Latina: actores, representaciones, escrituras[i].
Se trata de dos enfoques distintos, muy sabios y enriquecedores, sobre el héroe
imperfecto más grande y trágico que ha dado América Latina. Los habitantes de
la dañada Venezuela actual pueden abrevar en Miranda para descubrir un modelo
genuino de hacer patria. MS
A continuación, el prólogo que Domingo Alberto Rangel hizo a Los papeles de Miranda en la edición El
Centauro:
Entre los personajes históricos de Venezuela ninguno más novelesco que
Francisco de Miranda. Sale del país siendo un mozalbete y cuando regresa a
Caracas es ya un caballero envejecido. Más de medio siglo transcurre entre el
momento que lo embarcan en La Guaira y el momento en que retorna a la patria.
Creo que ningún hijo de Venezuela soportó un exilio tan largo. Ese periodo no
fue un calvario. Para la nostalgia del exiliado o del ausente, el futuro
generalísimo tenía un bálsamo. Participaba en la política de cada lugar al que
llegara poniendo en ello tal caudal de pasión o resolución que los lugareños
junto a él parecían observadores del drama de su propio suelo. Miranda no dejó
jamás de hacer política –no importa que estuviera en la corte imperial de San
Petersburgo o en las callejuelas del Paris revolucionario. En la corte de
Catalina La Grande Miranda fue uno de tantos intrigantes que allí agriaban el
ambiente hasta tornarlo irrespirable. Pero en los cabildos de la Revolución
Francesa era uno de tantos girondinos que pretendían ponerle una cierta
moderación a los espíritus. Miranda no pasaba inadvertido jamás. Poco después
de llegar a cualquier país figuraba ya entre los que allí disputaban una áspera
partida en torno al poder. Ese olfato por la aventura lo mezclo o comprometió
en las dos revoluciones de fines del siglo XVIII, la francesa y la
norteamericana. En la primera mostró uno de los rasgos de su personalidad, ese
espíritu de hombre moderado que lo arrojaba a la orilla, como leño ya inútil,
en cuanto las revoluciones tomaban un rumbo radical. La revolución francesa le
atrajo desde el primer momento y a ella se dio sin reservas porque como todo
criollo de la época se sentía ciudadano de Francia. Pero a medida que aquel
torrente se encrespaba, pasando a salpicar de audacia a toda Europa, Miranda
hacia causa común con quienes en aquella revolución ocupaban la poltrona de los
moderados. Frente a la chusma jacobina que se adueña de las calles, forma
ejércitos y desafía al mundo sin rebozo, el criollo de Caracas opta por los
caballeros más conservadores que quieren una revolución poco estridente. Debió
sentir en esos días el frío de la guillotina bien cerca de su pescuezo pero no
se inmutó. Porque otro rasgo de Miranda es su aplomo en medio de las
tempestades. Acusado y amenazado en su resuello, pues la justicia no jugaba en
aquellos días, Miranda conserva la calma que ayudada por la suerte vino a
depararle otra situación en la cual sus amigos levantaban la sartén por el
mango. Es posible que por ese giro moderado que terminó cobrando la revolución
francesa, el nombre de Miranda figure en el Arco de Triunfo. No lo sé, es una
hipótesis más audaz que exacta según sospecho. Pero sea lo que fuere, Francisco
de Miranda es el único criollo latinoamericano que goza del privilegio de
alternar en uno de los olimpos más escogidos del planeta con héroes y mártires
de Europa. El Panteón de Miranda está a pocas cuadras del Sena y es una presea
de su internacionalismo, de esa condición de ciudadano del mundo que él luciera
a lo largo de su vida. El primer ciudadano del mundo que vio la luz en nuestras
tierras americanas fue Francisco de Miranda.
El carácter moderado de este caraqueño trotamundos debió acrisolarlo en los
Estados Unidos a cuya independencia contribuyo con su brazo armado. Fue a la
América del Norte en el momento de Washington y Jefferson como soldado español
en las tropas con que la monarquía de Madrid contribuyó a esa emancipación que
debilitaba a Inglaterra. Recorriendo con sus tropas a Pennsylvania, Miranda
hace observaciones de sociólogo. Estas tierras están mejor cultivadas que las
de Inglaterra, sostiene en su correspondencia en la cual cuenta sus
impresiones. Aquí hay más acequias de riego, más ruedas de molino, mejor
tratamiento de las tierras. No se le ocultó que ya la región de Pennsylvania
por la cual marchó como soldado era superior a la Madre Patria. Era un juicio
agudo, pero en el alma fue deslizándosele por la intimidad de sus relaciones
políticas con los próceres norteamericanos y por sus ligazones con la corte
borbónica de España una cierta vena conservadora cuando no reaccionaria. A
medida que envejecía lejos de su patria, Miranda iba perdiendo las virtudes de
audacia y clarividencia que le pertenecieron casi toda su vida. Cuando vuelve a
Venezuela, en las jornadas de 1811 y 1812, nada tenía que pudiera entusiasmar a
los jóvenes patriotas que en ese instante manejaban las armas de la República.
