Mario Szichman
Potboiler:
“Un libro, o un filme creados con medios
baratos, no
por razones artísticas, sino
con la
intención de ganar dinero”.
Diccionario Merriam-Webster's
La novela The Bad Seed, de
William March (1954), debe ser uno de los potboilers
más curiosos en la historia de la literatura estadounidense. Es
sensacionalista, se devora en escasas horas, el tema es muy desagradable, y es
difícil encontrar un personaje simpático o atractivo, pero marcó también una
divisoria de aguas. Por una parte, atrajo los elogios de escritores como Ernest
Hemingway, John Dos Passos, Carson McCullers y Eudora Welty. Por otro lado, la
primera edición vendió un millón de copias en pocos meses. Fue un éxito
taquillero en un teatro de Broadway gracias a una excelente labor del
dramaturgo Maxwell Anderson, y a las actuaciones de Patty McComarck, en el rol
de una niña asesina, y de Nancy Kelly, como su atormentada madre. Ambas
actrices, junto con otros intérpretes de la obra teatral, participaron luego en
la versión cinematográfica dirigida por
Mervyn LeRoy, que obtuvo cuatro nominaciones al Oscar, incluida Patty
McComarck, y atrajo cientos de miles de espectadores, aunque su final “feliz”
debe ser uno de los más horrendos en la historia de Hollywood. (La niña asesina
moría al ser partida literalmente por un rayo).
Si bien la novela de March es un modelo de narración –resultó finalista en The National
Book Award– el propio autor fue el primero en considerarla un potboiler. En ese sentido, puede figurar al lado de otros
potboilers prestigiosos como Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Robert Louis
Stevenson, o Sanctuary, de William
Faulkner. Y por similares razones. A veces un autor prestigioso trabaja un tema
incómodo que lo atrae y lo repele al mismo tiempo mientras, como decía Roberto
Arlt, Dios, o el diablo, le recitan palabras inefables al oído.
Leer The Bad Seed tras haber visto la película hace medio siglo,
es una inusitada sorpresa. Es como si el filme, definitivamente un potboiler creado con la indudable
intención de obtener dinero, mucho dinero, hubiera servido de burdo taparrabos
para encubrir una gran novela plagada de claves inquietantes sobre la
sexualidad humana.
Cuando un narrador es realmente talentoso, su vida personal siempre figura
en un discreto segundo plano, alentando preguntas de difícil respuesta. La
sexualidad de March –sublimada en sus novelas– animó la creación de la niña
Rhoda Penmark, un monstruo de ocho años de edad, amable, cortés y cariñoso.
Rhoda asesina por un inflexible sentido de justicia, e ignora tanto el pecado
como el remordimiento.
Pero Rhoda no está sola. March parece sugerir que ese ambiente edulcorado
en que la niña ha crecido, rodeada y agobiada por mujeres depredadoras y
banales, y por hombres de agazapado desarrollo, ha contribuido a la creación
del monstruo.
Hay dos narrativas superpuestas en The
Bad Seed, una que podría caracterizarse como del Smart Set, donde se discute cine, poesía, pintura, sociología, y
especialmente psicoanálisis, y otra donde solo interesan las pasiones humanas
sin veladura alguna. Sigmund Freud decía que en los juguetes de los niños se
plasmaban los resabios del hombre primitivo. Y esos diálogos que animan a los
personajes de The Bad Seed
representan apenas el barniz que encubre de manera imperfecta los apetitos
humanos.
March nunca se casó, nadie le conoció una relación con una mujer, tuvo dos
graves episodios psicóticos, y, como señaló su amigo Klaus Perls, padeció la
tragedia de “quienes deben satisfacer sus intereses sexuales en zonas donde
pueden ocurrir tragedias”.
En la novela, Monica Breedlove, una mujer “liberada”, quien ha sido
analizada durante un tiempo por Freud, habla sin problema alguno de la “envidia
del pene” o de fantasías incestuosas. Su hermano Emory, posee “una
homosexualidad larvada”. Christine Penmark, la madre de Rhoda, carece de vida
sexual. Su esposo es el eterno ausente. Cuando descubre que su hija es una
asesina, pasa por todas las etapas, desde la desesperada protección de Rhoda,
la apatía, la total indiferencia por su suerte, hasta una acción criminal.
