Mario Szichman
Alicia Migdal es narradora, poeta, ensayista y autora de Mascarones (poemas en prosa, 1981), Historia Quieta (1993), En un
idioma extranjero (2008) entre otros textos imposibles de apartar de la
memoria. Es una persona entrañable y mi amiga desde la época en que vivía en
Caracas. No importa la distancia o las ciudades que transitamos, Alicia es
siempre sólida en su generosidad, discreta en sus formulaciones. Hace poco me
escribió un correo aludiendo a mi novela La
región vacía, mencionando dos personajes históricos que aparecen en sus
páginas: el expresidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el líder de
al-Qaida Osama bin Laden. Le gustó que los haya “retratado desde un lugar de
seres humanos y no caricaturizados” y consideró mi enfoque “una apuesta
riesgosa”.
Aparte del galardón que involucran esas palabras –no todas las alabanzas
son iguales– la observación me ayudó a enfilar hacia un tema que me apasiona:
¿cómo vaciar personajes históricos en el molde de la ficción? Siempre me sobresaltó
el maltrato que sufrió Napoleón a manos de León Tolstoi en La guerra y la paz. En mi canon, esa novela, junto con La Odisea, Ana Karenina, Don Quijote,
Crimen y Castigo, A la búsqueda del tiempo perdido y La metamorfosis, basta para llenar el
morral de cualquier viajero que queda varado en una isla desierta. Pero el
conde Tolstoi carecía de términos medios. El noventa por ciento del tiempo era
sublime, y el otro diez por ciento tenía la mentalidad de un muyic. Aparte de
su mezquindad con Napoleón, era legendario en su desprecio por las mujeres.
Basta ver el rol que le asigna a la etérea Natasha al final de La guerra y la paz. El símbolo de la
pasión amorosa se convierte rápidamente en una matrona preocupada únicamente en
observar si los pañales que quita a sus bebés exhiben muestras de alguna
indisposición. (Dostoievski nunca hubiera cometido ese error).
Napoleón no es un santo de mi devoción. Solo me gusta de él su costado
digamos “femenino”. Por ejemplo, tras hacer el amor con alguna mujer, la
ayudaba a arreglar la cama. Y además, pese a estar enterado de las
infidelidades de su madre, y de su esposa Josefina, les rindió honores y las
instaló en un altar. Cuando se divorció de Josefina, lo hizo simplemente por
razones de estado. Creo que fue el gran amor de su vida.
Cada vez que he explorado un personaje histórico, termino desilusionado. El
único que sigue estando muy cerca de mi ideal de héroe imperfecto es Francisco
de Miranda. El narrador necesita identificarse con sus personajes. Me encanta
cuando en Los papeles de Miranda el
protagonista dice: “Nadie puede alejarse mucho de los terrores que afligen a su
padre”. Lo dice un hombre que posiblemente fue el amante de la emperatriz
Catalina de Rusia, general en los ejércitos de la Revolución Francesa,
prisionero de los jacobinos, con la cabeza siempre muy cerca del filo de la
guillotina, eternamente dispuesto a la aventura y al fracaso de la aventura. Es
el Rey Lear de la independencia latinoamericana, traicionado por sus
subordinados, entre ellos Simón Bolívar, optimista hasta en los terribles
calabozos españoles, y cuyo fantasma sigue merodeando en Cádiz, tras ser arrojado
a una tumba sin nombre. (Posiblemente, es nuestro primer desaparecido).
Apasionarse por la historia conlleva un riesgo: desencantarse de sus
héroes. Es casi imposible encontrar un personaje sobresaliente. Todos ellos fueron
sobrevivientes de una época insólita. No proliferan los héroes valerosos, a
menos que sean dementes. Lo primero que se vacía en una guerra es la línea del
frente.
Bolívar era, obviamente, un caudillo fuera de serie, aunque el primer
detalle narrativo que me interesó de él era que siempre esquivaba la mirada.
Apenas alguien lo encaraba, se ponía a mirar al suelo. El otro rasgo que me
llamó la atención era su desparpajo. En cierta ocasión, un militar inglés lo
fue a visitar. Bolívar se estaba bañando y lo recibió desnudo. (La anécdota está incluida en un
fenomenal libro de memorias: Recollection
of a service of three years during the War of Extermination).
Bolívar es quizás, el primer caudillo moderno. Aprendió mucho de su ídolo,
Napoleón Bonaparte. Y aunque la mayor parte de su vida se dedicó a denigrar en
público al emperador de los franceses, explicó de manera abundante su
admiración en privado, especialmente a Perú de Lacroix en El diario de Bucaramanga.
