Mario Szichman
Robert Louis Stevenson
Jorge Luis Borges solía decir que algunos libros clásicos eran “las formas más famosas del tedio”. Pertenecía a la vieja escuela. Solía leer por placer, aunque cada ser humano encuentra el placer de la lectura en distintos lugares.
Algunos de los libros mencionados por Borges no forman parte de la biblioteca de un intelectual. No hay nada cuestionable en ello. Después de todo Stendhal, antes de ponerse a escribir sus formidables novelas, buscaba inspiración en el Código Napoleón. Y Robert Louis Stevenson tuvo la audacia, realmente incomparable, de leer El vizconde de Bragelone, de Alejandro Dumas.
En un post anterior (Cómo residir en un libro. Robert Louis Stevenson y el arte de leer: https://marioszichman.blogspot.com/2016/11/como-residir-en-un-libro-robert-louis.html), dije que el narrador escocés confesó haber leído “en cinco o seis ocasiones” El Vizconde de Bragelonne, la tercera parte de la saga de Los Tres Mosqueteros, que tiene 1.500 páginas. Los lectores más valerosos suelen eludir las primeras mil páginas, y solo se atreven a leer las últimas quinientas, que aluden al hombre de la máscara de hierro.
Stevenson debió aceptar que era desconcertante su favoritismo por El Vizconde de Bragelonne. En primer lugar, reconoció las fallas de la novela: el vizconde es trivial, y la heroína comparte su debilidad. Pero, aún así… Stevenson dijo en una de sus cartas: “Una vez apartaba la novela de mis manos, me asomaba a la ventana, y observaba la nieve en el jardín, y la luz de la luna invernal ofreciendo brillo a las colinas blancas. Enseguida retornaba al campo soleado de la vida, donde podía olvidar mis tribulaciones y mi entorno. Esa novela que estaba leyendo era un sitio tan habitado de personas como una ciudad, iluminado como un teatro, ocupado por rostros memorables, y colmado de conversaciones deliciosas… Ninguna parte del mundo parecía tan encantadora como esas páginas. Ni siquiera uno de mis amigos era tan real, tan querido, como d'Artagnan”.
Tal vez Stevenson, más que aludir al goce despertado por una novela en particular, exaltaba, exclusivamente, el simple placer de leer. Un goce tan omnímodo, que permitía ignorar la calidad de un texto. Stevenson era, realmente, un escritor muy generoso; podía hipnotizarse con la prosa de otros, creer en ella, derrochar elogios inmerecidos. ¿Y por qué no?, después de todo, cada persona lee algo distinto en un texto. Se relaciona más con su personalidad y con sus recuerdos, que con la página impresa. Al fin y al cabo, Stendhal encontró erotismo, aventuras y toda clase de reflexiones en el Código Napoleón. Tal vez, hasta el reflejo de una mujer amada.
LOS LIBROS COMO ELECCIÓN DE OBJETO
En noviembre de 1945, George Orwell, el autor de “1984”, publicó en el periódico Tribune, de Londres, su ensayo “Good Bad Books,” buenos libros malos, que es una especie de puesta al día de un ensayo previo de G. K. Chesterton donde el creador del Padre Brown se concentraba en los “good bad book.”
En realidad, cada generación de lectores cuenta con su cuota de buenos libros malos. A diferencia de los clásicos de la narrativa, que suelen eternizarse (Somerset Maugham calculaba ese eternidad en unos 300 años. No todos los días se escribe Don Quijote o Gargantúa y Pantagruel, o Pilgrim´s Progress), los buenos libros malos suelen pasar rápidamente al basurero de la historia. Aunque no siempre, y tampoco en todos los países.
Pero primero, la definición de qué constituye realmente un libro malo. Hay muchos libros malos que han desaparecido de las bibliotecas y luego, se transfiguraron en buenos hasta convertirse, en fecha posterior, en parte de nuestra herencia cultural.
¿Es La cabaña del tío Tom un buen libro malo? Al menos en Estados Unidos, es un clásico. ¿Merece ese calificativo? Según la opinión de Orwell, la novela de Harriet Beecher Stowe es “quizás el supremo ejemplo de un ´buen mal’ libro. Es un libro involuntariamente ridículo, repleto de absurdos, y de melodramáticos incidentes”…
Durante el siglo diecinueve, La cabaña del tío Tom fue la novela más vendida en Estados Unidos, y el segundo libro más vendido en esa época, solo superado por la Biblia. Se dice que ayudó a alimentar la causa de la abolición de la esclavitud. Existe una famosa, y apócrifa anécdota, según la cual, Abraham Lincoln, tras encontrarse con la novelista, al comienzo de la guerra civil, preguntó “¿Así que ésta es la pequeña dama que inició la gran guerra”?
¿Qué propulsó al público de habla inglesa a comprar ejemplares de la novela? Orwell tuvo un buen presentimiento. Sí, era cierto, la novela podía ser ridícula, absurda, llena de melodramáticos incidentes. Pero, al mismo tiempo, “Es profundamente emotiva, y esencialmente verdadera. Es muy difícil precisar cuál de esas cualidades supera a la otra”. Posiblemente, la segunda.