Como en Young Goodman Brown, el
cuento de Nathaniel Hawthorne, cada personaje tiene una vida diurna, y otra
nocturna. Pulcros modales encubren deseos bestiales. Leroy, el conserje del
edificio donde vive Rhoda, muestra la tipología de un violador de menores, y
cuando la niña le causa una horrenda muerte, el lector simpatiza con su acto.
LAS APARIENCIAS
ENGAÑAN
El mayor acierto de March fue crear a Rhoda Penmark, una especie de proto
Barbie o de Lolita. Es bella, rubia, cortés, e inteligente. En la versión
cinematográfica, el crítico del New York
Times Bosley Crowther dijo que Patty McCormack, la actriz encargada de
interpretar a Rhoda, no parecía una niña de ocho años, sino alguien capaz de
competir con Marylin Monroe.
Mientras los adultos, y especialmente las mujeres que podrían ser sus
abuelas, la adoran, los marginales como el conserje Leroy, o sus compañeros de
escuela, sospechan de ella, y la temen con sobradas razones. Cuando el niño Claude
Daigle gana una medalla de oro que Rhoda ambicionaba obtener, y luego aparece
muerto, todos sospechan de Rhoda. Las autoridades de la escuela donde ocurrió
el presunto incidente le dicen a la madre de Rhoda que deberá buscar otro sitio
en el que pueda seguir estudiando, pues no tendrán cupo para ella al año
siguiente.
Christine Penmark comienza a atar cabos, y la historia empieza a
transcurrir hacia el pasado. Christine recuerda otros incidentes. Luego que
Rhoda se aburrió de uno de sus perros, el animal sufrió, según la niña, “una
caída accidental” desde la ventana de su apartamento. En otra ocasión, una vecina le prometió a
Rhoda un collar muy bello para después de su muerte. Poco después, la vecina apareció
muerta tras rodar por las escaleras de su casa. Rhoda heredó el collar.
Pese a su disciplina, buenos modales, y persistentes estudios, Rhoda debe
ser cambiada de escuela con frecuencia, tras ser considerada “una niña fría,
autosuficiente, que crea sus propias reglas”.
Tal vez el atributo principal de la
novela es que obliga al lector a ser el tercero en discordia. March tenía la
mirada de un entomólogo, y en cada escena hay una narración objetiva, y un
subtexto que pone en entredicho cada una de las palabras pronunciadas.
Christine, la madre de Rhoda, parece navegar entre el sueño y la pesadilla. Es
invitada a una fiesta, y solo contempla al resto de los concurrentes, o emite
infrecuentes opiniones, mientras reflexiona sobre su vida secreta.
¿Cuál es la razón de que su hija se haya convertido en una asesina? ¿Existe
alguna posibilidad de salvarla de un trágico destino? Christine empieza a
interesarse en casos policiales, y descubre que es hija de una asesina que
acabó con prácticamente toda su familia para quedarse con la fortuna. Atribuir
los crímenes de Rhoda a una herencia simbólica, es quizás el único traspié de
March. Un toque a lo Cesare Lombroso que no armoniza con su admiración y
conocimiento del psicoanálisis freudiano. Quizás en esa parte específica del
relato, March necesitaba un fuerte elemento del potboiler a fin de justificar el intento de asesinato de Rhoda por
parte de la madre.
El final de la novela es impecable. En su intento de que la historia no se
repita, Christine decide dar a Rhoda píldoras para que duerma el sueño eterno.
Luego se suicida alojándose un balazo en la cabeza. Una vecina descubre el
cadáver de Christine, y a Rhoda agonizando. Lleva la niña al hospital y le salva
la vida. Horas después regresa Kenneth, el ausente padre de Rhoda. La vecina
que salvó a Rhoda le dice a su padre: “No desespere señor Penmark. No siempre
podemos entender la sabiduría de Dios, pero es necesario aceptarla. No todo le
ha sido arrebatado. Al menos Rhoda se salvó. Todavía usted tiene a Rhoda. Debe
sentirse muy agradecido”.
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