Mario Szichman
Mickey temía que su padre hubiese muerto. Durante una visita al dentista había
leído en una revista que era el tipo de incidente capaz de destruir la vida de
un hombre. Estaba relacionado con el complejo de culpa.
El miedo de Mickey estaba agravado por el hecho de que ignoraba lo ocurrido
con su padre. ¿Seguía vivo o había fallecido?
Louie, el padre adoptivo de Mickey, desechaba esas aprensiones “Estoy
convencido de que tu padre sufrió una muerte prematura, posiblemente en alguna
parte del Caribe”, solía decirle. “¿O fue en Siberia?”
Hasta que un día, apenas llegado a la mayoría de edad, Mickey recibió una
carta de un familiar del cual nunca antes había oído hablar. Tras desearle un
feliz cumpleaños, el familiar le dijo a Mickey que deseaba formularle una
pregunta: “¿Qué tal está Leibele?” La
carta había sido firmada por “Equis, tu pariente extraviado” e incluía un SASE,
un sobre con estampilla y la dirección del pariente, aunque no su nombre.
Si Mickey deseaba responder qué tal estaba Leibele, bienvenido, decía la
misiva. Si no, que se olvidara de la pregunta.
Mickey envió de inmediato al nuevo pariente el sobre SASE, preguntando
quien era Leibele. El pariente le informó que así se llamaba su padre, y le
ofreció algunas señas particulares de su desaparecido progenitor. Leibele había
perdido tres dedos de su mano izquierda y un ojo, posiblemente el derecho, en
la última guerra. Luego de increíbles aventuras, el padre se había hecho residente
de la isla caribeña de Saint Vincent, e instalado una joyería.
De esa manera, apenas cumplidos los 21 años de edad, Mickey recuperó un
pariente extraviado y quizá, un padre vivo. Las dudas comenzaron a
atormentarlo. ¿A quién creer, a Louie, su padre de crianza, un hombre decente a
quien tenía en un altar, o al recién estrenado familiar del cual ignoraba sus
antecedentes?
Mickey era un hombre muy metódico. Como no podía resolver quién estaba
diciendo la verdad, optó por crear una nueva categoría de progenitor: el padre
en estado de vida latente. De esa manera, podría remover cielo y tierra hasta
aceptar la alegría de haber recuperado a su padre, o la congoja de lamentar su
prematura muerte.
En principio, prefirió ignorar los datos facilitados por el flamante
pariente. No se molestó en investigar si en la isla caribeña de Saint Vincent
vivía un hombre llamado Leibele propietario de un negocio de joyería, quien
andaba escaso de dedos y sufría de una merma del cincuenta por ciento en la
vista. Pero Mickey estaba enterado del avance en aparatos prostéticos, y
consideraba esas claves de escasa importancia. Más prometedora era la
información obtenida en la panadería donde Mickey se ganaba la vida retorciendo
pretzels. Abraham, uno de sus
compañeros de tareas, había sido atormentado por un padre en estado de vida
latente. Abraham era un hombre muy viejo, y era imposible que su padre pudiese
seguir vivo, pero nadie osaba formular comentarios por respeto a sus canas.
Cuando Mickey le preguntó a Abraham qué emociones experimentaba quien tenía
un padre en estado de vida latente, Abraham alzó las manos al cielo, y dijo: “¡Oh, Dios mío! ¡Oh Dios mío! No
existe una maldición más grande. Las personas que tienen un padre, ya sea vivo
o extinto, pueden alcanzar algún día la felicidad o, al menos, cierto grado de
salud mental. Pero nada de eso ocurre con una persona que vive a la sombra de
un padre en estado de vida latente. Míreme con atención. He perdido mi
dentadura, mi cabello, y mi rozagante cutis, además de tres esposas y dos
hijos. Ignoro por qué sigo vivo. O quizás lo sé. ¿Sabe por qué sigo vivo?
Porque tengo un padre en estado de vida latente. Aunque las dudas me están
matando todos los días, no me dejan morir. ¿Está mi padre realmente vivo? ¿Está
verdaderamente muerto? En una ocasión decidí convertirme en un cínico, y me dije
a mí mismo: ´ ¡Ya es suficiente! Si mi padre sigue vivo, tendría que haberme
enviado alguna señal, al menos por gentileza. Y si está muerto, alguien debería
haberme informado de su deceso. ¿Es mucho pedir?´ Pero ni siquiera conseguí
prolongar el cinismo en mi provecta existencia. Nada puede superar en zozobra a
la existencia de un padre en estado de vida latente. Por lo tanto, querido
amigo, y esto que le digo no es para destruirle la vida, abandone toda
esperanza y resígnese a la más profunda desesperación. Ha pasado a integrar la
maldita legión de quienes padecen un padre en estado de vida latente,... Por
cierto, y esto no es una crítica: la forma en que usted retuerce los pretzels
delata a un aficionado. Debería ir a una escuela de repostería”.
