Mario Szichman
“¿No ha de haber un espíritu
valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que
se dice,
nunca se ha de decir lo que se
siente?”
Francisco de Quevedo
Subida al cielo, un
filme dirigido por Luis Buñuel durante su etapa mexicana, es memorable, entre
otras cosas, por un discurso que pronunciaba un leguleyo en el curso de una
fiesta de cumpleaños. Transcribo algunos párrafos:
“En la historia de todos los pueblos, siempre han ocupado el primer lugar
las madres.
No se ha descubierto aún quien fue primero, si el huevo, o la gallina… Es
conmovedor ver este digno ejemplo, que es como un espejo en que debe mirarse
todo buen hijo. Por eso yo, en recuerdo de mi mamacita, y la de ustedes, si me
lo permiten, lo mismo que en honor de la festejada, quiero desgranar los
pétalos del florilegio engarzado por la clarividente y distinguida concepción
de este gran bardo Pepe Radilla, gloria inmarcesible de las letras
contemporáneas, y refulgente sol de nuestro estado”.
Solo ese desgranar de los pétalos del florilegio engarzado, o esa mención a
la gloria inmarcesible de las letras contemporáneas, debería insertarse en una
tableta y ser ofrecido a todos nuestros políticos, antes de que pronuncien un
discurso, a fin de llamarlos a silencio.
¿Por qué el español en América se ha convertido en el idioma de la
densidad y de la prosa interminable? ¿Acaso para gobernar y doblegarnos necesitan
los jefes de estado matarnos primero de aburrimiento? ¿Existe algo en el
español que convoca al rebuscamiento, al perifraseo, la declamación, la
elocuencia y la retórica?
Es fácil memorizar el discurso de Gettysburgh pronunciado por Abraham
Lincoln el 19 de noviembre de 1863 en uno de los campos más ensangrentados por
la guerra civil. En la versión que poseo, alcanza exactamente a 246 palabras.
En un lapso inferior a los tres minutos, Lincoln trazó el ideal de los padres
fundadores, y delineó las tareas que correspondían al gobierno de Washington
para no traicionar ese legado.
Dudo que alguno de nuestros presidentes o caudillos expliquen en tres
minutos el compromiso de los padres fundadores y su invariable misión de salvar
a la patria. Si el líder y futuro
comandante eterno requiere mencionar el lapso desarrollado a partir de la
independencia, no se limitará a resumirlo en la cantidad de años transcurridos.
No, cada año cosechará al menos diez minutos de exposición. Y la descripción de
las batallas –siempre ganadas, pues en nuestro continente todos los generales son
invictos, y si resultan derrotados, son vencedores morales-- se llevará una
buena hora.
No se requiere un discurso de tres horas para rendir cuentas a la
nación, especialmente, cuando la nación ha sido devastada. Tres horas demoró el
presidente de Venezuela Nicolás Maduro para revelar ante la Asamblea
Nacional el futuro de grandeza que
avizora. (Fue el único discurso
pronunciado en el recinto de mayoría opositora. Es difícil que Maduro vuelva a
comparecer tras advertir que piensa clausurar la sede del Poder Legislativo pues
le disgusta la manera en que actúa la oposición).
El escritor polaco Witold Gombrowicz decía que esas monsergas equivalían
a “cometer estupro por las orejas”.
THE LITTLE BOOK
Y SUS CONSECUENCIAS
En 1919, el profesor de la Universidad de Cornell William Strunk publicó The Elements of Style, parte de su
cruzada, que se transformó en un mantra, de “omitir palabras innecesarias” en
la redacción de textos. La edición del libro fue pagada por el autor, quien
nunca albergó esperanzas de una gran divulgación.
Pero la cruzada de Strunk se divulgó como el fuego en una pradera. La
segunda edición, comercial, vendió dos millones de ejemplares. Se ignora ya
cuantas ediciones han sido impresas hasta el momento.
La revista Time ubica a The Little book entre los cien mejores
ensayos escritos durante el siglo veinte. Es, casi con certeza, el más
sobresaliente manual de estilo que se haya escrito en Estados Unidos. Se trata
de un libro pequeño. Incluido el índice, llega apenas a las 92 páginas. Pero
encerrada entre portada y contraportada, figura la gramática necesaria para
escribir en correcto inglés. De manera sencilla y sensata, se enseña a poner
una coma, un punto, un punto y coma, un paréntesis, o comillas, se muestra la
manera de armar una frase o un párrafo, y se explica el uso de los verbos, de
los pronombres, de las preposiciones y de las conjunciones.
