domingo, 9 de noviembre de 2014

El exilio tan temido




Mario Szichman



La memoria no existe

no es nada

si no  tiene que ver

con un corredor

con una esquina

un abrazo”.

 Cristina Falcón

 Memoria errante


                              En la foto: Cristina Falcón y Carmen Virginia Carrillo.

Desde hace algún tiempo, la ensayista y crítica literaria Carmen Virginia Carrillo viene trabajando la poesía venezolana escrita por mujeres, en base a la mancha temática de la extranjería y del bilingüismo. Ha explorado a fondo la escritura de precursoras como Miyó Vestrini y Margara Russotto, y luego, la de Verónica Jaffé,  Laura Cracco, Carmen León Ferro,  Jacqueline Goldberg, Gina Saraceni  y Cristina Falcón Maldonado. Y al igual que en su previo texto seminal: De la belleza y el furor. Propuestas poéticas renovadoras en la década de los sesenta en Venezuela, su tarea consiste en trabajar la distancia y el desplazamiento, en señalar la inmensa necesidad de estar alertas. La escritura, después de todo, no es una pasión, es apenas un instrumento para dilucidar nuestro entorno. Todo aquello que bloquee nuestra lucidez, es alarmante. Todo aquello que intente fundirnos en la exaltación colectiva, debe revisarse con sospecha.

Con su fina percepción, la misma que exhibió Carrillo al analizar la poesía surgida en Venezuela en la confluencia de la Revolución Cubana y la lucha armada, la ensayista examina una poesía que podría considerarse de repliegue. A la euforia ha sucedido la cautela, la feroz reflexión, el decantamiento de la ilusión, pero no de la esperanza, aunque a veces aparece bastante maltrecha.

Antonio Gramsci decía que era pesimista con la inteligencia, optimista con la voluntad. Hay, en las poetas analizadas por Carrillo, un tema cargado de ilusiones, repleto de asechanzas, imposible de erradicar, inclusive para quienes nunca abandonaron el terruño: el del exilio.

En un solo gesto, Falcón resume el drama del que parte:


          No dejaré de ser

errante

forastera

hasta que regrese al único lugar

  en el que no tengo que volver la cabeza al escucharlo.



Me fui muy joven de mi país de origen, la Argentina. No como exiliado, sino como viajero deseoso de retornar. Llegué a Venezuela en 1967, cuando era la patria de muchos exilios. Conocí exiliados bolivianos, peruanos, ecuatorianos, dominicanos. A veces me da la impresión de que nuestro continente vive en un plano inclinado. Siempre alguien se está resbalando hacia las fronteras, perseguido por su gobierno de turno. Volví a la Argentina en 1971, me quedé hasta 1975. En ese lapso tres grupos guerrilleros se enfrentaron a la dictadura militar. Luego, al retornar Juan Perón al gobierno y al poder, eran los guerrilleros y grupos de izquierda quienes se enfrentaban a la derecha peronista y a los escuadrones de la muerte, que contaban con la generosa colaboración de los militares. Venezuela me volvió a acoger. Seguía sin considerarme un exiliado. Pero vinieron muchos exiliados a cobijarse bajo la bandera del bravo pueblo. Vinieron de Argentina, de Chile, de Brasil, de Uruguay. Consiguieron trabajo, casa y comida. Los tan difamados políticos de la Cuarta República denunciaban en el Congreso los atropellos que cometían los gobiernos del Cono Sur, reclamaban por los desaparecidos, se enorgullecían de una democracia que, con todos sus defectos, seguía siendo una isla de libertad en medio de tanto atropello y de tanta barbarie.

No, Venezuela no era el paraíso. Pero existía la convicción de que nadie estaba por encima de la ley. Ningún funcionario  podía vanagloriarse de su impunidad. La Constitución no era papel mojado. Los venezolanos no se dividían en adictos al gobierno, autorizados a cometer cualquier barrabasada, y los opositores, a quienes se podía privar de escaños otorgados por el pueblo, o detenerlos por tiempo indefinido, tras absurdas acusaciones formuladas por testigos adoctrinados y comprados por el poder. Y en los venezolanos persistía la esperanza.

Leí en alguna parte que los habitantes de un país se creen prósperos, sin importar sus salarios, cuando tienen fe en que sus hijos vivirán mejor que ellos. Y que creen en la justicia, cuando descubren que es igualitaria, que alcanza a todos, y a todos cobija, sin importar si el transgresor es rico o es pobre, es funcionario público, un acaudalado empresario, o un maestro de escuela. Conocí seres pujantes, convencidos de  que sus hijos vivirían mejor que ellos, sin necesidad de abandonar el terruño. Y con raras excepciones, creían que existía justicia.

No conozco una sola persona que a la hora de apostar entre David y Goliat ponga su dinero en Goliat. O que prefiera la prepotencia a la honradez. He ido a muchos cines. Los espectadores nunca aplauden al malo de la película.