Pero Mickey era joven, decidido, valiente. No estaba dispuesto a
convertirse en prisionero de un padre en estado de vida latente, por lo tanto, decidió
remover cielo y tierra hasta descubrir a qué categoría pertenecía su padre, y
obrar en consecuencia.
Su primera tarea fue visitar algunos amigos que tenían un problema similar.
Algunos lamentaban la prematura muerte de sus progenitores, otros deseaban que
sus padres se cayeran muertos en ese mismo instante para heredar sus fortunas,
e iniciar una vida de lujo y de placer con bellas descocadas.
Animado por su espíritu metódico, Mickey cubrió todas las bases. Inclusive
visitó a dos parricidas. Al principio deploraron su mala suerte, por dejar
huellas delatoras en las habitaciones donde habían consumado sus asesinatos.
Pero ya en la cárcel consiguieron arrepentirse de sus pecados gracias a un
programa de rehabilitación de parricidas.
El próximo paso de Mickey consistió en anotarse en un curso por
correspondencia donde uno podía graduarse de consejero y enseñar a otras
personas a afrontar el duelo. Aunque la matricula era bastante costosa,
aprendió mucho. Por ejemplo, que cada persona reacciona frente al dolor de una
manera diferente. Algunas lloraban, otras gritaban, y varias habían sido
arrestadas tras morderle la nariz a algún familiar que no compartía su pena. Ciertas
parejas reaccionaron invocando a Eros, y fueron descubiertas en cuartos
oscuros, corredores o baños, o detrás de tumbas, intentando depositar la carga
de una vida enlutada en seres de la siguiente generación.
Las variadas experiencias fortalecieron el carácter de Mickey, quien
comenzó a abrigar la esperanza de superar la maldición del padre en estado de
vida latente. Abandonó la panadería, aburrido de retorcer pretzels que nunca
adquirían una forma inteligible, empezó a ganar dinero como consejero de
personas abrumadas por la pena, y por primera vez en su vida logró invitar a
muchachas a ir al cine, y a restaurantes, aunque debió prescindir del tópico
del padre en estado de vida latente cuando la segunda jovencita lo invitó a
arrojarse debajo de un automóvil a fin de que cesara de fastidiar con sus
lúgubres pensamientos. La tercera jovencita se mostró más receptiva a sus
encantos, aunque en cierta ocasión, le reveló un penoso secreto de su vida. La
joven había tenido un amante, un hombre con una exquisita educación, que tras
perder a su padre en oscuras circunstancias, empezó a enloquecer. El hombre, preocupado
por sus inclinaciones homicidas, optó por refugiarse en su casa; temía que si
la abandonaba, mataría a su padre de manera totalmente casual. Pero de nada
sirvieron sus precauciones. Un día, cuando la novia de Mickey fue a visitar a
su ex prometido, lo encontró en el centro del comedor observando un cadáver con
impasibles ojos.
“Asesiné a mi padre con mis propias manos”, confesó el hombre de gran
educación y excelentes modales. “Murió maldiciendo la carne de su carne”.
Esa revelación causó una enorme congoja en Mickey. Estaba seguro de que en
algún lugar del mundo, su padre en estado de vida latente pensaba tenderle una
emboscada, para convertirlo en un parricida. Atribulado, visitó un día la
panadería donde había trabajado, y pidió consejos a su excompañero de tareas,
el anciano que tenía un padre en estado de vida latente.
“Admito que es una apuesta muy grande”, dijo el excompañero de tareas,
“pero le recomiendo encontrar a ese hombre llamado Leibele que vive en la isla
caribeña de Saint Vincent. No tiene nada que perder”.
Mickey decidió retornar a la panadería, y seguir asesorando a personas afligidas,
pues necesitaba reunir mucho dinero para poder viajar a Saint Vincent. Le urgía
resolver el enigma.
Un día, llamó a la policía de la isla y preguntó a un funcionario si era
posible localizar a un hombre llamado Leibele, que era propietario de un
negocio de joyería.
“¿Usted se refiere a Leibele, el físicamente discapacitado?” preguntó el
funcionario con gran cortesía. “El señor Leibele es un pilar de nuestra
comunidad. Sentimos gran satisfacción de contarlo entre nuestros residentes, y
estamos muy orgullosos de que otro hombre de origen hebreo haya decidido
radicarse en nuestro bello archipiélago, muy orgullosos. También contamos con
tres hombres de origen árabe, que han hecho buenas migas con el señor Leibele”.