El enfrentamiento de Miranda con la juventud caraqueña que formaba milicias
para recoger con ellas el guante del colonialismo hispánico iba a ser
inevitable. Y en él sobrevino el primer drama de nuestra historia republicana.
La figura del precursor entregado por los jóvenes patriotas y condenado por la
venganza del poder colonial a largo cautiverio en el cual se apagaría su vida,
es tal vez lo más novelesco que tengamos en toda nuestra historia. Parece
mentira que la narrativa venezolana no haya acudido a Miranda, a su tragedia
personal, a su larga agonía de prisionero para forjar con ella una de nuestras
novelas más logradas. Casi dos siglos han transcurrido desde el drama de La
Carraca y aún las letras venezolanas no han sido capaces de crear esa gran
obra. Un cierto espíritu de inhibición, un temor a profanar los altares de la
patria ha vedado a la inteligencia venezolana ese triunfo. Hemos despilfarrado
así al más novelesco de todos nuestros prohombres y sacrificado el episodio
dramático por excelencia entre todos los de nuestra historia. Pero la historia
no puede clamar en el desierto por los siglos de los siglos. Alguien tenía que
recoger el grito, que ya es alarido de la historia. Y en este caso ha sido un
extranjero, Mario Szichman, argentino con pasantía venezolana de periodista e
historiador quien hace de la vida de Miranda el tapiz novelesco que no pudo
nacer aquí en cerca de doscientos años. Aquí está la novela de Miranda, lograda
y redonda para compensarnos con una obra maestra la excesiva espera que condenó
al prócer al silencio y a nosotros a la frustración.
La novela de Miranda es, sin duda, una “chef
d'oeuvre". Toda la vida del Precursor refute hacia el recuerdo o se
convierte en recuerdo cuando la delación o la entrega lo pone en manos del
enemigo. Entonces cada pequeño episodio, brilla con la luz intensa. Es que
Miranda ha sido entregado por su propia patria. El recuerdo lo lleva hasta las
estepas de Moscú. Allí este criollo incansable interesó a Catalina La Grande en
la independencia de la América Meridional. ¿Quién había marcado semejante
distancia hasta una corte remota para que la obra de nuestra emancipación
tuviera el interés y la ayuda de sus autoridades? En este momento, cuando
Miranda va a caer en manos del enemigo de siempre, obra de sus compatriotas, el
interés que suscito su exposición sobre las posibilidades de expandir el comercio
entre Rusia y América auguraba una ayuda sólida. Miranda llevó a la bandera
tricolor que diseñó en San Petersburgo, amarillo, azul y rojo, modificando así
el pendón imperial de los zares. La nieve cayendo como sudario sobre aquella
estepa. Ir hasta allá por la libertad de América nadie lo había hecho hasta
entonces. ¿Quién se atrevió a cruzar los mares helados para entrar a la bahía
de Finlandia y recorrer de esa manera las superficies acuáticas que llevan a la
corte rusa? Sólo él, porque tenía la seguridad de investir la representación de
todo un continente. No hubo ser culto en la tierra que durante cuarenta años no
viera en Miranda la encarnación de la América Austral. Esa compenetración entre
el héroe y la causa, llevo a identificarlos de tal suerte que el hombre sugiere
la causa y viceversa. Para Jorge Washington, Miranda era el vocero de las
aspiraciones del continente meridional. Como Miranda combatió por la
independencia de los Estados Unidos, los patriotas norteamericanos lo
consideraban uno de los suyos. Jamás distinguieron los líderes de la
independencia gringa entre ellos y este criollo que llegó a los Estados Unidos
a la cabeza de un cuerpo armado. Para los líderes yanquis, Miranda era uno de
ellos. Lo mismo creían los jefes de la revolución francesa. Aunque entre éstos
los matices ideológicos establecían ciertas diferencias. Dividida la revolución
entre jacobinos y girondinos a Miranda lo ubicaron esas tendencias en el
casillero que le correspondía. De todas maneras su colocación en el Arco de
Triunfo lo ubica entre aquellos que merecen el reconocimiento integral de
Francia. Todo eso lo hizo por la independencia de la América del Sur en lo cual
no descansó un minuto. Ahora los suyos lo entregan al enemigo que no vacilará
en sembrarlo en vida para que el tiempo acabe de comérselo. Pocas cosas
resultan peores que una determinación tomada en la vehemencia de un momento
cargado de pasión. Miranda iba a servir de chivo expiatorio y eso lo puso en
manos de las autoridades coloniales. Los jóvenes patriotas creyeron castigarle
su inacción, fruto de su conservatismo, esas vacilaciones que lo enfrentaron a
quienes en el campo patriota eran más resueltos. Debilitaron el sentimiento de
la independencia e hicieron irreversibles la derrota de la causa republicana.
