Mario Szichman
Los diez mandamientos que Dios
envió a Moisés siguen regulando nuestra conducta, y en líneas generales,
tienden a evitar la guerra de todos contra todos, y el exterminio de la especie
humana. La primera parte está dedicada al Creador, quien sabiamente exigió conservar
el monopolio en materia de religión (“No tendrás dioses ajenos delante de mí”)
y con similar sabiduría prohibió versiones gráficas publicitadas por sus
rivales. (“No harás para ti escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba
en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No
te inclinarás a ellas ni las servirás”). El tercer mandamiento prohibe las
falsas promesas que usen como garante a la divinidad (“No tomarás el nombre de
Jehová tu Dios en vano”) el cuarto santifica el domingo como día de descanso,
el quinto ordena honrar a los padres, y con el sexto se inaugura la parte
dedicada al código penal: “No matarás”; “No cometerás adulterio”; “No hurtarás”;
“No dirás falso testimonio contra tu prójimo”. El décimo redunda en la
prohibición del adulterio y del robo, aunque evita insistir en la interdicción
del homicidio: “No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu
prójimo, ni su tierra, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni
cosa alguna de tu prójimo”.
Si un marciano o cualquier
habitante de otro planeta descendiera a la tierra en estas semanas, y se le
informara de los Diez Mandamientos, preguntaría si la mayoría de esos preceptos
no han sido abrogados por la impunidad y sus consortes: la arbitrariedad, el
abuso, el despotismo, y otras formas de transgresión.
Desde el comienzo de la
historia hay un solo conflicto básico: la lucha entre el bien y el mal. La
mayoría de los seres humanos suelen apostar al bien, que involucra la
ecuanimidad, y repudian el mal, que implica el abuso. Cuando se trata de un careo
entre la justicia y la injusticia, casi por unanimidad apostamos por David,
nunca por Goliat. La imagen del pequeño
héroe está tan fijada en nuestra imaginación que hasta los matones necesitan
disfrazarse de seres enclenques con el propósito de avanzar en sus conquistas o
en la destrucción de nuestras libertades. El nazismo usó como excusas el desamparo
y la traición en su preludio a la conquista de Europa. Era el lobo ataviado con
el disfraz de víctima. Alemania había sido traicionada por liberales,
pacifistas, socialistas, comunistas, judíos, y otros seres ajenos a la esencia
del país. Todos ellos se habían unido para darle una puñalada por la espalda.
El mal no estaba adentro, sino afuera. La culpa siempre la tenía el otro. Una
vez se eliminara esa híbrida oposición, la nación en armas recuperaría sus
laureles y su espacio vital.
George Bernard Shaw solía
decir que decidió empezar a escribir obras de teatro –algunas de ellas muy
buenas, y de gran humor– porque sentía una intensa fascinación con los pillos y
con todas las lacras de la sociedad. ¿Qué transfigura a un ser humano con
esenciales virtudes y defectos, en un ser despreciable? ¿Hasta dónde está
dispuesto a llegar? ¿Es inevitable que se transforme en villano? ¿Qué piensa de
sí mismo? ¿Existe un quiebre previo a la entrega final al demonio? ¿Es factible
la redención de un infame?
Uno de los personajes de la
historia contemporánea que más me fascinan es Adolf Eichmann. Aquellos que
prefieren los clishés y las frases
hechas, optan por repetir la afirmación de Hannah Arendt: Eichmann habría
representado “la banalidad del mal”. De esa manera se convierte en una esencia,
confirmando lo que Eichmann, y cientos, o miles de criminales de guerra nazis,
reiteraron a la hora de justificar sus matanzas: eran simples engranajes en una
gigantesca maquinaria de asesinar. Pero el propio Eichmann no se veía así. Hace
poco publicaron en Alemania un libro de la filósofa Bettina Stangneth, que fue
traducido al inglés con el título de Eichmann
Before Jerusalem: The Unexamined Life of a Mass Murderer (Eichmann antes de
Jerusalén: la vida no indagada de un homicida en masa). La tesis de Stangneth
es que el jerarca nazi sabía muy bien lo que estaba haciendo. Era un nazi
convencido de la justicia de su causa y de la necesidad de implementar un
programa de exterminio.
