Mario Szichman
(Publiqué hace
algunos años, en el periódico Tal Cual
de Caracas, varias “fábulas edificantes”, que solían estar relacionadas con la
figura de “El líder máximo” de ese país. En esta ocasión, sin embargo, aludo a
la Argentina).
En mi país se cumplen todos los sueños, absolutamente todos. Mencionen un
solo sueño que ustedes no hayan podido concretar en su país y verán que es
sencillo perpetrarlo en el mío.
Por ejemplo, un amigo que vive en un país foráneo –es increíble la cantidad
de países foráneos diseminados por el mundo– me preguntó en una ocasión: ¿Por
qué su gobierno desea eternizarse en el poder? Ese amigo prefiere vegetar en un
país donde existe una renovación de poderes en las fechas establecidas por la
Constitución. Cree, con Mark Twain, que los gobiernos, como los pañales, deben
ser cambiados con la mayor frecuencia posible, y por las mismas razones.
El problema es que mi amigo reside en un país cuyos ciudadanos carecen de
anhelos de grandeza. Nosotros, en cambio vivimos en un país excepcional, inmerso
siempre en escenarios inusitados. Para concretar nuestros sueños se requieren
líderes extraordinarios, capaces de prolongarse en el cargo más allá de lo
exigido en una Carta Magna. Por cierto, después que asumen el poder, siempre
modifican la Carta Magna.
En épocas felizmente superadas, nuestros gobiernos duraban un suspiro. Y
así perdimos el rumbo. Hace casi dos siglos, tuvimos el día de los tres
gobernadores, encargados de administrar la provincia más próspera del país, tan
rica, que sus habitantes podían prescindir del resto. En realidad, las demás
provincias solo constituían una carga. En la provincia más rica del país teníamos
una extensa ganadería, y tierras de cultivo de una riqueza inigualable. Gracias
a esa provincia, nuestro país fue rebautizado como “el granero del mundo”.
Pero el rencor y la envidia nos hundieron en guerras civiles. Caudillos
regionales querían compartir las rentas de la Nación –en realidad, las rentas
de nuestra provincia más rica– y lucharon durante décadas ambicionando imponer
su criterio. Aquellos que nada producían, deseaban compartir una riqueza que no
les pertenecía.
Ese modelo escindido afectó nuestra prosperidad, al punto en que hubo un
año en que fuimos gobernados de manera sucesiva por cinco presidentes. Pero
siempre la provincia más rica, más bendecida por Dios, consiguió emerger
victoriosa y logramos encauzarnos nuevamente hacia un derrotero de grandeza,
multiplicando nuestros sueños.
Tras la pesadilla de los gobiernos inestables, empezamos a soñar con la
necesidad de obtener gobiernos inamovibles, y lo conseguimos. Surgió una
pléyade de líderes inmarcesibles.
Recuerdo que en una época soñamos con tener un gobernante que durara
diecisiete años y que fuera perfecto. Nuestro sueño se hizo realidad. Su
mandato se prolongó exactamente diecisiete años. Fue en ese momento que
descubrimos sus vastas imperfecciones. Por lo tanto, lo enviamos al exilio,
prohibimos mencionar su nombre, inclusive en vano, y decidimos que ni el polvo
de sus huesos la América tendría. (Finalmente, tras más de un siglo,
repatriamos sus restos. Ahora reposan en un bello cementerio).
A veces olvidamos nuestro destino de grandeza y el lugar que merecíamos
ocupar en el concierto de las naciones. Pero siempre retornó el anhelo de redimir
nuestra perenne tradición. Vaya uno a saber, tal vez el paso de los años, el
cambio de las costumbres, los nuevos desafíos de la geopolítica, exigían
líderes titánicos que trasmutaran nuestra nación en una gran potencia. Recuperamos
el ansia de soñar con un gobernante perfecto. Y nuestro sueño volvió a hacerse
realidad. Eso ocurrió poco después de concluir la Segunda Guerra Mundial.
El mandato del nuevo gobernante perfecto se prolongó una década, hasta que
cayó la venda de nuestros ojos, y descubrimos sus máculas. Por eso, lo enviamos
al exilio en una cañonera paraguaya, prohibimos mencionar su nombre, inclusive
en vano, y decidimos que ni el polvo de sus huesos la América tendría.