Tendrá que venir la emigración a Oriente, para que la independencia recuperase
su fuerza inicial. Tendría Venezuela que sacrificar a uno de sus hijos más
insignes, para que la venganza se sintiera satisfecha. La guerra a muerte que
sacrificó tantas vidas y la inmolación de Francisco de Miranda fueron algunos
de los precios que hubo de dar Venezuela por haber desconocido al Precursor de
su independencia. Muchos años después habrían de entender los protagonistas de
este episodio su execrable naturaleza.
Esta novela de Mario Szichman es algo así como un toque de atención para
los escritores venezolanos. Tenemos en nuestro país un verdadero caudal de
personajes novelescos. Cada prócer, cada tirano, cada caudillo es casi un caso
clínico para la psiquiatría. Allí, en su historia, yace una novela. ¿Acaso hay
ser más novelesco que Cipriano Castro quien amenazaba a Teodoro Roosevelt
cuando ya Estados Unidos era la primera potencia mundial, con la cólera de sus
retaliaciones? Aquel Cabito llamaba a Roosevelt el gánster bien armado cosa a
la cual no se atrevía ningún Presidente latinoamericano del momento. La
avaricia de Marcos Pérez Jiménez era tan marcada que casi añoraba los centavos
de sus sueldos y por supuesto realizaba toda clase de negocios a la sombra del
poder. En Castro y en Pérez Jiménez estarían la materia prima para novelas tan
insignes como El Señor Presidente o Yo el Supremo. Para esa tarea, tan
excitante como digna en cuanto a Bolívar y Miranda, han tenido que venir a
Venezuela a llenarnos el vacío. El colombiano Indalecio Liévano Aguirre
escribió la mejor biografía de Simón Bolívar y ahora Szichman nos entrega esta
estupenda novela sobre Miranda. No deja de tener sobresalientes méritos de
calidad esta novela. Todo ocurre en un solo lugar, La Guaira, donde Miranda es
entregado a los españoles. Pero allí, en un recuerdo que va pasando como film,
se evoca toda la vida del personaje. La rememoración de su vida, a la cual se
entrega desde que mide la villanía de quienes lo han entregado nos lleva de San
Petersburgo como lo dijimos arriba a los feraces valles de Pennsylvania donde
Miranda se gradúa de militar. La venganza de Miranda contra quienes le han
traicionado estriba en evocar todo lo que él hiciera en casi medio siglo por la
causa de esta independencia de Venezuela que ahora lo condena a morir en una
penitenciaria lejana. Las intrigas que es necesario tejer, los complots a los
cuales hay que prestarse, las alianzas inverosímiles, todo ese tejido de
maniobras florentinas que van llevando a la independencia comparecen ahora ante
la memoria de Miranda en aquel puerto donde los suyos le han puesto en manos
del enemigo de siempre. Más que los grillos de La Carraca a Miranda le va
matando la amargura que deja el dolor. Nunca creyó el Precursor que terminaría
sus días por un acto indigno de sus propios compatriotas. La introspección del
Miranda amargado es conducida por el autor con tal maestría que quien lea la
novela ve a Miranda y penetra en su alma a dialogar con él. Podría decir que
esta novela va a entrar por derecho natural a la lista de los clásicos de la
narrativa venezolana. El tema tan ligado a uno de los momentos más bochornosos
de nuestra historia, el estilo buido, la técnica sutil que no permite eludir
nada y la sinceridad del relato, ajena a prejuicios patrioteros, todo otorga
relevancia a la obra.
[i] El trabajo apareció en América Cahiers du CRICCAL. Les idnépendances de
l´Amérique latine: acteurs, représentations, écritures. Vol. 1. Nº 41. Paris: Presses de la Sorbonne Nouvelle.
2012. Pp. 215-223.
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