Eichmann escribió centenares
de páginas con sus memorias y respondió de manera exhaustiva a las entrevistas
que le hizo el periodista y colaborador nazi Wilhelm Sassen para un extenso
reportaje publicado finalmente en la revista Life. En una de las entrevistas lamentó que el genocidio nazi
abarcara solo a seis millones de judíos, pues estimaba que la cifra debería
haber ascendido a más de once millones. La disparidad entre el guarismo real y
la cifra anhelada le causaba una sensación de fracaso.
El interés de Stangneth por
Eichmann surgió de una nota escrita por el responsable de “la solución final
del problema judío”, donde, con categóricos argumentos, intentaba desmantelar la
filosofía moral de Emanuel Kant. “Me quedé totalmente shockeada”, dijo Stangneth
en un reportaje. “No podía creer que ese hombre fuese capaz de escribir algo
como eso”.
Un libro como el de Neil
Bascomb Hunting Eichmann, añade
abundantes datos acerca de la capacidad intelectual y organizativa que desplegó
Eichmann tanto durante el genocidio como tras concluir la guerra, cuando huyó
de sus perseguidores y se refugió en la Argentina. Allí vivió una década hasta
que fue capturado por un comando israelí en Buenos Aires, en 1960, y llevado a
Israel. Tras un juicio de varios meses, fue condenado a la horca, y ejecutado
el 31 de mayo de 1962 en Ramla, Israel.
Hannah Arendt lo juzgó un
digno representante de la banalidad del mal. Stangneth lo imagina un hombre con
una poderosa inteligencia, muy astuto, un poco el retrato en negativo del conjeturado
por Arendt. Sin embargo, en ambos casos, hay como una especie de escisión entre
el personaje y el daño que cometió. Por un lado está Eichmann y por el otro,
fosas comunes que albergan a más de seis millones de personas. ¿Sintió Eichmann
alguna vez desasosiego por sus acciones? ¿Existía un funcionario nazi que
ordenaba matar y un ser humano que observaba aprensivo cómo acataban sus
órdenes? Sí, existía. En su interrogatorio en Jerusalén contó que al comienzo
de la campaña de exterminio debió presenciar algunos de esos asesinatos, y experimentó
un gran disgusto ante lo ocurrido. “Sí”, dijo Eichmann: “había un cuarto… repleto
de judíos. Se les ordenó que se quitaran las ropas, nadie protestó, pero se
veía que estaban avergonzados. No se miraban entre sí. Parecían más preocupados
por su modestia que por su destino. Luego, llegó un camión cerrado. Abrieron
las puertas traseras, y surgió una especie de plataforma. Los judíos fueron
obligados a subir al camión. Cuando entró el último se cerraron las puertas y
el camión empezó a moverse. Me quedé como hipnotizado, pero casi enseguida me
repuse y le pedí a uno de mis subalternos que me acompañara. El camión se
dirigió a una zanja bastante larga y ancha. Las puertas se abrieron y empezaron
a lanzar cuerpos. Era como si hubieran estado vivos. Los brazos y las piernas
eran tan flexibles… Los arrojaron a la zanja, y un trabajador empezó a arrancarles
los dientes con alicates. Seguramente para quitarles las emplomaduras de oro…
También recuerdo que cuando pusieron a los judíos en el camión, un médico me aconsejó
observar por la mirilla lo que ocurría dentro. Me negué, no me sentía con ánimos.
Quería irme de ese lugar tan terrible. No tengo una naturaleza estoica … si
alguna persona es herida, no puedo mirarla, me causa escalofríos. No entiendo
cómo alguien se atreve a estudiar medicina”.
ASESINOS Y LOCOS MORALES
La actitud de Eichmann exhibe
a un asesino convicto y confeso, no a un loco moral. Los locos morales son
ininmputables. Hay que internarlos en un manicomio porque no saben lo que
hacen. El ser humano todavía necesita de la tragedia. Cuando en Ricardo II, el ducque de Hereford dice: "They love not poison that do poison need" quien usa el
veneno no por eso ama el veneno, se muestra como un malvado razonante. Y
por eso lo alcanzó la justicia humana. (Como a Eichmann).
