Mario Szichman
Llevo un prolijo recuento de mis novelas, pero hay un volumen de ensayos, El imperio insaciable, que a veces se
desvanece de mi memoria. No sé si resulta traumatizante por su escritura, por
la época en que lo armé, o por el tema.
En realidad, el trabajo fue un destilado de los artículos que escribí para
el periódico Tal Cual durante la
crisis financiera del 2008-2009, que me tocó de refilón. La agencia noticiosa
donde trabajaba ofreció en esa época la jubilación anticipada, y aunque cuando
escucho la palabra jubilación me
ocurre lo mismo que le pasaba al ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels
cuando le mencionaban la palabra cultura,
y me tienta sacar un revólver, la oferta resultó conveniente, y me permitió dedicarme
más horas por día a mis novelas y a la corresponsalía de Tal Cual.
Por cierto, si el lector quiere un consejo, a la hora de elegir una carrera
dentro del periodismo absténgase del trabajo de agencia. Pues deberá hacer
traducciones, una tarea indolora, incolora e insípida, o cubrir fuentes
oficiales, algo invariablemente mortífero. Es mucho mejor el reportaje, o
cualquier sección noticiosa. El novelista Gore Vidal decía que cuando en
Estados Unidos surgía un genio del periodismo, de inmediato lo enviaban a
cubrir deportes. Y no bromeaba. Así empezó Ring Lardner, un cuentista
incomparable. En último lugar en la escala periodística norteamericana, añadía
Vidal, figuraban quienes se dedicaban a cubrir las fuentes de arte y cultura. No
recuerdo ningún genio que haya surgido de esa comarca.
A veces, las peores decisiones terminan siendo las mejores, gracias a los
insensatos vericuetos que traza el destino. A poco de jubilarme decidimos, con
mi esposa, Laura, irnos un tiempo a la Florida. Al principio pensé que lo único
provechoso que puede hacerse en esa zona es desertarla a la mayor velocidad
posible, y evocarla luego. Tal vez la Florida no es un territorio sino un
producto de la imaginación. Un amigo me dijo que le agradaba porque quedaba cerca
de Estados Unidos. Y después están sus incomparables escritores de novelas
policiales, como John D. MacDonald, Charles Willeford y Carl Hiassen. Ellos
adoptaron ese estado como propio y los resultados han sido espléndidos. Ignoro
en qué parte de la Florida vivían o viven, cuáles son sus fuentes nutricias,
pero al menos en los casos de Willeford y de Hiassen el gran motor de su
creación es la perpetua indignación y un humor que posee las tonalidades de la
tinta china.
Si tuviera que elegir un tema para una posible novela emplazada en La
Florida sería el de las ciudades fantasmas, un fenómeno difícil de encontrar en
otros países. En Light in August,
William Faulkner hace una sabia descripción de esos pueblos que se forjan en un
día, en medio de un bosque, y luego desaparecen, corroídos por las lluvias, una
vez los leñadores han concluido la devastación, y enfilan hacia otra zona. Jim
Thompson hace algo parecido en Wild Town,
describiendo un área donde han descubierto petróleo.
Cuando la crisis golpeó en Estados Unidos, los efectos se sintieron con más
dureza en algunas ciudades, entre ellas Miami. Los grandes centros comerciales
daban una impresión sobrecogedora, alrededor de una tercera parte de sus
negocios habían cerrado sus puertas. Coral Gables, el distrito comercial por
excelencia, donde está Miracle Mile,
mostraba similares señales de devastación.
LA
CRISIS Y SUS SECUELAS
Un lector de The New York Times
resumió de esta manera lo que significó el colapso del mercado de la vivienda
en Estados Unidos, especialmente en La Florida. “La transformación de nuestros
hogares y comunidades en instrumentos financieros destruyó nuestro país”, dijo
David Banks en una carta enviada al periódico. “Nuestra economía está en
ruinas, pero también nuestras ciudades… Y en Florida, donde he vivido toda mi
vida, tenemos comunidades enteras con viviendas vacías y edificios de
apartamentos cuyas ventanas lucen sombrías en la noche. Las ciudades no son
otra cosa que bienes de corto plazo fabricadas con yeso. Es muy deprimente”.
En esa época, no sé si ahora, era suficiente con llamar al número de
teléfono 239-939-1145 para realizar un paseo en lancha por la costa de la
Florida y visitar viviendas que habían ido a foreclosure (ejecución de hipotecas) pues sus propietarios no podían
seguir pagando los intereses mensuales. Los
foreclosure boat tours permitían recorrer kilómetros y kilómetros de bellas
playas moteadas de palmeras y observar viviendas que en las buenas épocas se
cotizaban entre los cuatrocientos mil y los dos millones de dólares, y que en
plena crisis se obtenían a por lo menos un cuarenta por ciento menos que su
valor original.