Cuando me fui de Venezuela, en 1980, era un país que recibía inmigrantes y exiliados. Ahora, es un país que expulsa a sus habitantes, y hostiga a seres provenientes de otras tierras.

Siempre me impresionó la película Cabaret, y especialmente su primera y su última escena. En la primera escena, un espejo reflejaba la concurrencia que poblaba el club nocturno. Había muchas bellas mujeres compartiendo mesas con hombres adinerados. Abundaba una fauna non sancta. Pero, después de todo, era el ambiente del Berlín del demi monde. En la última escena, las bellas mujeres seguían compartiendo mesas con hombres. Pero todos ellos vestían el uniforme nazi.

Comparar la Venezuela actual con la Venezuela en que viví y me convertí en periodista y en escritor, es un poco como observar la primera y la última escena de Cabaret. Mis entrañables amigos, recopilados durante décadas, comparten mi perplejidad. Es como si algún taumaturgo les hubiera canjeado el país de sus sueños por una pesadilla cotidiana. Prácticamente cada familia que conozco tiene a uno de sus miembros viviendo fuera de Venezuela. Y eso causa mucho daño. Nunca salimos ilesos de la experiencia de ser extraños en un país extraño. Durante un tiempo, necesitamos caminar con andador, la fragilidad se instala en nuestros cuerpos. Nos han privado del paisaje, de los lugares cotidianos, de algunas certezas, de muchas convicciones. Nos quedamos sin curriculum. Escasean los amigos, nos ilusionamos de manera excesiva con nuevas amistades que nunca se parecen a las que hemos dejado de ver.

Cada uno de nosotros necesita fundarse de nuevo, aferrarse hasta la exasperación a todo lo que perdió, hacerse la ilusión de que también ganó cosas. Pero nunca es fácil. Empezamos a vivir en un mundo virtual, con voces y rostros que nos observan y hablan desde sitios distantes.

Afortunadamente, existe la belleza de los textos sagrados, de quienes nos precedieron para explicarnos que no estamos solos. Otros cotejaron similares dolores, y nos enseñaron a superarlos. Y está la poesía, que puede ser nostalgia, pero que también es vida, y en su belleza exhibe sencillez. Pues, por alguna extraña razón, la belleza es siempre sencilla.

Gina Saraceni  nos dice al recordar a sus ancestros:


Ambos comen la corteza

del tiempo que se acaba.

Ese ser dos en la vejez,

aferrados a un ritual

que les devuelve los primeros

paisajes de sus vidas.



Y realmente, no necesita seguir hablando. Frente a tanto fárrago, ante tanta grandilocuencia,  una poeta nos enseña que la trascendencia está en la mesura y en la parquedad.

A su vez, Cristina Falcón, en su aplacada exasperación, nos va dibujando las pisadas del desarraigo, aunque, afortunadamente, nunca las de la aflicción. En uno de sus poemas, Falcón se pregunta:


De qué nos han valido

los viajes de ida y vuelta

si no somos dueños de bitácora

si el destino no se deja

si nos deja

más que esta pesadumbre

errática.



De algo han valido esos viajes de ida y vuelta. Falcón no permite que se hundan en el olvido. Sus poemas alzan las vallas de los recuerdos, los acorralan, los protegen de la omisión.

No todos los exilios, no todas las ausencias, tienen la misma repercusión. El solo hecho de que las poetas marquen su nostalgia o su extrañeza con un mundo que se acabó, y otro que comienza, o tal vez nunca se resuelve a comenzar, es un acto inaugural de gran trascendencia. Y es una espléndida señal que del otro lado del texto una ensayista recupere esas voces, recopile la hermosura de esos textos. Nos brinda el grato anhelo de saber que existen seres atentos y lúcidos. Seres que han aprendido y se han fortalecido, y pueden enseñarnos la lucidez de otros caminos. Seres que pueden ser muchas veces derrotados, pero que nunca serán vencidos.


2 comentarios:

  1. Mario:

    Excelente post. Suscribo muchas de tus palabras: desde que he dejado mi país, mi Venezuela, no he logrado encontrar un edulcorante que calme el sabor amargo de mi exilio. Pero de ese sabor amargo he aprendido que, tal como decía Cerati en una canción: "no es soberbia, es amor, poder decir adiós"

    Un abrazo

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  2. Gracias, Gerardo, por tus palabras. He pasado por varios países, pero del único que me siento exiliado es de mi querida Venezuela, mi patria adoptiva. Nunca lamenté abandonar la Argentina. Lo único que lamentaría es regresar. Pero Venezuela me ha brindado mucho, me ha ofrecido amigos entrañables, una profesión, una identidad. Como muchos de los seres que han emprendido el exilio, siento que me han robado a Venezuela. Sus gobernantes han emplazado lo siniestro en esa tierra de gracia. Lo más importante ahora es reconocer la pérdida, pero no aceptar la derrota. Un fuerte abrazo. Mario

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