Pero en las últimas décadas,
con la destrucción de esos cuerpos sociales que hemos bautizado naciones, la
pareja del malhechor y de la justicia (y la justicia es tan indispensable como
el pan nuestro de cada día) ha sido reemplazada por el loco moral y la
impunidad. Seres que en épocas normales
tendrían que ser recluidos en asilos para enfermos mentales son presidentes,
gobernadores, ministros, alcaldes, guardianes de la ley, aparentes protectores
de los habitantes de su país.
En México, descubrir fosas comunes
repletas de personas asesinadas es casi tan sencillo como pescar sardinas en un
barril. Tras la desaparición de 43 estudiantes en Iguala, estado de Guerrero,
luego de choques con la policía local, un grupo de campesinos empezó a realizar
exploraciones por el área usando palas y piquetas. Ya se han descubierto cinco
fosas comunes, dijo The New York Times,
y otra media docena de cementerios secretos, pero no los restos de los
estudiantes.
Centenares de soldados,
funcionarios federales y estatales, así como residentes locales, participan en
la búsqueda. Y lo que han encontrado hasta ahora, señaló el periódico “es casi
tan escalofriante” como la desaparición de los alumnos: “multitud de osarios
clandestinos ocupados por desconocidos”, parte del “vasto número de víctimas
causado por el crimen organizado”.
Los estudiantes desaparecieron
luego que policías locales, acusados de trabajar para una banda de
narcotraficantes de la zona, asesinaron a seis jóvenes el pasado 26 de
septiembre. Fiscales mexicanos tienen la hipótesis de que los policías
secuestraron a decenas de estudiantes y se los entregaron a los
narcotraficantes. A partir de ese momento, nada se sabe de ellos.Se estima que
decenas de miles de personas han sido asesinadas en México en los últimos años
en disputas entre grupos rivales.
Mientras el gobierno federal
ha distribuido estadísticas congratulándose por una disminución de los
homicidios, dijo el matutino, la proliferación de fosas comunes en Guerrero
“arroja nuevas dudas” sobre las cifras oficiales, indicando posiblemente “una
gran cantidad de muertos” cuyos decesos no han sido divulgados.
Algunos familiares de los
estudiantes “están convencidos que una mafia de criminales y políticos sabe dónde
están” los jóvenes, “pero no quieren decirlo”.
El mexicano Alejandro Hope, un
ex funcionario de inteligencia, dijo al periódico: “La principal causa de esas
numerosas desapariciones es la impunidad. Sólo uno de cada cinco casos de
homicidios es resuelto en México”. Además de la impunidad, los criminales se
aprovechan “de la debilidad de las instituciones, y de un proceso
descentralizado de búsqueda y ubicación”.
LA OTRA IMPUNIDAD
Y después tenemos a Venezuela,
donde hay “colectivos”, grupos armados que son como un estado dentro del
estado, dizque para defender la revolución bonita.
Los colectivos surgieron
cuando gobernaba el presidente Hugo Chávez Frías. Y si bien actuaban como
bandas armadas, algo que está prohibido por la Constitución Nacional, que
otorga el monopolio de la violencia a las fuerzas armadas y policiales, sus
acciones no requerían de excesivo músculo a la hora de la represión. En el
interín, esos colectivos podían dedicarse a sus brumosas tareas específicas, la
mayoría de las cuales, hay que reconocer, eran absolutamente ilegales. Aunque
los dirigentes de los colectivos se atribuyen razones legítimas para su
accionar, y juran y perjuran que realizan tareas de beneficencia, la realidad los
ha desmentido. En la isla de la fantasía en que vive la nomenclatura chavista,
no hay contradicciones, precariedades, falta de alimentos u otros productos de
la cesta básica, y el país vive en el mejor de los mundos posibles. Pero el
asesinato del diputado del PSUV Robert Serra y de su asistente María Herrera
permitió por unos breves días descorrer la cortina de las contradicciones. Y
éstas fueron ominosas y flagrantes. La realidad se desdobló, y de manera
simultánea, los héroes aparecieron como villanos. Luego volvieron a ser héroes,
y quienes los abatieron pasaron a ser los villanos, y fueron echados de sus
cargos sin agradecerles ni siquiera los servicios prestados.