En los seis primeros meses de 2009, 268.064 propiedades en la Florida
fueron a foreclosure. Sólo California
superó a la Florida en la ejecución de hipotecas.
Aunque el precio de una vivienda había dejado de ser un problema para
los compradores, sí lo era el estado de la urbanización en la cual estaban
emplazadas esas casas. Los norteamericanos, acostumbrados a ver pueblos
fantasmas en las películas del Lejano Oeste, no deseaban vivir cotidianamente
la experiencia de lugares donde todo resonaba con ecos por falta de habitantes.
Recorrer en la noche una de esas comunidades podía ser algo incómodo. Muchas
casas servían de cajas de resonancia,
repitiendo a lo largo de una calle lo que una persona pronunciaba en una
habitación. Y los servicios públicos comenzaron a deteriorarse, pues la falta
de habitantes redujo la recaudación de impuestos.
En la Florida, donde todo crece de manera exuberante, mantener las
cosas en buen estado es imprescindible, desde las pinturas en las paredes hasta
el agua en los estanques. Inclusive el cuidado de jardines y de parques es una
tarea de primera necesidad. De lo contrario, las raíces de árboles y arbustos
se extienden en todas direcciones, se apropian de las tuberías, taponan acueductos y convocan la
llegada de una vida subterránea, especialmente serpientes venenosas, según
informó en un folleto el centro comunitario de Sunny Isles. Ese tipo de reptiles puede desplazar con rapidez otras
formas de vida, especialmente seres humanos y sus mascotas.
Recuerdo lo ocurrido con el complejo edilicio Trump Towers en la comunidad playera de
Sunny Isles. Se trata de tres majestuosas torres, ubicadas junto al mar. Según
el folleto impreso en papel satinado, cada una de las Trump Towers tiene 45 pisos y unos 300 apartamentos. Los precios de
oferta inicial iban desde 650.000 dólares a cuatro millones.
Durante varios meses, los residentes del área pudieron observar en la torre
número uno alrededor de quince apartamentos alumbrados. En la torre número dos,
apenas unos ocho. Pero la torre número tres parecía ser la sede del fantasma de
la Ópera: no había un solo apartamento iluminado. ¿Qué hacía en la torre tres
ese ejército de empleados, desde el conserje hasta el personal de limpieza,
cuya misión era atender a los inexistentes huéspedes? ¿Cómo se sentían en esas
lujosas cárceles los valet de estacionamiento que debían estar a la orden 24
horas por día para no aparcar vehículo alguno? Esos condominios tenían
servicios de seguridad que no protegían a nadie, entrenadores en gimnasios
vacíos, ascensoristas que nunca recibían pasajeros, y encargados de acicalar
ventanas inmensas que iban del piso al techo y de pared a pared. Y eso sin
descuidar los guardavidas que montados en sus altas torres vigilaban con
binoculares para evitar que algún nadador proveniente de edificios vecinos se
ahogase en su playa.
Los consorcios que erigieron las Torres Trump, así como otros
condominios situados en la llamada "Golden Coast", la costa dorada de
Miami Beach, sufrieron el mismo destino. Durante mucho tiempo no lograron
vender sus propiedades porque el mercado se había derrumbado. Y tampoco podían
rebajar el precio pues sería imposible resarcir las pérdidas. Por otra parte, los
edificios perderían la mágica aura que conlleva ofrecer propiedades de un lujo
extravagante.
Y era impensable reciclarlos. ¿Tal vez convertirlos en oficinas?
¿Oficinas de qué, de venta de apartamentos? Pues el boom económico del sur de la Florida se basó en el mercado de la
vivienda. Por lo tanto, esos edificios continuaron atendidos por un ejército de
empleados cuyo único propósito era evitar todo deterioro mientras aguardaban el
momento en que fuesen habitados por seres humanos, no por fantasmas.
Cada profesión engendra sus peculiares pesadillas. Una de mis recurrentes
desazones es despertarme angustiado, convencido que un libro que ya publiqué, todavía
no lo he escrito. Es lo que me ocurre con El
imperio insaciable. Hay algo de inconcluso, algo que necesita ser dicho,
pero no ya en el formato del ensayo, sino de la ficción. No descarto la idea.
Algo
similar me ocurrió con La región vacía,
la novela sobre los ataques del 11 de septiembre. Durante mucho tiempo, fue un
libro de non fiction, que tenía este
título provisorio: 2001, odisea de las
torres. Escribí centenares de páginas, pero había algo que no funcionaba.
Hasta que alguien me ofreció un filón señalándome que el tema no ingresaba en
el territorio del ensayo. ¿Por qué no lo transmutaba en una novela?
Es obvio que uno aprende de sus frustraciones. Claro está, también resulta conveniente
apelar a la imaginación dialógica y consultar con buenos editores, que poseen
una especial varita mágica, capaz de encontrar una veta creadora en un
territorio que el escritor puede creer absolutamente yermo.
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