miércoles, 26 de noviembre de 2014

Vaciando personajes históricos en el molde de la ficción

Mario Szichman



Alicia Migdal es narradora, poeta, ensayista y autora de Mascarones (poemas en prosa, 1981), Historia Quieta (1993),  En un idioma extranjero (2008) entre otros textos imposibles de apartar de la memoria. Es una persona entrañable y mi amiga desde la época en que vivía en Caracas. No importa la distancia o las ciudades que transitamos, Alicia es siempre sólida en su generosidad, discreta en sus formulaciones. Hace poco me escribió un correo aludiendo a mi novela La región vacía, mencionando dos personajes históricos que aparecen en sus páginas: el expresidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el líder de al-Qaida Osama bin Laden. Le gustó que los haya “retratado desde un lugar de seres humanos y no caricaturizados” y consideró mi enfoque “una apuesta riesgosa”.  
Aparte del galardón que involucran esas palabras –no todas las alabanzas son iguales– la observación me ayudó a enfilar hacia un tema que me apasiona: ¿cómo vaciar personajes históricos en el molde de la ficción? Siempre me sobresaltó el maltrato que sufrió Napoleón a manos de León Tolstoi en La guerra y la paz. En mi canon, esa novela, junto con La Odisea, Ana Karenina, Don Quijote, Crimen y Castigo, A la búsqueda del tiempo perdido y La metamorfosis, basta para llenar el morral de cualquier viajero que queda varado en una isla desierta. Pero el conde Tolstoi carecía de términos medios. El noventa por ciento del tiempo era sublime, y el otro diez por ciento tenía la mentalidad de un muyic. Aparte de su mezquindad con Napoleón, era legendario en su desprecio por las mujeres. Basta ver el rol que le asigna a la etérea Natasha al final de La guerra y la paz. El símbolo de la pasión amorosa se convierte rápidamente en una matrona preocupada únicamente en observar si los pañales que quita a sus bebés exhiben muestras de alguna indisposición. (Dostoievski nunca hubiera cometido ese error).
Napoleón no es un santo de mi devoción. Solo me gusta de él su costado digamos “femenino”. Por ejemplo, tras hacer el amor con alguna mujer, la ayudaba a arreglar la cama. Y además, pese a estar enterado de las infidelidades de su madre, y de su esposa Josefina, les rindió honores y las instaló en un altar. Cuando se divorció de Josefina, lo hizo simplemente por razones de estado. Creo que fue el gran amor de su vida. 
Cada vez que he explorado un personaje histórico, termino desilusionado. El único que sigue estando muy cerca de mi ideal de héroe imperfecto es Francisco de Miranda. El narrador necesita identificarse con sus personajes. Me encanta cuando en Los papeles de Miranda el protagonista dice: “Nadie puede alejarse mucho de los terrores que afligen a su padre”. Lo dice un hombre que posiblemente fue el amante de la emperatriz Catalina de Rusia, general en los ejércitos de la Revolución Francesa, prisionero de los jacobinos, con la cabeza siempre muy cerca del filo de la guillotina, eternamente dispuesto a la aventura y al fracaso de la aventura. Es el Rey Lear de la independencia latinoamericana, traicionado por sus subordinados, entre ellos Simón Bolívar, optimista hasta en los terribles calabozos españoles, y cuyo fantasma sigue merodeando en Cádiz, tras ser arrojado a una tumba sin nombre. (Posiblemente, es nuestro primer desaparecido).
Apasionarse por la historia conlleva un riesgo: desencantarse de sus héroes. Es casi imposible encontrar un personaje sobresaliente. Todos ellos fueron sobrevivientes de una época insólita. No proliferan los héroes valerosos, a menos que sean dementes. Lo primero que se vacía en una guerra es la línea del frente.   