José Odreman, líder del
colectivo 5 de marzo, emergió al mismo tiempo como un venerado dirigente
comunal, sonriendo en fotos con el fallecido presidente Chávez, con el actual
presidente Nicolás Maduro, con la primera dama Cilia Flores, y con otros
calificados representantes del gobierno. Parecía que muchos se peleaban por
aparecer retratados junto a Odremán.
Y luego, la hecatombe. El 7 de
octubre pasado, los portales de las redes sociales parecían haber sido
afectados por ataques de esquizofrenia. ¿Cómo era posible que ese humanista,
tras ser acribillado a balazos por la policía junto con otras cuatro personas,
fuese acusado de integrar una banda de asesinos? No fue la oposición quien enunció
esa denuncia, sino las propias (ex) autoridades policiales. José Gregorio
Sierralta, ex director del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y
Criminalísticas (CICPC), dijo que Odreman y el resto de los muertos eran
integrantes de una peligrosa banda responsable de múltiples homicidios.
Según indicó el ex jefe
policial, Odreman lideraba una organización delictiva integrada por más de 25
hombres. De ellos cinco murieron el 7 de octubre, otros cinco fueron
capturados, y unos 15 eran buscados. Los prófugos habrían estado implicados “En
al menos cuatro casos de homicidio, con siete personas ultimadas y varias
heridas, además de los delitos de robo y cobro de vacunas a comerciantes”.
De esa manera, en ese mundo al
revés de la locura moral y la impunidad el Cicpc, que en una época intentaba
cubrirse de laureles y ser respetado por la ciudadanía debido a su lucha contra
el crimen, está ahora cubierto de ignominia, y las afirmaciones de sus ex
directivos han sido descalificadas. Por lo tanto, las acusaciones del Cicpc no
valen ni el papel en que han sido escritas. Pero, por si las moscas, pues la
historia tiene sus bemoles, y en ocasiones vuelve a refulgir la verdad, veamos
lo que decía el cuerpo policial de Odreman y de sus compañeros. Por ejemplo,
que lideraba una banda delictiva “autora de al menos cuatro casos de
homicidios, donde aparecen como víctimas siete personas, hechos ocurridos en
Caracas durante el presente año”. También el Cicpc indicaba que “esta
organización criminal cobraba vacunas a
comerciantes del centro de Caracas, fomentaba la prostitución en la zona y
protegía a delincuentes que cometían robos y luego se escondían en el edificio
Centro Manfredir del sector Quinta Crespo”.
DESLINDES
La muerte de Odreman y otros
miembros de su entourage causó gran indignación en el Frente 5 de marzo. Muchos
de sus integrantes comenzaron a organizar una marcha para reclamar justicia y
el 18 de octubre exigieron la renuncia del ministro de Interior Justicia y Paz,
Miguel Rodríguez Torres. Y su reclamo tuvo éxito. El ministro fue renunciado.
En un artículo periodístico,
el ex vicepresidente de Venezuela José Vicente Rangel dijo que “La manera como
comandos del Cipc asesinaron a cinco militantes chavistas, integrantes de un
colectivo, y en vez de detenerlos y requerir la presencia de la Fiscalía
procedieron a acribillarlos ante sus familiares y con docenas de disparos, es
algo inaceptable en democracia”. Y el doctor Rangel formuló luego la pregunta
de los 64.000 dólares, que lo acosará hasta el final de sus días: “¿Cuándo
Odreman, Chávez y el resto, muertos en Quinta Crespo, dejaron de ser luchadores
populares y se convirtieron en hampones?”. Con su peculiar inteligencia, Rangel
desmontó la manera en que funciona el aparato de propaganda del gobierno.