Pero no somos rencorosos. Y sabemos perdonar. Al cabo de algunos años disculpamos
los extravíos del gobernante previamente perfecto, y le permitimos retornar.
Cuando regresó, todos fuimos a recibirlo, entre ellos muchos de los cuales
habían prohibido mencionar su nombre, inclusive en vano.
Esa capacidad de soñar la hemos aplicado a todas las esferas de la vida. En
una época soñamos con tener una poderosa inmigración. Y por supuesto que la
tuvimos. La mejor de todas. ¿Qué más se podía pedir? Algunos años más tarde, soñamos
con detener ese flujo inmigratorio que arruinaba nuestras mejores tradiciones,
y lo logramos.
En una época soñamos con tomar el cielo por asalto, y no vacilamos en
tomarlo. Pero después algo nos dio mala espina y decidimos erradicar de la faz
de la tierra a los que habían tomado el cielo por asalto. Borrón y cuenta
nueva. Todos ellos desaparecieron del mapa. Como si se los hubiera tragado la
tierra.
¿Les conté lo del territorio irredento? Era como una lanza clavada en el
costado de nuestra geografía, Atlántico de por medio. Un día, nos pusimos a
soñar con redimir ese territorio. Y lo liberamos. Durante setenta y cuatro días
nuestro sueño se hizo realidad. Pero luego, los usurpadores del territorio
retornaron con una enorme flota de guerra y desalojaron a nuestros soñadores.
Fue en esa ocasión cuando descubrimos que los soñadores que habían redimido el
territorio habían abusado de nuestra soberanía y violado nuestra Constitución,
atribuyéndose funciones inalienables que corresponden al pueblo en su conjunto.
Estamos seguros de que algún día rescataremos ese territorio irredento.
Como que hay Dios. A fin de cuentas, todos nuestros sueños se cumplen.
Más de uno se preguntará: ¿Cómo hacen en su país cuando los sueños se
contradicen? Aunque la pregunta es capciosa, la voy a responder: en ese caso aceptamos
la secuencia. Voy a dar un ejemplo: recuerdo que en cierta oportunidad, un
editor de periódicos muy odiado fue llevado a la cárcel. Habíamos soñado
intensamente, casi por unanimidad, en ver a ese vagabundo entre rejas. Y aunque
no deseamos el mal a nadie, en nuestros sueños deseábamos que lo apremiaran
ilegalmente y confesara sus crímenes. Posteriormente, ese editor de periódicos
fue enviado al exilio, tras ser despojado de su ciudadanía. Bien que se lo
tenía merecido. Pero ocurre que también ese editor de periódicos tenía el
hábito de soñar. Obviamente, su sueño se contradijo con el del resto de la
población. Y fue entonces que se registró la secuencia. Al sueño de castigar al
editor le siguió el sueño del editor de castigar a quienes lo habían llevado a
la cárcel y apremiado de manera ilegal. ¡Ah, cómo nos alegramos cuando el
editor injustamente condenado pudo concretar su sueño de llevar a la cárcel a
aquellos que lo habían obligado a purgar una injusta condena! Así se materializó nuestro sueño de hacer
imperar la justicia.
Luego soñamos con modernizar nuestras instituciones y descubrimos la forma
de convertir a una institución perfectible, como es la democracia, en una
institución perfecta. Y para eso copiamos simplemente el modelo político más
antiguo y estable del mundo: la familia. Nuestro país se convirtió en la única
nación del mundo con una presidencia en la que se alternaron el padre y la
madre de la patria, evitando simultáneamente los peligros de una dictadura y de
una monarquía.
Sin embargo, existe una dificultad difícil de resolver. Ocurre que los
sueños no son infinitos. Tal vez podamos variar el contenido de algunos, e
inclusive combinar dos o tres de ellos a fin de dar origen a uno nuevo, pero es
evidente que algún día nos quedaremos sin sueños que realizar. Y estamos
enterados de las consecuencias. Cuando disminuyen los sueños, proliferan los
desafectos: subrepticios, solapados y maliciosos. Y los sueños de esos
desafectos son tan perversos como su vigilia. Ellos sueñan con el día en que
finalmente logremos despertar.
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