El Libertador tuvo una ocurrencia genial: se proclamó “El hombre de las
dificultades”. Hasta su llegada al poder, la idea era que un gobernante tenía
como propósito solucionar los trances de su pueblo. Pero quien componía los problemas
tenía escasas posibilidades de gobernar largos períodos. Solo se perpetúan en
el poder aquellos capaces de eternizar las contrariedades.
En sus proclamas, Bolívar parece encallado en el centro de la nada, acosado
por la anarquía. Era eximio vaticinando calamidades, anticipando tiempos
sombríos mientras asignaba a otros la tarea de remediar conflictos.
Recuerdo que un historiador, tras señalar todas las equivocaciones
cometidas por El Libertador, dijo resignado: “Bueno, algo debe haber hecho
bien. Lo demuestran cinco repúblicas” del continente.
La lucha por la liberación de la Gran Colombia fue terrible: se trató de
una guerra de exterminio donde quedó diezmada la población civil. La mayoría de
los generales que iniciaron la brega con Bolívar murieron en combate, o se
pudrieron en las cárceles de España. Bolívar era un gigante, quien lo duda,
pero tal vez parte de su grandeza consistió en que pudo sobrevivir. Solo al
principio de sus campañas ostentó esperanzas, como otros lucían escarapelas en
sus sombreros. Pronto descubrió que únicamente eran respetadas las pitonisas
encargadas de vaticinar derrotas. La adversidad es inigualable cuando se trata
de reclutar acólitos. Al pueblo hay que
tenerlo a salto de mata. Cuando no es un peligro inmediato, es un enemigo
agazapado en las sombras. Basta ver cómo el chavismo en el poder mantiene al
pueblo venezolano en constante zozobra. Ya Adolf Hitler lo hizo en Alemania. Y
el pueblo lo acompañó fervoroso, excepto por algunos díscolos, disidentes, y
otros representantes de la escoria de la humanidad, que recién después de la
guerra fueron exaltados como seres valientes y sensatos en esa feroz marea de
obsecuentes y mediocres.
En realidad, la tentación más difícil de esquivar es descubrir lo
vulnerables que son los próceres, sus defectos, sus manías, sus mezquindades.
Porque la grandeza, el desprendimiento, el coraje, la buena fe, la honestidad,
la defensa de la palabra empeñada son lastres que acortan decisivamente la vida
de un líder político.
Necesitamos ídolos, y al mismo tiempo les exigimos un temple inhumano.
Cuando se los ubica en un lugar muy elevado, generalmente es para tenderles una
trampa. Al caer, se derrumban. Sigmund Freud solía decir de algunos héroes: “No
es que cayeron tan bajo, es que nunca llegaron tan alto”.
Incluir a un personaje histórico en la ficción tiene un beneficio: el héroe
es una figura reconocida de inmediato. Es como si llevara la marca Adidas
impresa en la frente. Pero el riesgo es similar al que corre un personaje de
radionovela cuando pasa a trabajar en una telenovela: siempre defrauda. El
cuerpo que imaginamos en una voz tiene poco que ver con el ser de carne y
hueso.
En mi caso, recurrir a las figuras de Bush y de bin Laden en La región vacía planteó el siguiente
problema: ¿debía narrarlos desde el reconocimiento o desde la ignorancia?
Explicarlos a partir del después era jugar con las cartas marcadas.
Describirlos antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001 incluía
aglutinar los preparativos, algo tedioso. Era necesario colocarlos en el punto
exacto de la conflagración. Y eso los devolvió a la categoría de seres humanos.
Ambos estaban perplejos ante lo ocurrido. La única creencia de Bush era que
debía actuar. La única certidumbre de bin Laden era poner los pies en polvorosa.
Y en el interín ¿qué?
Hay un riesgo en demonizar personajes: en escasas ocasiones un protagonista
surge como un villano. (Tal vez The Joker,
en una película de Batman, y eso, porque lo interpretó Jack Nicholson). Sus
acciones van por un lado, y su cuerpo por el otro.
Tuve más problemas “humanizando” a Bush que a bin Laden. El líder de
al-Qaida era miembro de una tribu y polígamo. Estaba casado con cuatro mujeres,
bellas, y muy inteligentes. Tenía una nutrida parentela. Era un buen padre.
Inclusive, permitía a sus hijos críticas que otro progenitor, por más moderno
que sea, no acepta de sus vástagos. Sufría dramas conyugales bastante intensos,
y exhibía un enorme respeto por sus esposas. Eso, aparte de que envió a 19
piratas a destruir las torres gemelas del World
Trade Center, causando la muerte de casi tres mil personas. En cuanto a
Bush, narrar sus desaguisados tras la invasión a Afganistán y a Irak, las
decenas de miles de muertos causados en esas intervenciones militares es
difícil explicarlo en una nota. En el archivo de Tal Cual debe haber más de doscientas notas con mi firma, narrando
en exhaustivo detalle sus tropelías. Pero La
región vacía concluye semanas después de los atentados, y cuando apenas se
iniciaban los preparativos de las invasiones. En ese período, esos personajes
históricos eran todavía producto de su pasado. Bin Laden tenía un pasado mucho
más rico. Era relativamente fácil narrarlo. Bush me hizo tropezar con
dificultades. Recuerdo las numerosas discusiones que tuvimos con mi editora,
Carmen Virginia Carrillo, tratando de dotar de carne a ese personaje. Había
algo innegable: durante el 11 de septiembre de 2001, la figura de Bush era la
de un ser a la deriva. Una película me venía siempre a la mente: In the Line of Fire, protagonizada por
Clint Eastwood, en el papel de un agente secreto intentando proteger al
presidente de los Estados Unidos. En una parte de la película, alguien quería matar
al presidente, y de repente, ocho, diez agentes lo rodeaban y lo obligaban a
huir de la escena a través de la enorme cocina de un hotel. El presidente
perdía toda dignidad. Sus escoltas lo obligaban a correr de manera desairada,
hasta que lo introducían a empellones en un automóvil, y ordenaban al chófer
que huyera a toda velocidad. Algo similar ocurrió con Bush. Apenas se
confirmaron los ataques en Nueva York, fue trasladado a un aeropuerto y subido
a un avión. Durante horas, la aeronave sobrevoló una extensa parte del
territorio norteamericano. El presidente parecía un rehén de sus escoltas. Ni
siquiera le permitieron hablar con su esposa, Laura, pues temían una
intercepción de sus comunicaciones.
Aun así, el personaje de Bush no era convincente. La descripción se
acercaba demasiado a la crónica periodística, y la profesora Carrillo quiere
que todo pase por el cuerpo de los personajes. Ya ocurrió en una ocasión
anterior, en Eros y la doncella. Hay
una escena, durante la convocatoria a los Estados Generales, en que muestro a
una serie de personajes llegando a París para asistir a las sesiones. Al
comienzo, todo era muy informativo, y totalmente exangüe. Yo estaba
describiendo, pero la narración brillaba por su ausencia. Hasta que mi editora
instaló el cuerpo en la escena. Los ojos de algunos futuros convencionistas
empezaron a mirar a otros. Los oídos se tendieron para escuchar voces
desconocidas. La crónica fue reemplazada por la intriga, los gestos y
aspavientos, la maledicencia, el conflicto.
En el curso de las discusiones descubrimos que algo similar ocurría con
Bush. Mientras el presidente asistía a una clase de lectura en una escuela
primaria, uno de sus asesores le informaba que un avión se había estrellado
contra una de las torres gemelas. Bush decía que seguramente se había tratado
de un accidente. Algunos minutos más tarde, otro de sus ayudantes le musitaba
al oído que una segunda aeronave se había estrellado contra las torres, y
añadía: “Estados Unidos está siendo atacado”.
Bush se quedaba pensando, sin decir palabra. Y persistía en el silencio,
mientras uno de los alumnos continuaba leyendo un cuento. Al concluir la
lectura, solo abría la boca para elogiar al niño. Enseguida se retiraba con su
comitiva. Pero el relato persistía en su chatura. Y de repente, se me ocurrió algo en tres dimensiones: mezclar lo que estaba sucediendo con un
episodio de la infancia de Bush. (Por alguna razón, el pasado es siempre
tridimensional). Cuando Bush tenía cinco años su hermana menor, una niña de
tres años, enfermó, y murió a las pocas semanas. Los padres nunca le informaron
del fallecimiento. O al menos, en mi novela, nunca se lo informaron. Bush
estaba acostumbrado a que su padre lo fuera a buscar a la escuela acompañado de
su hermana. Un día, su padre apareció solo. Nunca explicó la ausencia de la
niña. La semiología reemplazó a la dilucidación. Su madre Barbara, en esa época
una joven de 28 años, encaneció de la noche a la mañana. En el momento en que
asocié ese 11 de septiembre con los recuerdos de la infancia de Bush, empezó a
existir como personaje de ficción, no como segmento de una crónica.
No es necesario amar a un personaje histórico para insertarlo en una
novela, pero es preferible prescindir de él si se lo odia. La apuesta más alta
en ese sentido la hago en una nueva novela, donde aparecen varios jefes nazis
defendiendo su filosofía y sus acciones. Y realmente, sus argumentos muestran
la lógica impecable de los dueños del poder. Algo similar a las tesis que
elaboraban los promotores del Santo Oficio para explicar las bondades y
ventajas ofrecidas por los tribunales de la inquisición.
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