Inclusive el criterio de Orwell sobre los buenos malos libros, ha sido superado por la crítica moderna. Al analizar a escritores “francamente escapistas”, el escritor británico tropieza con algunos narradores que cada día parecen más grandes, en tanto en su época eran, aunque admirados, observados con displicencia en el Parnaso de los creadores. Es el caso de Arthur Conan Doyle, Bram Stoker, o H. Rider Haggard. Los autores de Sherlock Holmes, Drácula, o Las minas del Rey Salomón, crecen en fama con cada día que pasa, además de proponer acertijos que afectan a diversas disciplinas intelectuales.
Es posible que parte de su popularidad se deba al cine; aunque no siempre. Las aventuras de Sherlock Holmes, y eso incluye las parodias, no han tenido la fama, o la calidad de Drácula, especialmente la versión de 1931. Todos los monstruos sagrados de Hollywood se congregaron en la versión de 1931 dirigida por Tod Browning, con Bela Lugosi como el conde Drácula, Karl Freund a cargo de la cinematografía, y Bram Stoker, Hamilton Deane y John L. Balderston en las diferentes partes del guión.
En el caso de Las minas del rey Salomón, aunque se han hecho varias versiones para la pantalla grande, solo la primera, de 1950, con Stewart Granger en el rol del aventurero Allan Quartermain, y Deborah Kerr, como su enamorada, es perdurable.
Orwell no pudo anticipar los caminos que recorrerían esas novelas de aventuras o de horror, cuando las calificó de “libros absurdos, libros que hacen al lector más propenso a reírse de ellos, que con ellos”. La revisión de los críticos alteró la perspectiva.
En el caso de Conan Doyle o de Rider Haggard, los críticos celebran ahora la calidad de la prosa. Ambos autores parecen escribir cada día mejor. Con respecto a Stoker, su creación del vampiro es en estos momentos coto de caza privado de los psicoanalistas o de autores de ciencia ficción. (También como pura novela, Drácula es excepcional).
Es posible que ni siquiera los autores de esas obras tomaran muy en serio sus creaciones. Llegó un momento en que Conan Doyle asesinó literalmente a su protagonista, pues deseaba dedicarse a escribir novelas “serias”. Y las escribió, como es el caso de The White Company, o The Lost World, por cierto, un muy buen relato que transcurre en una Sudamérica aún poblada por dinosaurios. (Unos ubican la acción en Bolivia, otros, en el monte Roraima, una región fronteriza entre Venezuela, Guyana y Brasil). Tras ese homicidio, y debido al clamor popular, Conan Doyle se vio obligado a resucitar a Sherlock Holmes.
Hay una pregunta inquietante de Orwell: “¿Quién ha envejecido mejor, Arthur Conan Doyle o George Meredith?”. En su época, Meredith era un autor muy admirado por autores como Stevenson, Algernon Charles Swinburne, Leslie Stephen. Y Conan Doyle le rindió homenaje en un cuento, The Boscombe Valley Mystery. En determinado momento, durante la discusión de un caso, Sherlock Holmes le dice al doctor Watson: “Mejor hablemos ahora acerca de George Meredith, si le complace, y dejemos temas menores para mañana”. Y Oscar Wilde sugirió que sus novelistas favoritos eran Balzac y Meredith. “¿Quién puede definir a Meredith?” se preguntaba Wilde. “Su estilo es el caos iluminado por relámpagos”.
Hoy, muy pocos recuerdan a Meredith.
Otra propuesta de Orwell: los libros que suelen subsistir son aquellos que, aunque carecen de toda pretensión literaria, siguen siendo muy legibles o devorables. Uno de ellos, que acabo de comprar exclusivamente por recomendación de Orwell, es We, the Accused, de Ernest Raymond, que ha resucitado en fama, y ha tenido varias ediciones tras la crítica del autor inglés.
¿Cuáles son las razones de la segunda vida de We, the Accused? Se trata, dice Orwell, de “la historia de un homicidio, peculiarmente sórdida y convincente”. Una de sus virtudes es que el autor “no desprecia a sus personajes por su patética vulgaridad”. Al igual que Una tragedia americana de Theodore Dreiser, añade el crítico, la novela hasta prospera por la manera en que fue escrita. “Los detalles se suman a los detalles, sin selección alguna”. En el proceso, “se registra el efecto de una crueldad terrible, demoledora, construida con lentitud”.
Una de las conclusiones del texto de Orwell: las grandes novelas se escriben con el corazón, no con el cerebro. El gran narrador siempre parece más preocupado con la tragedia de sus personajes, que con la amabilidad de los críticos.
Dice Orwell: “Existe una indefinible cualidad, una especie de vitamina literaria” en las grandes novelas, que falta en otras, escritas quizás con más calidad, pero desnutridas de emociones. Y Orwell rubrica su afirmación, con esta espléndida frase: “Hay poemas más bellos en las canciones de los teatros de variedades, que tres cuartas partes de los poemas que meten en las antologías”.
Y en ese sentido, señalaba el escritor, existe algo en La cabaña del Tío Tom, “que sobrevivirá a las obras completas de Virginia Woolf o de George Moore”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario