Mario Szichman
Aunque escribo novelas históricas, no soy un historiador. En realidad, para
mí, la historia es una gran nebulosa. Y cuando más pretérita, más difícil de
entender o describir. Borges decía que uno de los problemas de Salambó, la novela histórica de
Flaubert, era que el narrador había brindado excesivos datos para hacer
inteligible la trama. Una cosa es decir que el protagonista lucía botas o
zapatos, y otra, hablar de coturnos (y enumerar sus detalles). Es más cómodo
describir la guerra que la paz en las novelas históricas. Los seres humanos se
vienen asesinando desde épocas inmemoriales, y los instrumentos no han variado
en gran medida. Las armas de fuego, si bien son un invento relativamente
reciente, cuentan al menos con medio milenio. Y las lanzas, las pértigas, los
arcos y las flechas, disfrutan de una fama de milenios, y su uso siempre se
renueva.
Las armaduras han pasado ya al desván de la historia, pues si bien frenan
flechas y porras, nada pueden hacer ante las balas. Cuando Don Quijote inicia
sus aventuras de caballero andante su figura es grotesca porque en la época de
Cervantes esas prendas habían pasado a ornamentar las salas de castillos.
Pero, a veces, lo más arcaico puede terminar siendo lo más moderno. Algo
que no ha pasado de moda es atender heridas de guerra. Obviamente, los hititas,
los asirios, los griegos o los romanos no curaban laceraciones causadas por
armas de fuego, pero es increíble la sofisticación que mostraban los cirujanos
de hace dos mil o tres mil años para enmendar descalabros. Algo que sorprende
en La Ilíada es la imagen que traza Homero
de las heridas causadas en combate. Véase esta descripción:
“Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo de Tectón Harmónida … Le hundió la pica en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo. La muerte le envolvió”. No es la exposición de un narrador, sino el informe de un cirujano.
Nunca conviene ser minucioso al explicar un período distinto al nuestro.
Hay, claro está, detalles que guían una narración, e intrigan al lector. En una
de mis novelas puse a un personaje iluminando una escena con una linterna
sorda, que abundaba en las novelas de Salgari, posiblemente en las de Dumas. Con
la ensayista y escritora Magdalena López tuvimos interesantes diálogos sobre
ese objeto de utilería. (Nunca me canso de elogiar la imaginación dialógica).
Primero, la explicación: las linternas sordas eran artefactos rectangulares
cubiertos en tres lados por metal, generalmente hojalata. El cuarto lado tenía
una especie de ventanita corrediza, que permitía graduar la luz. Seguramente
era usada por la inmortal pareja del policía y el ladrón. Todo está muy bien,
pero por qué llamar a esa linterna “sorda”? Respuesta de Magdalena López: “¿Será
algo así como no oír la luz?” No sé si esa es la explicación correcta. Pero
quedé encantado con la inferencia. A partir de ese momento, mis linternas
sordas han dejado de oír la luz.
Más allá de los props, los
objetos que enmarcan una narración histórica, están los personajes. Y aquello
que tiende a persistir en el ser humano es de manera persistente la sexualidad y la locura, las puertas de ingreso y de
retirada de este mundo.
Cada vez que me pongo a explorar un ciclo histórico, de inmediato tropiezo
con las actividades reproductivas y con la insania. Especialmente de los
poderosos. Ya se trate de La vida de los
doce Césares de Suetonio –un texto más apasionante que la mejor de las
telenovelas modernas, y un bestseller de 1.800 años de antigüedad– o de los
textos de Tácito, Tucídides, Gibbon, Carlyle, o de las crónicas de Victor Hugo,
en primer plano está siempre la pasión, seguida de sus delirios.
Desde hace algunos años visito la historia de España, recopilando datos
sobre un período muy interesante: el de la invasión de Napoleón entre fines de
1807 y comienzos de 1808. Ese interés surgió en mí tras escribir La Trilogía
de la Patria Boba. Es imposible explicar lo que ocurrió en la América
hispana a partir de 1810 si se olvida que Napoleón fue el gran partero de
nuestra historia. Nos libramos de España porque el emperador de los franceses
forzó la abdicación del rey Carlos IV, le negó al trono a su heredero, el príncipe
de Asturias, y emplazó en su lugar a su hermano, José Bonaparte. La
independencia fue el corolario de un vacío de poder.
El primer movimiento de las autoridades designadas por España en América no
fue plantear la independencia, sino conservar las colonias sin explicar lo ocurrido.
Y al principio, los caudillos que lideraron las fuerzas criollas lo hicieron en
nombre de Fernando VII, el rey cautivo. La historiadora venezolana Carol Leal
Curiel ha escrito trabajos excelentes demoliendo el mito de que en nuestra
lucha por la independencia muchos se encubrieron con la máscara de Fernando,
aunque eran patriotas convencidos. Eso vino mucho después.
Cuando se inspecciona ese período de la historia española es imposible eludir
la figura del rey Carlos III de España, padre de Carlos IV, a quien Napoleón
obligó a abdicar. Se presume que Carlos III (1716-1788), era un monarca
ilustrado porque expulsó a los jesuitas de España. Pero a poco de estudiar su
personalidad, podría entrar como figura protagónica en un manual de
perversiones sexuales, al estilo de Kraft–Ebbing. Inclusive sufría ataques de gran
misticismo, que en ciertos casos forman parte de las perversiones sexuales,
como la mutilación.
Carlos III era al principio de su reinado un hombre normal. Se casó con
María Amalia de Sajonia. La pareja procreó 13 hijos. Su consorte falleció de
tuberculosis, cuando tenía 35 años de edad, y el rey mostró los primeros rasgos
de su enajenación al comentar en su lecho de muerte: “En 22 años de matrimonio,
éste es el primer disgusto serio que me da Amalia”.
La ventaja de los monarcas es que viven rodeados de aduladores, como los
comandantes eternos de nuestras repúblicas bananeras. Si un médico alienista
hubiera oído a un marido común y silvestre formular una opinión similar a la de
Carlos III, seguramente le hubiera tendido su tarjeta e invitado a visitarlo en
su consultorio.
Don Quijote, no precisamente un sinónimo de cordura, hizo votos de pobreza
y de castidad, y prometió que mientras se encargara de desfacer entuertos se
abstendría de “Comer a manteles, o con la reina folgar”. El rey Carlos III
posiblemente siguió comiendo a manteles, pero nunca más folgó en el resto de su
vida. “Padre prior”, dijo a uno de sus confesores, “gracias a Dios, yo no he
conocido nunca más mujer que la que Dios me dió: a esta la amé y estimé como
dada por Dios; y después que ella murió, me parece que no he faltado a la
castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento”. Desde que se convirtió en
viudo, a los cuarenta y cuatro años, el monarca sufrió continuos martirios
causados por deseos insatisfechos. El historiador francés Bourgoin dice en su Cuadro de la España moderna que para
controlar sus apetitos dormía en una cama dura como la piedra, “saltaba a veces
de ella a deshora, y paseábase descalzo por el aposento en que dormía, a fin de
resistir y vencer las tentaciones de la carne”.
Mientras el rey se flagelaba y pasaba frío, no podía causar muchos
problemas. Y con una buena pulmonía, pronto habría abandonado este valle de
lágrimas, pero siguió viviendo, y los tormentos de la carne se expresaron luego
en una serie de actos que pusieron en peligro su trono, y difundieron incómodas
doctrinas religiosas.
Además de medidas progresistas para mejorar la administración en las
ciudades españolas y sanearlas, dos actos marcaron el reinado de Carlos III. El
primero fue la imposición de vestimentas reglamentarias a los caballeros. El
segundo, la obligación de creer en la Inmaculada Concepción de la Virgen. Quien
desconfiaba de la tarea del espíritu santo podía perder el empleo.
El 26 de marzo de 1767 comenzó en Madrid el llamado “motín de Esquilache”,
luego de que el marqués de Esquilache, principal
ministro del rey, dictara una ordenanza prohibiendo el uso de la capa larga y del
chambergo, un sombrero de ala ancha. Según la ordenanza, esas prendas permitían
a los delincuentes actuar embozados y ocultar armas.
En realidad, el trasfondo del motín de Esquilache era la furia de los
madrileños por el aumento en los precios de los alimentos, tras una serie de reformas
económicas propuestas por Esquilache, y
que beneficiaron los anchos bolsillos de muchos de sus amigos. Algunos
historiadores piensan que el úkase contra capas y chambergos fue una manera de
desviar la furia pública hacia problemas vinculados al guardarropas.
Pero Esquilache era un prepotente. En vez de invitar a los caballeros a
cambiar su indumentaria explicando los beneficios de la capa corta y del
sombrero de tres picos, mandó escuadrones de alguaciles y sastres a mutilar la
vestimenta de los desobedientes. Según cuenta Ferrer del Río en su Historia del reinado de Carlos III,
muchos caballeros fueron introducidos en portales, “Y allí les apuntaron los
sombreros y les cortaron las capas, cuya violencia amilanó a los pusilánimes,
ofendió a los sensatos y estimuló para buscar ruidos a los valentones”.
En pocas horas, varios millares de madrileños salieron a la calle a
protestar. La corte real, encabezada por el rey, tuvo que escapar hacia
Aranjuez “por una puerta falsa de palacio, llevando revestidas con mantas las
ruedas de los carruajes”, narró años después el periódico Panorama de Madrid. Y aunque algunos historiadores dijeron que
Carlos III actuó con magnimidad, Panorama
señaló que “desaparecieron muchas personas, a quienes no se volvió a ver. Según
la tradición, fueron despachadas para el otro mundo en los sótanos de la cárcel
de esta corte, y conducidas por comunicación abierta a la bóveda de Santa Cruz,
en la cual, si es cierto, descansan”.
En cuanto a Esquilache,
renunció y huyó de Madrid.
SIN PECADO
CONCEBIDA
El dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen fue disputado durante
seis siglos, hasta que, en 1854, el papa Pio IX lo convirtió en artículo de fe.
En España, durante todo el siglo diecisiete, el dogma fue casi
universalmente acatado, excepto por la orden de los dominicos, quienes veneraban
la tesis de Tomás de Aquino, un escéptico a la hora de analizar la mecánica de
la procreación. Varios papas, entre ellos Sixto IV, Pablo IV, Pablo V y
Gregorio XV prohibieron que el tema se discutiera en público. Pero la Santa
Sede, hasta el año 1854, se negó a aceptar la concepción como inmaculada.
Sin embargo, previamente, aceptó una transacción con el rey Carlos III: los
españoles, junto con los habitantes de sus colonias, podrían gozar del monopolio
de la Inmaculada Concepción. La monarquía quedaba bajo la protectora influencia
de la pureza divina, aunque no el resto del mundo católico. Eso contribuyó a
fomentar el excepcionalismo de la monarquía española. Era como si todos los
reyes portasen una aureola en vez de una corona.
Carlos III no perdió un solo momento en apuntalar la divina prerrogativa y
creó una orden que llevaba su nombre, y cuyo emblema era una figura femenina
vestida de blanco y de azul. Además, para acentuar la creencia en ese milagro,
cada individuo que intentara estudiar en una universidad, o ser admitido en una
corporación, civil o religiosa, o trabajar como mecánico, debía alzar los ojos
al cielo y aceptar que en al menos una ocasión, el espíritu había triunfado sobre
la carne. En Sevilla, la cuna ultramontana de España, se creó un colegio, Las Becas, cuyo único propósito era
instruir a los jóvenes en la defensa del misterio.
La coreografía de la locura parece reiterar la pantomima del humor. Henri
Bergson nos dice en su ensayo La risa, un
ensayo sobre la significación de lo cómico, que nos reímos de todo aquello
que es rígido, mecánico, repetitivo. Los seres humanos normales son
imprevisibles, espontáneos, desenvueltos. Pero cuando se hacen predecibles,
cuando anticipan sus gestos, como si fuesen marionetas, o repiten a cada rato
la misma palabra, aunque el contexto sea distinto, convocan a la burla, nos
hacen temer la presencia de una enfermedad mental.
Cuando más absoluto es el poder, no solo corrompe absolutamente, sino que
viene escoltado por aberraciones. Pienso que un demente republicano es
preferible a un demente de alguna casa real, pues la locura hereditaria es
mucho más perniciosa. En la variedad está el gusto, y cuando familias
aristocráticas empiezan a practicar el incesto, con pecado concebido, los
resultados son inquietantes.
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