Mickey experimentó una gran paz interior. Estaba seguro de que todos sus
problemas estaban a punto de resolverse. Se dirigió a la biblioteca pública, solicitó
información sobre Saint Vincent, y leyó en el Lloyd´s Register que el tanquero Timbucktu visitaba la isla con frecuencia.
Solo existía un problema: el costo del pasaje era prohibitivo. Por lo
tanto, se inscribió en un gimnasio, a fin de adquirir un buen estado físico, y
dos meses después, protegido por las sombras de la noche, ingresó al tanquero
como polizón, escondiéndose en un enorme tambor de hierro donde solían arrojar
basura. Afortunadamente, entre los desechos había suficiente comida para
abastecer un regimiento.
Finalmente, Mickey fue descubierto por un miembro de la tripulación y
arrojado a las aguas infestadas de tiburones y contaminadas por derrames de
petróleo. Gracias al vigor adquirido en el gimnasio, logró arribar a la costa
sin problemas. Su alforja de dinero estaba intacta, y pudo adquirir, de algunos
nativos, ropas y calzado en buenas condiciones.
Al llegar a Kingstown, la capital de Saint Vincent, Mickey fue informado de
que su padre, Leibele, había fallecido semanas antes de una muerte prematura.
Mickey quiso asegurarse y pidió que le entregaran los restos de su progenitor.
El jefe del Departamento de Salud se negó a la solicitud e invitó a Mickey a
abandonar la oficina de inmediato si no quería ser arrestado.
Esa misma noche, Mickey se dirigió al cementerio hebreo de Saint Vincent
donde su padre descansaba en paz, y desenterró los restos con la ayuda de una
pareja que estaba oculta detrás de la tumba.
Su padre estaba envuelto en un manto ritual que lo cubría por completo.
Cuando se lo quitó, Mickey observó que le faltaba la mano derecha. En su rostro
había un ojo de vidrio casi desprendido de la órbita. Mickey volvió a envolver
al cadáver en el manto, y luego recitó el Kaddish, la oración en homenaje a los
muertos.
Días más tarde, Mickey volvió a instalarse en su pequeña comunidad. Dejó de
afeitarse durante un mes, encendió una vela en la repisa de su dormitorio, y
puso contra la pared todos los espejos de su apartamento. Louie, el padre de
crianza de Mickey, lo acompañó en sus plegarias.
A partir de ese momento, la vida de Mickey registró un saludable cambio.
Tras concluir el período de duelo, llamó por teléfono a su exnovia, y le pidió
una cita. La mujer aceptó. Luego, le dijo al dueño de la panadería que estaba
harto de retorcer pretzels, y deseaba
abandonar el trabajo. El dueño de la panadería le dijo que no deseaba perder un
empleado tan honesto, y le ofreció un puesto como supervisor, además de un
aumento de sueldo. Todos en la panadería felicitaron a Mickey, inclusive
Abraham, el hombre que había sido maldecido con un padre en estado de vida
latente.
Pasaron los años sin grandes contratiempos. Mickey no se casó con su exnovia,
sino con una mujer que encontró de casualidad en un autobús. Tuvieron dos
hijos. Mickey compró una pequeña vivienda, y finalmente, el dueño de la
panadería ofreció convertirlo en su socio.
Nuestro héroe perdió algunos dientes y el cabello, y ganó peso. Era un
padre orgulloso y un marido fiel. Luego, cuando se convirtió en abuelo, se
preparó para su muerte y tomó previsiones a fin de no transmitir congoja a su
progenie. Distribuyó su pequeña fortuna entre su esposa, sus hijos y sus
nietos, pagó con dinero en efectivo por un lote en un cementerio, vendió su
parte en la panadería, y se mudó con su esposa a Florida.
Hasta que un día, cuando Mickey estaba celebrando sus sesenta y cuatro años
de vida dormitando al sol, su esposa le trajo una carta. Había sido escrita por
un pariente extraviado, que deseaba a Mickey un feliz cumpleaños y le
preguntaba cómo estaba su papá Shimele. La razón por la que le estaba escribiendo
era que en una carta previa había cometido un error e indagado por Leibele.
Mickey observó a su amada esposa, y reflexionó en todas las penas que
debería soportar. Pensó en la furia que sentirían sus hijos una vez
descubrieran la maldición. Luego, se
levantó de la reposera emplazada en su pequeño jardín, se dirigió a la
vivienda, tomó una hoja de papel y un sobre de su escritorio, y le escribió a
su extraviado pariente preguntando por Shimele.
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