Mario Szichman
Asignar un nombre a una persona es
enajenarla de sí misma
y convertirla en parte de una familia
J.
Hillis Miller
Donald Antrim
El
comienzo es magnífico, abrumador. Y lo que sigue después es una desopilante
obra maestra. Leamos:
“Mis hermanos son Rob,
Bob, Tom, Paul, Ralph, Phil, Noah, William, Nick, Dennis, Christopher, Frank,
Simon, Saul, Jim, Henry, Seamus…” Y eso sin olvidar a los trillizos Herbert, Patrick y Jeffrey,
y a los gemelos: Michael y Abraham, Lawrence y Peter, Winston y Charles, Scott
y Samuel … La lista sigue, durante varias páginas, en la descripción de “The
Hundred Brothers,” los cien hermanos de la novela más famosa de Donald Antrim,
uno de los grandes genios de la reciente literatura norteamericana. Se lo ha
comparado con Joseph Heller, con Kurt Vonnegut, con Thomas Pynchon, se ha dicho
que su prosa muestra la pugna entre el mundo de los hermanos Karamazov y el de
los hermanos Marx, aunque seguramente en pocos años más Antrim generará sus
propios discípulos, quienes fabricarán nuevas genealogías a partir de sus
novelas.
Es
deslumbrante leer a un escritor concretando tareas que parecen impensables.
Antrim va absolutamente contra la corriente. Se supone que un narrador comienza
presentando uno, o dos personajes, y recién al cabo de algunas páginas hace
surgir sus interlocutores, sus antagonistas, sus amantes, todos aquellos cuyo
propósito esencial es bloquearle el acceso a la felicidad. Ya el comienzo de La guerra y la paz presenta problemas a
los lectores, aunque Tolstoi baraja apenas una docena de personajes. Pero su
maestría, su didactismo nos permite rápidamente saber quien es quien en esa
fiesta organizada por Anna Pavlovna Scherer, dama de honor y “favorita” de la
emperatriz de todas las Rusias.
En
pocos trazos, Tolstoi nos va marcando a los potenciales protagonistas, que
habitarán con creciente interés sus más de 1.300 páginas. Pero esos héroes no
superan las dos docenas de personas. En “The Hundred Brothers”, cien hermanos
ocupan el escenario, la biblioteca de una mansión en decadencia. Y Antrim nos
cuenta sus vidas, sus absurdas rivalidades, sus casuales fechas de nacimiento.
Por ejemplo, once de ellos han nacido el mismo día, el 23 de mayo, “aunque a
diferentes horas, en distintos años”. Y todos los avatares de esos cien
hermanos, sus tics, sus mezquindades, sus delirios de grandeza, se resumen en
escasas 206 páginas.
¿Cómo
logró Antrim puntualizar ese acto de malabarismo? No es fácil lanzar al aire la
vida de cien personas, e impedir que una sola de ellas caiga al suelo. Sin
embargo, lo consiguió. El hermano Rob es distinto al hermano Bob, y nada tiene
que ver con Tom, o con Paul, o con Ralph. Los trillizos, obviamente, están más
cercanos en la competencia, en el imperativo de distinguirse para que no los
confundan, en su necesidad de monopolizar el afecto de sus progenitores. Pero
la magia consiste en elegir cien nombres, asignar cada uno de ellos a una persona distinta, y ofrecerle
atributos indelebles.
A
veces pienso que el propósito de Antrim fue burlarse de la fenomenal frase del
crítico literario Joseph Hillis Miller que inaugura esta crónica. Si “asignar
un nombre a una persona es enajenarla de sí misma y convertirla en parte de una
familia” ¿qué ocurre cuando el apellido elimina nuestra individualidad y nos
sumerge en el anonimato?
Es
bueno contar con una gran familia, o por lo menos con una familia ampliada. Generalmente
nos salva del incesto, y en ocasiones de la locura. Cuando abundan los modelos,
es menos viable que un niño se
identifique excesivamente con la mamá y termine como Norman Bates, el
protagonista de Psycho. Pero el
precio que se paga muchas veces es el sacrificio de ciertos rasgos
individuales. La familia exige acatar una norma. Quienes la transgreden suelen
ser generalmente expulsados, o acaban siendo los “raros” en el sistema
patrilineal o matrilineal.
EL
APELLIDO COMO ANONIMATO
Juan Goytisolo
En
una película de los Beatles, creo que era A
Hard Day's Night, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo
Starr ingresan a un bar y Ringo pregunta a sus compañeros que desean beber.
Todos quieren cerveza. Entonces Ringo pide “una cerveza, y una cerveza, y una
cerveza, y una cerveza”.
En
algunas ocasiones, cuando visité Madrid, me sentí tentado de ir a una librería
y pedir un Goytisolo, y un Goytisolo, y un Goytisolo. Pues está Juan Goytisolo,
y José Agustín Goytisolo (1928 –1999) y
Luis Goytisolo Gay el hermano menor. Los tres son excelentes escritores.
Leí una novela de uno de los Goytisolo que me encantó no solo por su escritura sino por su tema: Reivindicación del conde don Julián. Fue publicada en 1970, en plena
dictadura franquista. El narrador vive exiliado en el norte de África y ha
tomado partido por el conde don Julián que, de acuerdo a la leyenda, es el gran
traidor de España, pues abrió las puertas a la invasión árabe.
Uno de los mejores atributos de los
españoles es su obstinación. Siempre me gustó la anécdota de ese peninsular que
se declaraba ateo usando estas palabras: “Si no creo en la religión verdadera,
que es la que se practica en la Madre Patria, menos voy a profesar alguna otra
religión”.
La ironía con que trata uno de los tres
Goytisolo la herencia española es divertida y muy comprensible. Esa alianza
entre la cruz y la espada que engrandeció a España y le garantizó
posteriormente varios siglos de brutal decadencia a partir de las guerras de
sucesión, es exasperante. Las
actividades de la Santa Inquisición abrieron en el mundo anglosajón el camino a
la narrativa del terror, que culminó en los cuentos de Edgar Allan Poe,
especialmente La fosa y el péndulo.
Pero no debemos olvidar precursores como The
Monk, de Matthew Gregory Lewis, o Melmoth
the Wanderer, de Charles Maturin. Ese legado oscurantista hizo que algunos
críticos marcaran una divisoria de aguas entre cultura y civilización a la hora
de mencionar a España.
El libro Civilization, de Kenneth Clark, causó escándalo en Europa exclusivamente
por una sola página, la diecisiete (al menos en mi versión de Harper & Row, de 1969). Clark, de un
plumazo, excluyó a España de la idea de civilización que tenían los europeos.
“Algunas de las omisiones más insultantes”, dijo en su prólogo, “estuvieron
dictadas por el título. De haber hablado de historia del arte, hubiera sido
imposible exceptuar a España”.
¿Quién puede referirse al arte pictórico
europeo si deja afuera a Velázquez, a Goya o a Murillo? “Pero cuando nos
preguntamos qué ha hecho España para ensanchar la mente humana y contribuir en
el ascenso de la humanidad unos pasos hacia la colina, la respuesta es menos
clara”, decía Clark. “¿Tal vez don Quijote, los Grandes Santos, los jesuítas en
Sudamérica? España ha permanecido simplemente siendo España”.
Una idea similar anima a Goytisolo en Reivindicación
del conde don Julián. Pero ¿Cuál de los tres Goytisolos escritores? Tuve
que revisar el internet para verificar que esa novela había sido escrita por Juan
Goytisolo. Es lamentable que un narrador de ese calibre corra el peligro, y lo
haya corrido buena parte de su prolífica vida, de no poder diferenciarse de
otros Goytisolos. El apellido, a veces, suele ser una condena. (Tal vez por eso
los monarcas cuentan apenas con el nombre, y cuando éste se repite, le agregan
un número romano). Si el progenitor tuvo mala fama, y ahí está el ejemplo de
algunos jerarcas nazis, sus vástagos cargan con un sanbenito. Si su fama fue
excesiva, las generaciones siguientes suelen terminar devaluadas.
En fecha reciente (Juan) Goytisolo
obtuvo el
Premio Cervantes 2014, aunque en una entrevista que le hizo el periódico ABC en 2001, dijo que nunca aceptaría el
galardón. “Estoy dispuesto a firmarlo ante notario: no pienso aceptar el Premio
Cervantes nunca”, señaló.
Goytisolo
(Juan) había escrito un artículo a comienzos del presente siglo donde le caía
con un hacha de sílex al jurado del Premio Cervantes por haber otorgado la
recompensa a Francisco Umbral. Y ofreció estas razones: “La decisión del jurado
prueba de modo concluyente (por si hubiera aún necesidad de ello) la
putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y
tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis
grotesca del esperpento”.
El
escritor añadió elementos bastante interesantes en su diatriba. Indicó que “Lo
ocurrido con el cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la
memoria de nuestro primer escritor”, se inscribe “en un cuadro genérico de
premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y propaganda desaforada
destinados a transformar en obras de arte unos partos de mediocridad escasamente
áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y buen gusto”.
Su
indignación parece un monopolio de la estirpe española. Por alguna razón
explica también los sangrientos sitios de Numancia y Sagunto. Eso de morir en
un combate hasta el último hombre, esa exclamación de “Santiago y cierra
España”, esa obstinada lealtad con familias reales como los Austria y los
Borbones, que contribuyeron a la ruina española, es difícil de hallar en otras
partes. Si después Goytisolo (Juan) decidió aceptar el Premio Cervantes, no lo
desmerece. Su obra nunca será un parto de mediocridad, o un mortal atentado a la
inteligencia y el buen gusto.
Pero
tampoco es cuestión de ponerse excesivamente ampuloso. Nadie es mejor o peor
por aceptar un premio. Tal vez en el caso de Juan Goytisolo el honor contribuya
a deslindar su apellido del de sus famosos rivales literarios surgidos de los
mismos predecesores. Tal vez. La otra posibilidad es tomarlo todo como una
gigantesca broma. En la mayoría de las ocasiones, la ironía es preferible al
énfasis. Y resulta mucho más perdurable.
Basta
ver cómo Antrim logró maravillas hablando de esos hermanos que se llaman Rob,
Bob, Tom, Paul, Ralph, Phil, Noah, William, Nick, Dennis, Christopher, y que
comparten sus duelos y quebrantos con Frank, Simon, Saul, Jim, Henry y Seamus.
Y eso sin olvidar a los trillizos Herbert, Patrick y Jeffrey, y a los gemelos:
Michael y Abraham, Lawrence y Peter, Winston y Charles, Scott y Samuel …
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