Y después hay un capítulo dedicado a palabras o expresiones que se manejan
de manera incorrecta, los “principios elementales de composición” y una
“aproximación al estilo”. Strunk estaba convencido de que se podía aprender a
escribir bien, y a mejorar el estilo, con sus sencillas reglas.
“La escritura vigorosa es concisa”, decía. “Una frase no debe contener
palabras innecesarias; un párrafo no debe contener frases innecesarias, del
mismo modo en que un dibujo no debe tener líneas innecesarias, o una máquina
partes innecesarias… Cada palabra posee un propósito”.
El peor pecado de un escritor, indicaba, era mostrarse tímido. “Formule
aseveraciones categóricas”, aconsejaba
Strunk, quien repudiaba la imprecisión, la falta de colorido. Era un vicio peor
aparecer irresoluto, a mostrarse equivocado.
Las frases, “cuando más cortas, son más pujantes”, era otro de sus mantras.
Algunos ejemplos:
“Había gran cantidad de hojas muertas desparramadas en el suelo”. Strunk proponía: “Hojas muertas cubrían el
suelo”.
“No mucho después, se sintió muy apenado de haber dicho lo que dijo”.
Strunk reducía la frase a: “Pronto se arrepintió de sus palabras”.
También abominaba de la voz pasiva, y especialmente, de la palabra “no”. Señalaba
que el lector estaba harto de recibir información sobre todo aquello que no
era. “El lector prefiere, en cambio, enterarse de aquello que sí es”. Por lo
tanto, en lugar de decir que alguien “no era honesto”, era preferible
considerarlo “deshonesto”. En lugar de
“no recordaba”, era mejor enunciar “olvidó”.
¿Para qué escribir “no prestó atención a algo”, cuando bastaba con la
palabra “ignoró”?
Lo negativo solo funcionaba cuando se enfrentaba a lo positivo, “pues
creaba una estructura más enérgica”. “No caridad: simplemente justicia”. “No es
que amo menos a César; es que amo más a Roma”.
Toda frase con “innecesarios auxiliares o condicionales”, decía el autor,
“exterioriza una mente fluctuante”.
Un escritor debe mostrar coraje. “Si cada una de sus frases admite una
duda, su texto carecerá de autoridad”, indicaba. Y luego: “Es preferible lo
específico a lo general, lo definitivo a lo ambiguo, lo concreto a lo
abstracto. La manera más segura de mantener la atención del lector es mostrarse
específico, definitivo y concreto”.
George Orwell hizo en cierta ocasión una parodia de la Biblia, a fin de
mostrar cómo se destruye un texto cuando se mutila su vigor. Para eso eligió un
verso del Eclesiastés.
El original decía: “Retorné, y observé bajo el sol, que la carrera no
pertenece al más raudo, ni la batalla al
más fuerte, ni el pan al más sabio, ni la riqueza a los seres de más
comprensión, ni el favor a los diestros. No, la ocasión y la oportunidad
sobreviene a todos ellos”.
Esta es la versión reescrita por Orwell:
“La consideración objetiva de fenómenos contemporáneos nos obliga a aceptar
la conclusión que el éxito o el fracaso en actividades competitivas no puede
ser medida de acuerdo a nuestra innata capacidad. Es necesario aceptar que un
considerable elemento de aquello estimado impredecible debe tomarse en cuenta
de manera inevitable”.
Strunk decía que no era cuestión de hacer un catálogo de detalles, sólo
señalar aquellos significativos. Tampoco es necesario censurar textos porque no
acatan las reglas de Strunk. Pero omitir palabras innecesarias es un buen
ejercicio de salud mental, pues desde el comienzo de la historia, han sido
usadas para escamotear el pensamiento.
Nada se salva de la divagación, ni siquiera Twitter. Los 140 caracteres de un mensaje intentan ser desvirtuados
de todas las maneras posibles. Algunos abrevian las palabras para convertir el
anuncio en una completa jerigonza. Otros, se valen de los enlaces para
prolongar esos 140 caracteres en extensos mensajes mal redactados, que nada
informan.
En la historia de todos los pueblos, siempre han ocupado el primer lugar
las madres, decía el abogado de Subida al
cielo. Y en segundo lugar, casi con seguridad, los retóricos, que usan
exceso de palabras para ocultar magras reflexiones. Los largos comunicados y la letra minúscula,
tanto en las proclamas políticas como en los seguros contra incendio, suelen
encubrir todo aquello desagradable o inconveniente.
Por alguna razón, la elocuencia avanza en dirección inversa a la
banalidad de lo proclamado. Quizás se requiere, como en el caso de Lincoln, un
campo de batalla circundado de fosas comunes para obligar a un líder a
mostrarse frugal con sus palabras.
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