Mario Szichman
“La memoria no existe
no es nada
si no
tiene que ver
con un corredor
con una esquina
un abrazo”.
Cristina Falcón
Memoria errante
En la foto: Cristina Falcón y Carmen Virginia Carrillo.
Desde hace algún tiempo, la ensayista y crítica literaria
Carmen Virginia Carrillo viene trabajando la poesía venezolana escrita por
mujeres, en base a la mancha temática de la extranjería y del bilingüismo. Ha
explorado a fondo la escritura de precursoras como Miyó Vestrini y Margara
Russotto, y luego, la de Verónica Jaffé, Laura Cracco, Carmen León Ferro, Jacqueline Goldberg, Gina Saraceni y Cristina Falcón Maldonado. Y al igual que
en su previo texto seminal: De la belleza y
el furor. Propuestas poéticas renovadoras en la década de los sesenta en
Venezuela, su tarea
consiste en trabajar la distancia y el desplazamiento, en señalar la inmensa
necesidad de estar alertas. La escritura, después de todo, no es una pasión, es
apenas un instrumento para dilucidar nuestro entorno. Todo aquello que bloquee
nuestra lucidez, es alarmante. Todo aquello que intente fundirnos en la
exaltación colectiva, debe revisarse con sospecha.
Con su fina percepción, la misma que exhibió Carrillo
al analizar la poesía surgida en Venezuela en la confluencia de la Revolución
Cubana y la lucha armada, la ensayista examina una poesía que podría
considerarse de repliegue. A la euforia ha sucedido la cautela, la feroz
reflexión, el decantamiento de la ilusión, pero no de la esperanza, aunque a
veces aparece bastante maltrecha.
Antonio Gramsci decía que era pesimista con la
inteligencia, optimista con la voluntad. Hay, en las poetas analizadas por
Carrillo, un tema cargado de ilusiones, repleto de asechanzas, imposible de
erradicar, inclusive para quienes nunca abandonaron el terruño: el del exilio.
En un solo gesto, Falcón resume el drama del que
parte:
No dejaré de ser
errante
forastera
hasta
que regrese al único lugar
en el que no tengo
que volver la cabeza al escucharlo.
Me fui muy joven de mi país de origen, la Argentina. No
como exiliado, sino como viajero deseoso de retornar. Llegué a Venezuela en
1967, cuando era la patria de muchos exilios. Conocí exiliados bolivianos,
peruanos, ecuatorianos, dominicanos. A veces me da la impresión de que nuestro
continente vive en un plano inclinado. Siempre alguien se está resbalando hacia
las fronteras, perseguido por su gobierno de turno. Volví a la Argentina en
1971, me quedé hasta 1975. En ese lapso tres grupos guerrilleros se enfrentaron a la dictadura militar. Luego, al retornar Juan Perón al gobierno y al
poder, eran los guerrilleros y grupos de izquierda quienes se enfrentaban a la
derecha peronista y a los escuadrones de la muerte, que contaban con la
generosa colaboración de los militares. Venezuela me volvió a acoger. Seguía
sin considerarme un exiliado. Pero vinieron muchos exiliados a cobijarse bajo la
bandera del bravo pueblo. Vinieron de Argentina, de Chile, de Brasil, de
Uruguay. Consiguieron trabajo, casa y comida. Los tan difamados políticos de la
Cuarta República denunciaban en el Congreso los atropellos que cometían los
gobiernos del Cono Sur, reclamaban por los desaparecidos, se enorgullecían de
una democracia que, con todos sus defectos, seguía siendo una isla de libertad
en medio de tanto atropello y de tanta barbarie.
No, Venezuela no era el paraíso. Pero existía la
convicción de que nadie estaba por encima de la ley. Ningún funcionario podía vanagloriarse de su impunidad. La
Constitución no era papel mojado. Los venezolanos no se dividían en adictos al
gobierno, autorizados a cometer cualquier barrabasada, y los opositores, a
quienes se podía privar de escaños otorgados por el pueblo, o detenerlos por
tiempo indefinido, tras absurdas acusaciones formuladas por testigos
adoctrinados y comprados por el poder. Y en los venezolanos persistía la
esperanza.
Leí en alguna parte que los habitantes de un país se creen
prósperos, sin importar sus salarios, cuando tienen fe en que sus hijos vivirán
mejor que ellos. Y que creen en la justicia, cuando descubren que es
igualitaria, que alcanza a todos, y a todos cobija, sin importar si el
transgresor es rico o es pobre, es funcionario público, un acaudalado
empresario, o un maestro de escuela. Conocí seres pujantes, convencidos de que sus hijos vivirían mejor que ellos, sin
necesidad de abandonar el terruño. Y con raras excepciones, creían que existía
justicia.
No conozco una sola persona que a la hora de apostar entre
David y Goliat ponga su dinero en Goliat. O que prefiera la prepotencia a la
honradez. He ido a muchos cines. Los espectadores nunca aplauden al malo de la
película.