Bolívar era, obviamente, un caudillo fuera de serie, aunque el primer detalle narrativo que me interesó de él era que siempre esquivaba la mirada. Apenas alguien lo encaraba, se ponía a mirar al suelo. El otro rasgo que me llamó la atención era su desparpajo. En cierta ocasión, un militar inglés lo fue a visitar. Bolívar se estaba bañando y lo recibió desnudo. (La anécdota está incluida en un fenomenal libro de memorias: Recollection of a service of three years during the War of Extermination).  
Bolívar es quizás, el primer caudillo moderno. Aprendió mucho de su ídolo, Napoleón Bonaparte. Y aunque la mayor parte de su vida se dedicó a denigrar en público al emperador de los franceses, explicó de manera abundante su admiración en privado, especialmente a Perú de Lacroix en El diario de Bucaramanga.  
El Libertador tuvo una ocurrencia genial: se proclamó “El hombre de las dificultades”. Hasta su llegada al poder, la idea era que un gobernante tenía como propósito solucionar los trances de su pueblo. Pero quien componía los problemas tenía escasas posibilidades de gobernar largos períodos. Solo se perpetúan en el poder aquellos capaces de eternizar las contrariedades.
En sus proclamas, Bolívar parece encallado en el centro de la nada, acosado por la anarquía. Era eximio vaticinando calamidades, anticipando tiempos sombríos mientras asignaba a otros la tarea de remediar conflictos.   
Recuerdo que un historiador, tras señalar todas las equivocaciones cometidas por El Libertador, dijo resignado: “Bueno, algo debe haber hecho bien. Lo demuestran cinco repúblicas” del continente.  
La lucha por la liberación de la Gran Colombia fue terrible: se trató de una guerra de exterminio donde quedó diezmada la población civil. La mayoría de los generales que iniciaron la brega con Bolívar murieron en combate, o se pudrieron en las cárceles de España. Bolívar era un gigante, quien lo duda, pero tal vez parte de su grandeza consistió en que pudo sobrevivir. Solo al principio de sus campañas ostentó  esperanzas, como otros lucían escarapelas en sus sombreros. Pronto descubrió que únicamente eran respetadas las pitonisas encargadas de vaticinar derrotas. La adversidad es inigualable cuando se trata de reclutar acólitos.  Al pueblo hay que tenerlo a salto de mata. Cuando no es un peligro inmediato, es un enemigo agazapado en las sombras. Basta ver cómo el chavismo en el poder mantiene al pueblo venezolano en constante zozobra. Ya Adolf Hitler lo hizo en Alemania. Y el pueblo lo acompañó fervoroso, excepto por algunos díscolos, disidentes, y otros representantes de la escoria de la humanidad, que recién después de la guerra fueron exaltados como seres valientes y sensatos en esa feroz marea de obsecuentes y mediocres.   
En realidad, la tentación más difícil de esquivar es descubrir lo vulnerables que son los próceres, sus defectos, sus manías, sus mezquindades. Porque la grandeza, el desprendimiento, el coraje, la buena fe, la honestidad, la defensa de la palabra empeñada son lastres que acortan decisivamente la vida de un líder político.  
Necesitamos ídolos, y al mismo tiempo les exigimos un temple inhumano. Cuando se los ubica en un lugar muy elevado, generalmente es para tenderles una trampa. Al caer, se derrumban. Sigmund Freud solía decir de algunos héroes: “No es que cayeron tan bajo, es que nunca llegaron tan alto”.
Incluir a un personaje histórico en la ficción tiene un beneficio: el héroe es una figura reconocida de inmediato. Es como si llevara la marca Adidas impresa en la frente. Pero el riesgo es similar al que corre un personaje de radionovela cuando pasa a trabajar en una telenovela: siempre defrauda. El cuerpo que imaginamos en una voz tiene poco que ver con el ser de carne y hueso.  
En mi caso, recurrir a las figuras de Bush y de bin Laden en La región vacía planteó el siguiente problema: ¿debía narrarlos desde el reconocimiento o desde la ignorancia? Explicarlos a partir del después era jugar con las cartas marcadas. Describirlos antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001 incluía aglutinar los preparativos, algo tedioso. Era necesario colocarlos en el punto exacto de la conflagración. Y eso los devolvió a la categoría de seres humanos. Ambos estaban perplejos ante lo ocurrido. La única creencia de Bush era que debía actuar. La única certidumbre de bin Laden era poner los pies en polvorosa. Y en el interín ¿qué?
Hay un riesgo en demonizar personajes: en escasas ocasiones un protagonista surge como un villano. (Tal vez The Joker, en una película de Batman, y eso, porque lo interpretó Jack Nicholson). Sus acciones van por un lado, y su cuerpo por el otro.   