Quienes están con el gobierno son siempre luchadores populares, sin importar su
abultado prontuario. Quienes lo adversan, son siempre hampones, aunque sean
dechados de decencia.
Y añadió el ex vicepresidente:
“Estos graves hechos acaecidos en el país, todos por el mismo corte, obligan al
gobierno a adoptar medidas de excepción para impedir la metástasis, para
impedir la impunidad, para impedir el deterioro de la imagen
gubernamental”.
De nuevo el uso de la palabra
impunidad, que debería ser abolida por todo gobierno que intente gobernar en
serio.
De Eichmann conservamos
escasas fotografías de su época de jerarca nazi, diseminados recuerdos de su
proceso en Jerusalén. Abundantes libros han reconstruido sus pasos. Pero
pertenece a la prehistoria del siglo veinte. Con la irrupción del internet y de
las redes sociales, existe la posibilidad de observar a importantes personajes
en acción, y en ocasiones seguirles la pista minuto a minuto. La muerte de
Odreman y de cuatro de sus compañeros fue seguida en las redes sociales. Hay
inclusive un video muy interesante donde el líder del colectivo 5 de marzo hace
responsable al ex ministro del Interior de Venezuela, de lo que pueda llegar a
ocurrirle. Minutos después, también las redes sociales mostraban fotografías de
su cadáver. Sus familiares dijeron que había recibido 36 balazos en su cuerpo,
convocando a toda clase de conjeturas.
La naturaleza esquizofrénica
del episodio hace recordar la frase de Chico Marx: “¿A quién van a creer, a mí,
o a lo que están viendo con sus propios ojos?” El gobierno ha dado una bizarra
versión imposible de compaginar con el video y las fotos y las declaraciones
del dirigente comunal abatido. No existe siquiera el pudor de inventar una interpretación
que resulte digerible para el ciudadano del común. De repente, ciertas porciones del mundo han
perdido su aspecto trágico y empiezan a convertirse en reductos de la
banalidad, de la impunidad, de la injusticia y de la sinrazón. Y eso hace
cundir la desesperanza. ¿Habrán pasado de moda los diez mandamientos? ¿Llegó la
mentira para emplazarse a perpetuidad? ¿Cuándo llegará el momento en que los
locos morales vuelvan a ser suplantados por malvados razonantes que al menos
conocen la diferencia entre el bien y el mal? La situación es tan deplorable,
que empezamos a examinar por segunda vez a terribles dictadores como el
norcoreano Kim Jong-un para revisar nuestro juicio. En fecha reciente, se
informó que el gobierno de Pyongyang podría acceder a que una comisión de
derechos humanos de la ONU visite el país y transite por instalaciones donde
hay presos políticos, siempre y cuando se anulen los cargos de crímenes contra
la humanidad formulados contra el autócrata y varios de sus funcionarios.
El informe de la ONU decía que
Corea del Norte es un estado policial donde hay más de 120.000 presos políticos
y donde “La tortura forma parte de todo proceso de interrogación”. Kim obtuvo el estrellato entre los villanos
de nuestra era cuando ordenó lanzar una jauría de 120 perros hambrientos contra
su tío, acusado de abrigar ambiciones de poder.
Es innegable que Kim no es un
loco moral sino un villano razonante. Sabe muy bien que sus acciones son
delictivas. Y eso lo asusta, al punto de querer negociar con sus acusadores.
Tal vez le preocupa el rol que le asignará la historia (aunque es imposible que
alcance la absolución). Pero está enterado de la diferencia entre el bien y el
mal. Lo que más asusta es que en nuestro continente muchos líderes y
funcionarios ignoran esa diferencia. Viven en un mundo de su propia invención
donde seres vituperables atacan su innata decencia, su congénita bondad, el
amor por su país.
En su anhelo por combatir
demonios de su propia invención, no hay sacrificio que no estén dispuestos a exigir
a sus compatriotas, aunque la propuesta conlleve la destrucción del lazo
social, y de toda posibilidad de convivencia. Es duro aceptar que existe algo
aún peor que el villano razonante: el loco moral. Y aún más aterrador, que numerosos
de esos seres ocupen cargos públicos.
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