Cuando me fui de Venezuela, en 1980, era un país que recibía
inmigrantes y exiliados. Ahora, es un país que expulsa a sus habitantes, y
hostiga a seres provenientes de otras tierras.
Siempre me impresionó la película Cabaret, y especialmente su primera y su última escena. En la
primera escena, un espejo reflejaba la concurrencia que poblaba el club
nocturno. Había muchas bellas mujeres compartiendo mesas con hombres
adinerados. Abundaba una fauna non sancta.
Pero, después de todo, era el ambiente del Berlín del demi monde. En la última escena, las bellas mujeres seguían
compartiendo mesas con hombres. Pero todos ellos vestían el uniforme nazi.
Comparar la Venezuela actual con la Venezuela en que viví
y me convertí en periodista y en escritor, es un poco como observar la primera
y la última escena de Cabaret. Mis
entrañables amigos, recopilados durante décadas, comparten mi perplejidad. Es
como si algún taumaturgo les hubiera canjeado el país de sus sueños por una
pesadilla cotidiana. Prácticamente cada familia que conozco tiene a uno de sus
miembros viviendo fuera de Venezuela. Y eso causa mucho daño. Nunca salimos
ilesos de la experiencia de ser extraños en un país extraño. Durante un tiempo,
necesitamos caminar con andador, la fragilidad se instala en nuestros cuerpos.
Nos han privado del paisaje, de los lugares cotidianos, de algunas certezas, de
muchas convicciones. Nos quedamos sin curriculum. Escasean los amigos, nos
ilusionamos de manera excesiva con nuevas amistades que nunca se parecen a las
que hemos dejado de ver.
Cada uno de nosotros necesita fundarse de nuevo, aferrarse
hasta la exasperación a todo lo que perdió, hacerse la ilusión de que también
ganó cosas. Pero nunca es fácil. Empezamos a vivir en un mundo virtual, con
voces y rostros que nos observan y hablan desde sitios distantes.
Afortunadamente, existe la belleza de los textos sagrados,
de quienes nos precedieron para explicarnos que no estamos solos. Otros cotejaron
similares dolores, y nos enseñaron a superarlos. Y está la poesía, que puede
ser nostalgia, pero que también es vida, y en su belleza exhibe sencillez.
Pues, por alguna extraña razón, la belleza es siempre sencilla.
Gina Saraceni nos
dice al recordar a sus ancestros:
Ambos
comen la corteza
del
tiempo que se acaba.
Ese
ser dos en la vejez,
aferrados
a un ritual
que
les devuelve los primeros
paisajes
de sus vidas.
Y realmente, no necesita seguir hablando. Frente a tanto
fárrago, ante tanta grandilocuencia, una
poeta nos enseña que la trascendencia está en la mesura y en la parquedad.
A su vez, Cristina
Falcón, en su aplacada exasperación, nos va dibujando las pisadas del
desarraigo, aunque, afortunadamente, nunca las de la aflicción. En uno de sus
poemas, Falcón se pregunta:
De
qué nos han valido
los
viajes de ida y vuelta
si
no somos dueños de bitácora
si
el destino no se deja
si
nos deja
más
que esta pesadumbre
errática.
De algo han valido esos viajes de ida y
vuelta. Falcón no permite que se hundan en el olvido. Sus poemas alzan las
vallas de los recuerdos, los acorralan, los protegen de la omisión.
No todos los exilios, no todas las
ausencias, tienen la misma repercusión. El solo hecho de que las poetas marquen
su nostalgia o su extrañeza con un mundo que se acabó, y otro que comienza, o
tal vez nunca se resuelve a comenzar, es un acto inaugural de gran
trascendencia. Y es una espléndida señal que del otro lado del texto una
ensayista recupere esas voces, recopile la hermosura de esos textos. Nos brinda
el grato anhelo de saber que existen seres atentos y lúcidos. Seres que han
aprendido y se han fortalecido, y pueden enseñarnos la lucidez de otros
caminos. Seres que pueden ser muchas veces derrotados, pero que nunca serán
vencidos.
Mario:
ResponderEliminarExcelente post. Suscribo muchas de tus palabras: desde que he dejado mi país, mi Venezuela, no he logrado encontrar un edulcorante que calme el sabor amargo de mi exilio. Pero de ese sabor amargo he aprendido que, tal como decía Cerati en una canción: "no es soberbia, es amor, poder decir adiós"
Un abrazo
Gracias, Gerardo, por tus palabras. He pasado por varios países, pero del único que me siento exiliado es de mi querida Venezuela, mi patria adoptiva. Nunca lamenté abandonar la Argentina. Lo único que lamentaría es regresar. Pero Venezuela me ha brindado mucho, me ha ofrecido amigos entrañables, una profesión, una identidad. Como muchos de los seres que han emprendido el exilio, siento que me han robado a Venezuela. Sus gobernantes han emplazado lo siniestro en esa tierra de gracia. Lo más importante ahora es reconocer la pérdida, pero no aceptar la derrota. Un fuerte abrazo. Mario
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