Tuve más problemas “humanizando” a Bush que a bin Laden. El líder de al-Qaida era miembro de una tribu y polígamo. Estaba casado con cuatro mujeres, bellas, y muy inteligentes. Tenía una nutrida parentela. Era un buen padre. Inclusive, permitía a sus hijos críticas que otro progenitor, por más moderno que sea, no acepta de sus vástagos. Sufría dramas conyugales bastante intensos, y exhibía un enorme respeto por sus esposas. Eso, aparte de que envió a 19 piratas a destruir las torres gemelas del World Trade Center, causando la muerte de casi tres mil personas. En cuanto a Bush, narrar sus desaguisados tras la invasión a Afganistán y a Irak, las decenas de miles de muertos causados en esas intervenciones militares es difícil explicarlo en una nota. En el archivo de Tal Cual debe haber más de doscientas notas con mi firma, narrando en exhaustivo detalle sus tropelías. Pero La región vacía concluye semanas después de los atentados, y cuando apenas se iniciaban los preparativos de las invasiones. En ese período, esos personajes históricos eran todavía producto de su pasado. Bin Laden tenía un pasado mucho más rico. Era relativamente fácil narrarlo. Bush me hizo tropezar con dificultades. Recuerdo las numerosas discusiones que tuvimos con mi editora, Carmen Virginia Carrillo, tratando de dotar de carne a ese personaje. Había algo innegable: durante el 11 de septiembre de 2001, la figura de Bush era la de un ser a la deriva. Una película me venía siempre a la mente: In the Line of Fire, protagonizada por Clint Eastwood, en el papel de un agente secreto intentando proteger al presidente de los Estados Unidos. En una parte de la película, alguien quería matar al presidente, y de repente, ocho, diez agentes lo rodeaban y lo obligaban a huir de la escena a través de la enorme cocina de un hotel. El presidente perdía toda dignidad. Sus escoltas lo obligaban a correr de manera desairada, hasta que lo introducían a empellones en un automóvil, y ordenaban al chófer que huyera a toda velocidad. Algo similar ocurrió con Bush. Apenas se confirmaron los ataques en Nueva York, fue trasladado a un aeropuerto y subido a un avión. Durante horas, la aeronave sobrevoló una extensa parte del territorio norteamericano. El presidente parecía un rehén de sus escoltas. Ni siquiera le permitieron hablar con su esposa, Laura, pues temían una intercepción de sus comunicaciones.
Aun así, el personaje de Bush no era convincente. La descripción se acercaba demasiado a la crónica periodística, y la profesora Carrillo quiere que todo pase por el cuerpo de los personajes. Ya ocurrió en una ocasión anterior, en Eros y la doncella. Hay una escena, durante la convocatoria a los Estados Generales, en que muestro a una serie de personajes llegando a París para asistir a las sesiones. Al comienzo, todo era muy informativo, y totalmente exangüe. Yo estaba describiendo, pero la narración brillaba por su ausencia. Hasta que mi editora instaló el cuerpo en la escena. Los ojos de algunos futuros convencionistas empezaron a mirar a otros. Los oídos se tendieron para escuchar voces desconocidas. La crónica fue reemplazada por la intriga, los gestos y aspavientos, la maledicencia, el conflicto.  
En el curso de las discusiones descubrimos que algo similar ocurría con Bush. Mientras el presidente asistía a una clase de lectura en una escuela primaria, uno de sus asesores le informaba que un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas. Bush decía que seguramente se había tratado de un accidente. Algunos minutos más tarde, otro de sus ayudantes le musitaba al oído que una segunda aeronave se había estrellado contra las torres, y añadía: “Estados Unidos está siendo atacado”.  Bush se quedaba pensando, sin decir palabra. Y persistía en el silencio, mientras uno de los alumnos continuaba leyendo un cuento. Al concluir la lectura, solo abría la boca para elogiar al niño. Enseguida se retiraba con su comitiva. Pero el relato persistía en su chatura. Y de repente, se me ocurrió algo en tres dimensiones: mezclar lo que estaba sucediendo con un episodio de la infancia de Bush. (Por alguna razón, el pasado es siempre tridimensional). Cuando Bush tenía cinco años su hermana menor, una niña de tres años, enfermó, y murió a las pocas semanas. Los padres nunca le informaron del fallecimiento. O al menos, en mi novela, nunca se lo informaron. Bush estaba acostumbrado a que su padre lo fuera a buscar a la escuela acompañado de su hermana. Un día, su padre apareció solo. Nunca explicó la ausencia de la niña. La semiología reemplazó a la dilucidación. Su madre Barbara, en esa época una joven de 28 años, encaneció de la noche a la mañana. En el momento en que asocié ese 11 de septiembre con los recuerdos de la infancia de Bush, empezó a existir como personaje de ficción, no como segmento de una crónica.  
No es necesario amar a un personaje histórico para insertarlo en una novela, pero es preferible prescindir de él si se lo odia. La apuesta más alta en ese sentido la hago en una nueva novela, donde aparecen varios jefes nazis defendiendo su filosofía y sus acciones. Y realmente, sus argumentos muestran la lógica impecable de los dueños del poder. Algo similar a las tesis que elaboraban los promotores del Santo Oficio para explicar las bondades y ventajas ofrecidas por los tribunales de la inquisición.



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